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Los mártires de Sadam no irán al paraíso

Desde la entrada de las tropas angloamericanas en Irak se han producido varios atentados suicidas con el resultado de unos cuantos soldados muertos. Con independencia de que las convenciones internacionales condenen -que las condenan- este tipo de acciones autorizando la persecución de los culpables fuera de las normas aplicables a prisioneros, población civil, etcétera, la cuestión que suscitamos ahora es la de la posible perduración de semejantes estratagemas, su utilización como medio de presión a largo plazo, soslayando el no pequeño escollo de su ilicitud moral, dada la nula importancia que conceden a este capítulo sus promotores y organizadores, por ejemplo en Israel-Palestina: hasta el último momento, cuando las evidencias se hicieron incontestables, nos hemos resistido a creer que las familias de los suicidas asesinos recibían premios de hasta 25.000 dólares procedentes de... Sadam Husein (¿sólo de él?). Ante tamaña abyección parece ocioso perseverar en consideraciones de índole ética y nos centraremos en otros aspectos, por más que -como decía Martí- las deudas de honor no se cobren en dinero.

Durante muchos años la dictadura del Ba´at iraquí no se distinguió por su filoislamismo, sino más bien al contrario: chocó abiertamente con la Xi´a local, como contrapoder que ésta pretendía constituir por su amplio predicamento entre la población iraquí y en el 91 se llegó a cañonear e incendiar las mezquitas-mausoleo del imán Husein y de su padre Alí en Kerbala y Nayaf respectivamente.

Pero no era sólo conflicto de rivalidad por el poder, las diferencias con el islam procedían ya de la fundación del partido en el año 1944 por Michel ´Aflaq, cristiano sirio, lo que inexorablemente había de conducir a una hostilidad declarada y a veces cruenta entre el panarabismo (en teoría, en pie de igualdad de musulmanes y cristianos) de los unos y el panislamismo excluyente de los otros, en la actualidad tan en boga y tan jaleado en Occidente por ateos de toda la vida, como si de una nueva teología de la liberación se tratara.

Las costumbres externas, fiel de la balanza y eje de todo en las sociedades islámicas, en el Iraq gobernado por un dictador laico, por fortuna diferían algo de las habituales en otros países de la zona: por Bagdad corrían ríos de alcohol (esperemos que no haya quien deduzca que soy partidario del alcoholismo), se nombraba a cristianos para cargos de responsabilidad y sus distintas confesiones encontraban una relativa tolerancia en los medios oficiales aunque, por supuesto, el islam gozaba incluso en los sacralizados textos de los santones del Ba´at de un reconocimiento y preeminencia innegables y hasta cierto punto comprensibles pues es la religión mayoritaria.

Sin embargo, Sadam Husein se nos volvió beato, pero no por haber recibido iluminación interior ninguna, sino porque a raíz de la catástrofe que él mismo provocó en 1991 comprendió cuánto necesitaba de una fuerza tan arrolladora, aunque retardataria, como es el islam en Oriente Próximo. No sólo se inventó una genealogía que le emparentara con el Profeta, también postergó la quimera panarabista para mejores y ya imposibles tiempos y hasta el nacionalismo iraquí hubo de ceder el paso a las invocaciones al Yihad, cuyo sentido en este caso sí es el de «guerra santa».

La treta dio resultados pues desde el inicio de la gestación de la crisis tras el 11-9-91, los sentimientos islamistas «Del Golfo al Océano» -y hasta Indonesia y las ya nutridas comunidades musulmanas de América- se aglutinaron en defensa de quien no titubeó en la represión masiva de musulmanes, pero ante la amenaza renovada de «los cruzados» se obvian las diferencias y la «umma» prevalece. Y para ellos es irrelevante que los occidentales del presente tengamos poco que ver con los cruzados históricos, por suerte para ellos y -reconozcámoslo- también para nosotros.

El comienzo de los atentados suicidas es un problema serio que las autoridades militares americanas y las civiles iraquíes que establezcan combatirán con los medios adecuados. Es de suponer. Pero para nosotros lo crucial es dilucidar qué perspectivas de continuidad y por tanto de presión puede implicar tal estrategia terrorista.

La alta valoración de la vida humana de que en Occidente disfrutamos se vuelve contra nosotros dejándonos un tanto inermes frente a quienes no participan de esos mismos valores: a contrastar el alborozo mostrado por demasiados árabes el 11 de setiembre ante los asesinados en Nueva York con la preocupación y durísimas críticas suscitadas en nuestra sociedad por la muerte de civiles del bando contrario. Preocupación que dignifica a quien la siente y que los medios de comunicación amplifican, concediendo una baza psicológica muy apreciable a quienes desprecian el sufrimiento humano hasta el extremo de enviar fríamente a inmolarse a infelices fanatizados, con la promesa del Paraíso, claro.

Es arriesgado adelantar vaticinios, sin embargo, una vez neutralizados -tarea prioritaria- los voluntarios acudidos desde otros países árabes, no es previsible una oleada ininterrumpida y a largo plazo de atentados suicidas, con una única salvedad que más abajo veremos. El país es poco proclive, en líneas generales, a semejantes pruebas de insania -como lo son Egipto y Líbano- aunque no falten minorías extremistas y acostumbradas a asumir la muerte con muchas más naturalidad y valor que los occidentales, sin nada material que perder y con promesas grandiosas para el Más Allá.

Pero el tono de conjunto no será ese, precisamente por la relativa laicización de la vida nacional iraquí. Y, sobre todo, porque carecerán del aliento y la connivencia de las autoridades locales. Los mecanismos sociales de control (decisivos en los países árabes) más que los policiales, deberán paralizar primero y abortar después cualquier intento en tal sentido. Sin el apoyo, la coerción y el dinero oficial es muy difícil organizar y mantener tal campaña duradera de presión psicológica sobre la opinión pública de EE.UU., si bien los funcionarios del Gobierno provisional iraquí también estarían en la línea de peligro, como sucede con el terrorismo checheno.

Los iraquíes saben que la ocupación angloamericana será de duración limitada y que por tanto inmolarse por motivos nacionalistas y más nada resulta un Domingo Siete sin mucho sentido, pero sí queda un factor digno de atención: quien no lo haría por la patria sí puede hacerlo por la fe, por más que el islam condene el suicido, aunque, como en otros casos, el Corán ofrezca boquetes para lo contrario («¡Y no digáis de quienes han caído por Dios que han muerto! No, sino que viven», Corán, 2-154; y 3-169).

El riesgo de atentados suicidas, o de terrorismo «clásico» (si se permite tal expresión) sin muerte del terrorista, puede venir tan sólo de la frustración vengativa de la jerarquía clerical xi´í si no ve colmadas sus expectativas de poder en el nuevo Irak, o si la normalización de las costumbres hacia una sociedad más abierta, libre y respetuosa con la igualdad y los derechos de las mujeres, patentiza a los mismos círculos religiosos que su dominio moral sobre la población peligra. Tacto, moderación y paciencia se imponen, pues, si no queremos otro absceso endémico en ese desgraciado país.

Y tampoco sobraría que algunos informadores dejasen de atizar un fuego que, gracias a Dios, se apaga: hace tres días la corresponsal de TVE en Bagdad, objetiva ella, nos contaba que, mientras las cámaras mostraban el júbilo de cientos de personas al derribar la estatua del dictador, a su lado y fuera de imagen, claro, la multitud no cesaba de llorar a la vista de la escena. Siempre he preferido creer a mis ojos antes que a mis oídos: en esta ocasión también. Sobre todo si la misma periodista culpa a los norteamericanos del pillaje por no detener a los saqueadores: ¡habría que oírla si desde el primer instante las tropas se hubieran dedicado a funciones de Policía que, desde l

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