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¿Hacia dónde va el arabismo español?

CORREN malos tiempos para el arabismo. El anuncio de posibles reformas en los planes de estudio de las filologías universitarias ha desatado el pánico, más fruto de la mala conciencia por lo que se está haciendo -o dejando de hacer- que de amenaza concreta y real ninguna. No podemos seguir ignorando el distanciamiento de la sociedad de este gremio «escaso y apartadizo», según definición ya clásica; pretender que nada se toque, perpetuando la inflación de departamentos, de puestos de profesorado, de número de licenciados condenados al subempleo, porque el país no tiene medios, ni por qué gastarlos, en mantener tal situación. Parece razonable adaptarse a las necesidades de empleo que España puede ofrecer, al tiempo que se mantienen en el máximo nivel posible los estudios históricos, literarios, sociológicos que hace ya siglo y medio iniciaron nuestros predecesores. Pero no podemos inhibirnos del estado general calamitoso de las Humanidades que nos legó el PSOE y las taifas universitarias petrifican encantadas.

Hace medio siglo las personas dedicadas al arabismo en España -todas de altísimo nivel- se contaban con los dedos de las manos, cifras que en la actualidad se han multiplicado por veinte, o quizá por treinta. Ante lo cual cabe interrogarse sobre los resultados, si han corrido parejos con el esfuerzo económico que estado y sociedad amparan a fin de sostener y desarrollar tales estudios. Pero no sólo han cambiado las condiciones materiales de nuestro país, permitiendo más y mejor dedicación en todos los campos, también se han modificado las circunstancias externas en grados y maneras de innecesario recuerdo. Sin embargo, numerosos profesionales de esta peregrina parcela vivimos la sensación de sólo ser recordados a propósito de los muy nefastos fastos conmemorativos de aquí o acullá; o cada vez que unos poquísimos árabes perpetran una salvajada, bien que apoyados inmoralmente por muchas gentes más, árabes o no. En cualquier caso, motivos lamentables. Más bien querríamos que sin atentados, ni amenazas migratorias o demográficas, instituciones y sociedad nos preguntaran y exigieran por literatura, sociología, música, historia...Pero si no se formulan interrogantes paralelos a especialistas de otras disciplinas más enraizadas y decisivas en la vida y cultura de España, difícilmente nos tocará a nosotros tan buen suceso. Querríamos la prolongación de nuestra particular Edad de Oro, iniciada con la fundación de la Escuela de Estudios Árabes en 1932 y clausurada por el fallecimiento de don Emilio García Gómez en 1995 y el advenimiento -¿final?- de nuestras no menos exclusivas y exclusivistas fratrías; aun admitiendo el carácter irrepetible de personalidades ya lejanas como Asín Palacios, o tan próximas como para que el Tiempo nos hiciera la merced invalorable de conocerlos y honrarnos con su amistad y sus conocimientos: la imborrable lucidez generosa de don Elías Terés, la honradez intelectual de don Fernando de la Granja o la erudición impecable de don Jaime Oliver.

Hablar de arabismo en el siglo XX es hablar de don Emilio García Gómez: suyas son desde las primeras traducciones de literatura contemporánea hasta las más profundas investigaciones sobre jarchas, muwassahas o epigrafía poética, trabajos todos en los que rezumaba nostalgia de humanista -en el fondo desubicado- y un dominio del español inusual en el gremio. Junto con Asín, creó las Escuelas de Estudios Árabes de Madrid y Granada, anegadas y diluidas, en tiempos ya recientes, en los meandros y guadianas burocráticos del C.S.I.C.; y, sobre todo, mantuvo en momentos duros los estudios andalusíes, porque al-Andalus merece un recuerdo amable y un estudio riguroso. Pero si en el primero nos hemos excedido con tanto ensueño moruno de guardarropía, en lo segundo no hemos llegado. Y no por defecto de los profesionales que, en su inmensa mayoría, hacen lo que pueden con los medios a su alcance sino por la carencia de un plan institucional generoso y a largo plazo que permita rellenar lagunas y articular un programa general de investigación, difusión y vulgarización seria que, por fin, permita a los españoles hacerse una idea aproximada de cuanto de bueno y de malo tuvo aquel período de la historia de la Península Ibérica. Por añadidura, el presente desmadre autonómico hipertrofia las quimeras morunas locales en algunas regiones -en especial en Andalucía- por oportunismos de muy corto vuelo, en tanto nos vemos forzados a continuar aclarando en la misma tierra conceptos elementales como que «al-Andalus» en árabe no significa «Andalucía» sino la Hispania musulmana en cualquiera de sus dimensiones geográficas, por otro lado base de la enloquecida pretensión -si no fuera chistosa- del partido Istiqlal marroquí de reivindicar la anexión de media Península, incluida Toledo. Pretensiones reverdecidas por los Osamas de turno que nunca faltan.

Un notable hueco han presentado -y así siguen- los estudios árabes desde sus comienzos: escaso interés y atención por todo cuanto rebasara las fronteras de al-Andalus, cuando el eje de la gran civilización árabe medieval se hallaba en Oriente y a él hemos de retornar siempre que intentamos informarnos o comprender cualquier manifestación cultural en sentido amplio. Allá estaban el tronco y las raíces: algo bien entendido por otros europeos, para su suerte a salvo de Almanzores y Abencerrajes propios. Quizás la escasez de fondos, las dificultades materiales que vivieron en España arabismo y arabistas durante más de un siglo valgan de atenuantes -había que elegir- para este enfoque reduccionista. Pero nos tememos que eso no sea todo. La irrupción del elefante político en la cacharrería cultural ha terminado de desterrar al limbo de lo inexistente todo cuanto no sirva para hacerse fotos inaugurando algo: el ejemplo de Andalucía es pavoroso. En nuestra introducción al «Libro de los avaros» de al-Yahiz (1984) llamábamos la atención sobre este problema, pero, desde aquellas fechas, sólo se han añadido algunos títulos más a las obras de literatura medieval no hispanoárabe, propios o de algunos jóvenes que siguieron -de modo espléndido- nuestra sugerencias. Poco, en conjunto, porque esa no es tarea para solas tres o cuatro personas; y sin ayuda institucional ninguna, por supuesto. No estoy pidiendo pan como los poetas que abrumaban y aburrían al califa almohade Abd al-Mumin con sus panegíricos, sino raciocinio o, quizá, peras al olmo.

Aunque del lado árabe, con raras excepciones, también se prosigue la política de retórica, exposición y medalla. Es un lugar común caro a intelectuales árabes y a demasiados arabistas lamentar «el profundo desconocimiento occidental (o español), etc.» que padecen su sociedad y su cultura. O, traducido en palabras de plata, debemos esforzarnos -también ahí- por conocerles. Pues bien, como en otros terrenos, la primera pregunta que hemos de formular es qué hacen ellos para darse a conocer, para facilitar los intercambios sin limitaciones ni reservas, sin invitaciones -todo pago- de finalidades poco gloriosas. El magro balance de la única institución cultural árabe presente en Madrid -más de cincuenta años: ya es un ratito- no nos permite adherirnos a triunfalismo alguno. El escaso interés de los gobiernos árabes por difundir su cultura empieza por la lengua: en mis primeros pasos de arabista -y ya ha corrido agua desde entonces por el río Cabe- ya se hablaba de introducir el árabe en la enseñanza media. Las autoridades españolas nunca se tomaron en serio aquellas declaraciones grandilocuentes al hilo de simposios y congresos, pero las árabes tampoco. Ningún gobierno ni embajada ha intentado jamás pedir seriamente como contrapartida a la introducción del español (caso de Marruecos) en su secundaria la instauración del árabe como segunda o tercera lengua, al menos en algunos lugares (Ceuta y Melilla son otra historia y más vale no menealla). Fuera de la propaganda política -y ahora religiosa- del régimen de cada país, el esfuerzo cultural sigue brillando por su ausencia.

El panorama de ahora mismo -con los conflictos norteafricanos y de Oriente Próximo amenazando el vientre de Europa, con la explosión demográfica y el control del petróleo en juego- no es halagüeño, pero queda lejos de estas líneas, dedicadas a unos estudios que pueden ser gratificantes si la deformación profesional no nos induce a perder el sentido y la proporción de las cosas.

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