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Moros de paz
¿Es progresista subir los impuestos? ¿Lo es favorecer la penetración del islam en Europa, o promover la desigualdad ante la ley entre hombres y mujeres? Son preguntas que deberían ir precedidas de una definición del concepto de progresista, pues cada vez que oigo llamar tales a los magistrados designados a dedo por el PSOE para esta o aquella canonjía se me reafirma la insuficiencia del Diccionario de la Real Academia para prever los escarceos y corvetas que los políticos realizan para traicionarlo; o siempre que se hace alusión a esa petulancia con toga autodenominada «Jueces para la Democracia».
Nuestros antiguos españoles oponían, obviamente, el moro de paz al de guerra y, sobre todo, al moro fino, pues este vocablo refleja «lo que en su especie es perfeto y acabado», dice Covarrubias. Se referían, pues, al colmo de la maldad en moro. Y, por razones no menos obvias, nosotros nos inclinamos por los moros pacíficos, como lo hacemos por los chinos o los malgaches de paz. He aquí el gran descubrimiento de nuestro actual Gobierno -imaginativo como es-, que ayer mismo anunciaba la financiación y promoción del islam («sumisión», en árabe) en los medios de comunicación del Estado: ¿por qué no del shintoísmo o -puestos a ser exóticos- del catolicismo? Sin dejar de ser un Estado aconfesional, el partido que lo ocupa por tierra, mar y aire se aplica solícito a difundir la buena nueva de la Sumisión y paga por ello, con nuestro dinero, claro. No es una buena noticia para quien acaba de soltarle a Hacienda una pila de euros, y por más que el anterior Gobierno haya dejado la despensa llena y el PSOE pueda tirar alegremente de nuestra chequera para comprar voluntades y propiciar silencios. No obstante, el Comité de Sabios ad hoc que irremisiblemente convocará La Moncloa ha tenido precursores. F. Sendagorta (ABC, 16-6-2004) en un artículo mesurado y correcto -que agradezco-, nos adjudica a Jon Juaristi y a mí mismo una actitud beligerante y poco matizadora en el uso de los mitos y en las distinciones entre moros de paz y de guerra. Ni que estuviéramos locos. A lo que sí nos negamos -y creo interpretar bien el pensamiento de Juaristi- es a aceptar como norma de vida aquella chusca ironía gallega: «Cando mexan por enriba de nós, dicimos que chove». En los últimos catorce siglos -y en los últimos catorce años, por poner una fecha- ha habido demasiadas lluvias entre nosotros y el islam, de una y otra parte, como para andar a estas alturas simulando caernos del guindo. Hay quien lo hace y le va tan ricamente, pero como programa de acción para nuestra sociedad implica el suicidio a medio plazo, con muy buen talante, eso sí. Y con la irrealidad como norte: el ejemplo final de Sendagorta (la invocación lírica al sepulcro de Fernando III) no puede ser más desafortunado, no ya por incidir de nuevo en el gastadísimo florilegio de las Tres Culturas, sino porque ese Rey, con inscripciones o sin ellas (eran símbolo de su poder, no desvarío multiculturalista ninguno), apenas tomó Sevilla hizo salir de ella a toda la población musulmana, mal modelo, pues, de exquisita convivencia. Y no menos su hijo Alfonso X, continuador de la misma política en las revueltas mudéjares de 1264 en Jerez y Murcia, por más que haya sido canonizado en altares laicos como auténtico promotor de mansas y dulces relaciones: utilizar conocimientos y servicios de moros y judíos no significa, necesariamente, estar enamorado de ellos.
Pero dale al molino de las Tres Culturas. Cualquier día investirán al Rey Sabio de Mediador Cultural, Psicólogo de Guardia o Flamenco-Mix Honorario, juntito a los desplantes de Fátima Mernissi, a los cuartos que nos cuestan los hallazgos de Barenboim (ha descubierto que judíos israelíes pueden tocar al lado de palestinos no menos israelíes, porque otros no hay capacitados), o al ya cantado Premio Cervantes para Juan Goytisolo, a fin de que nos termine de imbuir de la idea de lo despreciables que son nuestra cultura y nuestra nación, plagadas de inquisidores, nijareños descalzos con una soga por cinturón y encima, ahora, racistas, más ignorancia culposa de nuestras prístinas esencias y orígenes, moros por los cinco costados. Y nosotros sin enterarnos.
Sin embargo, Rodríguez nos hace regresar a la cuadratura del círculo: ¿cómo piensa encajar la promoción de la xari´a con nuestra Constitución y el Código Penal? ¿O es que creen él y su sanedrín de sabios que el islam se vende por piezas y que el ideal de todo musulmán sincero no es imponer las normas islámicas de vida al mundo entero, como religión universal que es? ¿Cómo van a simultanear su abusiva discriminación positiva a favor de la mujer con la no menos abusiva discriminación positivísima a favor del varón que consagran las legislaciones islámicas? En herencias, valor del testimonio femenino, distintos impuestos, patria potestad, derecho del marido a golpear a la mujer (udrubu-hunna, dice el Corán bien clarito), derecho al divorcio en pie de igualdad, autorización de la poligamia, omnipresencia del tutor masculino en la vida de toda musulmana: ¿Sabrá López Aguilar qué es el wali? ¿Le importará un bledo saberlo? ¿De verdad van a contar a la población española todas estas cosas, que atañen tanto a los moros de paz como a los asesinos de Atocha? ¿Qué clase de irresponsables ha copado los resortes de poder de la nación? Lo he advertido en estas mismas páginas y lo repito: vamos a costear las ikastolas bis, a mucha mayor escala y fomentando un conflicto religioso desde la Administración del Estado, una forma de conflicto que en Vascongadas, por suerte, no existe. Y como en el caso vasco, unos varean el nogal y otros atropan las nueces. Lo de menos será que en la propaganda masiva que colarán por radio y TV nos aburran, más y más, con filmaciones de las salas de la Alhambra, lloriqueos por los moriscos o autoflagelaciones por las maldades de los Reyes Católicos; el verdadero problema residirá en cuánta información real e imprescindible van a hurtar al conocimiento de los españoles sobre las diferencias que surgen sin remedio en toda latitud y todo momento cuando conviven yuxtapuestas comunidades de religión y cultura distintas. Y esto no es de derechas ni de izquierdas, simplemente es así, como los crepúsculos, la sucesión de las estaciones o la ley de la gravedad. Encubrir el asunto con gimoteos sobre las ruinas de Medina Azahara (destruida por los beréberes mucho antes de la llegada de los cristianos) sólo engordará el monstruo del conflicto, para que Rodríguez se ufane anunciando al mundo que él va a detener el choque de civilizaciones: en realidad ya lo ha dicho, Señor, Señor. Empiezan bien la sarta de servicios a España en esta tacada, pues los de la otra -inolvidables- no bastaron.
España perdió el poder y la fuerza hace dos siglos y debemos ser muy conscientes de que quien perdió fue el país en su totalidad, no uno u otro estamento o institución. Por ello no es justo endosar en exclusiva la responsabilidad a los militares de las derrotas bélicas, o a los diplomáticos la de nuestra insignificancia exterior (¡oh, los éxitos de Moratinos en Oriente Próximo!), pero sí cabe exigir, en esta fase de almoneda que vivimos gracias a los terroristas musulmanes, que nuestros representantes exteriores e interiores se enteren un poco de con quién se juegan nuestros duros, un milímetro más allá -por favor- de los premios de urbanidad y palabra culta y de los saraos de las embajadas, donde la ficción ahistórica de las Tres Culturas continúa haciendo estragos. Hasta fingen creer que la vía del apaciguamiento nos puede conducir a algo distinto del envalentonamiento de los islamistas (lo que vale para los etarras vale para ellos en cuanto a mostrar signos de debilidad), puesto que a su lado ya no sólo tienen a Allah, sino también nuestra cobardía (sólo así lo entienden, y tal vez no vayan muy descaminados). Y que no me perdonen los diplomáticos españoles dignos de todo respeto, porque con ellos no va la cosa, sino con los políticos que marcan las directrices. Ya lo ha dicho Cecé -gracias, Jon- , la ministra de cuota correspondiente, al anunciar que éste es el año de Marruecos en España. La cultura española está a salvo; los negocios de algunos, también.
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