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Coces al aguijón
Los impugnadores de Dios y de las creencias religiosas deberían ser, al menos, un poco menos arrogantes
Si oyes dos voces encontradas acerca de lo mismo, escucha la más tenue». No recuerdo cómo me llegó este consejo. Pero me parece muy certero. Concuerda con la réplica de un personaje de Shakespeare: «No tiene razón, grita demasiado». Lo estoy aplicando al alud de libros sobre Dios, la religión y la vida eterna que se están publicando últimamente. El griterío viene de parte de ateos y agnósticos, que coinciden en la falta de argumentos a su favor, y en su pretensión de amedrentar a quienes seguimos pensando que la realidad no se acaba entre los estrechos límites prescritos por divulgadores de teorías presuntamente científicas, ni se limita a las repetidas vulgaridades de los escribidores a tanto la línea en suplementos dominicales. A quienes continuamos pacíficamente abiertos a la trascendencia parece que no nos escucha casi nadie, a juzgar por el escaso eco que alcanzamos en los medios de comunicación, mayoritariamente alineados con las consignas de los dominadores. Pero ¿qué sucedería si tuviéramos razón?
Por de pronto, hemos logrado que la cuestión del Absoluto y de lo sagrado no quede arrumbada, como esperaban desde hace tiempo los materialistas. La religión está más viva que nunca y, desde luego, Dios no ha muerto. El cristianismo sigue cautivando a millones de jóvenes y vuelve a aumentar el número de chicas y chicos —y también de adultos y de ancianos— que deciden apostarlo todo a difundir esa fascinación.
Especialmente patético me ha parecido el bestseller de Richard Dawkins que lleva por título El espejismo de Dios. Lo primero que pensé al tenerlo entre las manos es que no serían tan obtusas las creencias de teístas y creyentes cuando el profesor de Oxford necesita 450 páginas para impugnarlas. Y, además, no lo logra. Porque Dawkins no proporciona ni un solo razonamiento serio y bien trabado para demostrar que Dios no existe, que la religión es un imaginario consuelo, y que esperar en una vida futura no pasa de ser un deseo que pretende autocumplirse. A falta de mejores contra-evidencias, cientos de millones en todo el mundo siguen declarándose creyentes en realidades que trascienden lo puramente material. Y lo único que se le ocurre aducir al autor es que esas pobres gentes tienen miedo y se acogen a viejas leyendas, transmitidas por tradiciones ancestrales, sin ejercer el más mínimo espíritu crítico.
El lector no sale de su asombro cuando se percata de que quien ignora casi todo acerca de filosofía y de religión es el propio Dawkins. Desde luego, yo no aprobaría a un alumno de segundo de Letras si en un examen me escribiera algunas de las simplezas que aparecen estampadas en este pretencioso volumen. Su aire y formato, por cierto, parecen más propios de los mamotretos sobre griales y magdalenas que de investigaciones rigurosas sobre temas que se estudian en facultades universitarias de países avanzados, y a los que se dedican bibliografías minuciosas. Por poner dos ejemplos, la improvisación de un aficionado resplandece cuando Dawkins comenta las cinco vías tomistas o la doctrina cristiana sobre la Santísima Trinidad.
Dawkins equipara la religión a un virus mental que coloniza los cerebros de los niños, a los cuales se transmiten engañosas tradiciones, que con el tiempo adquieren la majestad de doctrinas intemporales, merecedoras de respeto. Él, por supuesto, no muestra consideración alguna por las creencias ni por los creyentes. Menos aún por la teología y la filosofía, en cuanto saberes que trascienden el alcance de las ciencias positivas. Pero si luego buscamos en su libro fundamentos propiamente científicos, no los encontramos por ninguna parte. Los autores que cita positivamente son escritores de libros de autoayuda, divulgadores sectarios o ideólogos ligeramente trasnochados. Y los casos y cosas que critica parecen sacados de un bestiario medieval o de leyendas negras anticatólicas.
Los católicos hacen otro tanto y ya era hora de que alguien les parara los pies, podrá argüir alguno. Pero no es así. Por citar, con cierto rubor, al que tengo más cerca, un servidor no procede así a lo largo de su libro En busca de la trascendencia, recientemente publicado por Ariel. Mal que bien, está plagado de argumentaciones, provenientes en buena parte de resultados científicos acreditados por serias investigaciones cosmológicas y biológicas. Al tiempo que las tomas de posición, nunca disfrazadas, se confrontan con las críticas más agudas. El objetivo no es convencer a nadie, sino buscar la verdad. Las realidades limpias no precisan propaganda, sino manifestaciones de evidencia, que quizá puedan interesar a muchos de los que no están dispuestos a digerir alimentos ideológicos precocinados. Los impugnadores de Dios y de las creencias religiosas deberían ser, al menos, un poco menos arrogantes. Porque antes o después acaban descubriendo que es dura cosa dar coces al aguijón.
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