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Navidades blancas

Unos hacen la guerra y otros crean la nostalgia del hogar y la paz en los frentes. En el mundo anglosajón —que no es todo el mundo como ellos creen—, la canción más sensible a sus entretelas desde la segunda guerra mundial ha sido «White Christmas», que redobló su fama en 1954, cuando Bing Crosby la cantó en el film del mismo título. En el entierro de Diana, la Princesa de Gales, Elton John consiguió desbancarla, al parecer, con su «Candle in the Wind». En ese mundo, algunas peculiaridades de «White Christmas» la hacen diferente. Para empezar, el popularísimo Irving Berlin, su compositor y letrista, no tenía idea de cómo colocar una nota en el pentagrama y aporreaba malamente el piano con el resentimiento despótico del que se sabe más creador que él. «White Christmas» es, además, corta, no pasa de nueve versos y el deseo que se expresa en ella sólo ofrece una estampa azucarada y tópica como una indigestión vulgar de dulces navideños. Otra «novedad» entonces, consistió en algo a lo que estamos acostumbrados hoy: no hay mención en ella del Recién Nacido, no se nombraba a Jesús para nada, porque el dólar, el marketing, aspiraba ya entonces a la divinidad. Ese recuerdo infantil de nieve navideña, con los árboles rebrillando en la noche y los cascabeles del trineo de Santa Claus tintineando a distancia, no puede ser tampoco autobiográfico, ya que la infancia de Israel Baline, conocido en el mundo como Irving Berlin, discurrió en un penoso peregrinaje de pogroms siberianos —donde la nieve era enemiga de la pobreza—, hasta que emigraron sus padres a Estados Unidos, para mitigar su indigencia. Por eso, Jody Rosen, la autora de un libro sobre esa canción archifamosa, cree que el sueño de las navidades embellecidas por una capa de nieve «just like the ones I used to know», es una pesadilla más que un sueño, o una burla de Irving ironizando las aspiraciones escenográficas de los que contemplan los copos de nieve tras los cristales, con las espaldas bien resguardadas por el calor de una mansión burguesa; concretamente —sugiere ella— de los privilegiados fanteaseadores de Beverly Hills, donde titila tanta estrella de Hollywood día y noche.

Por supuesto, esa «blancura» de la Navidad puede llevarnos a pensar en la inocencia de los años crédulos y así la interpretarían —supongo— los pobres sin techo en que guarecerse y los combatientes de todas las guerras desde entonces, para los que la interpretación literal de la canción no sería, sin duda, un regalo del cielo. De cualquier modo, que esa canción, carente de sensibilidad y sobrada de sentimentalismo, haya tenido tanto éxito, pidiendo frío para pobres y ricos a cambio de belleza —de una de las bellezas posibles—, no deja de sorprendernos por muy curado de espantos que ande uno.

A lo peor este año, con tanta inundación y desquicio metereológico, con todos los meses locos, como se consideraba antes a febrero, unas Navidades espolvoreadas de blanco nos parecerían, si no «un sueño», algo por lo menos más normal.

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