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España, ¿un estado laico?

Una pregunta-trampa es aquélla a la que no cabe contestar de modo negativo, aunque se discrepe abiertamente del que la planteó. Sirva como arquetipo la del título. ¿Quién se atreverá a negar que España es un Estado laico? Si lo hiciera, aparecería como trasnochado defensor de un Estado confesional; postura que a buen seguro no suscribe ni él, ni nuestra Constitución, ni la misma Iglesia católica, presunta beneficiaria potencial del invento. Pero si admite que España es un Estado laico, no faltará quien dé por hecho que suscribe la más estricta separación entre el ámbito público y las convicciones religiosas, convencido de que éstas habrían de recluirse pudorosamente en lo íntimo de la conciencia.

Evitar el dilema exige algo tan simple como aclarar de entrada qué se entenderá por «laico»; pues no es lo mismo, según reconocen ya tirios y troyanos, laicidad que laicismo. El laicismo propone una tajante no contaminación entre poderes públicos y convicciones religiosas, dado su no menos firme convencimiento de que éstas invitarían a un dogmatismo incompatible con la tolerancia y tienden, en general, a perturbar agresivamente el esmerado ambiente del casino civil. Y eso de la laicidad ¿qué es?

Quizá no venga mal que sea nuestra propia Constitución, con sus veinticinco abriles bien cumplidos, la que nos dé alguna pista. Su artículo 16.3 no tiene desperdicio. Nos dice tres cosas, a cual más clara:

- Ninguna confesión tiene carácter estatal.

- Los poderes públicos han de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española.

- Como consecuencia, mantendrán relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones.

Así de fácil...

El Tribunal Constitucional, al que no ha dejado de intrigar lo de la laicidad, se precipitó un tanto a la hora de jalear tempranamente su descubrimiento de lo que llama «laicidad positiva». Paradójicamente, la acabó formulando en términos negativos: como aconfesionalidad, remitiéndose al primero de los tres elementos señalados. Se ha afirmado en esa línea que el Estado es «naturalmente» laico, aludiendo a una «laicidad por omisión»: la propia de todo Estado, siempre que alguien no se empeñe en revestirlo de pontifical. Más que laicidad positiva, estaríamos hablando, en términos informáticos, de laicidad por defecto.

Si probamos a situarnos en el segundo elemento la cuestión cambia. Los laicistas pondrán el grito en el cielo (con perdón...); porque para ellos, e incluso para alguno que otro que se precia de no serlo, un Estado laico no sólo debe mantener un casto alejamiento de cualquier maridaje eclesial, sino que ha guardar también rotunda distancia respecto a la sociedad misma. Esta, siempre con el refajo lleno de Dios sabe qué convicciones, puede acabar echándole religiosos tejos, produciendo una embarazosa «confesionalidad sociológica». Como soy un entusiasta de la libertad de pensamiento y expresión, tal punto de vista me parece muy legítimo. Lo que no acabo de entender es que se lo predique como si se tratara de un mandato constitucional; para cualquiera que, habiéndose beneficiado de la libertad de enseñanza, sepa leer, resulta claro que la Constitución dice precisamente lo contrario. En eso, y no en su mera aconfesionalidad, radica la «positiva» laicidad de nuestro Estado.

¿Por qué consiste la laicidad en tener en cuenta a la gente? En más de una lengua «laico» se empareja con «profano», y esta voz nos remite a su vez al «no especialista»: a quien posee un conocimiento inmediato y no particularmente refinado de una cuestión. También en términos eclesiales el laico es el ciudadano de a pie, mientras el clérigo va de especialista. Lo curioso es que en el ámbito civil se acaba incurriendo en un clericalismo paralelo, cuando los especialistas insisten en que quien tiene que ser laico es el Estado, por su modo de (no) relacionarse con las Iglesias, de acuerdo con el novedoso principio del confesionalismo laicista: «cuius regio, eius non-religio» (con perdón). Laicidad positiva será, por el contrario, la que invita a nuestros poderes públicos, no sólo a dejar a los laicos que suscriban las creencias religiosas que mejor le parezcan y las proyecten a su alrededor, sino que se comprometen además a tenerlas en cuenta.

¿Cómo podrán los poderes públicos tener en cuenta las creencias del personal, siendo la neutralidad una exigencia elemental de todo Estado laico? De nuevo hay que evitar enredarse con la multivocidad de los términos. La laicidad exige neutralidad de intenciones: el Estado será «neutral», en la medida en que no adopte decisiones directamente encaminadas a potenciar o privilegiar a una confesión religiosa, yendo más allá de lo que las creencias de sus ciudadanos demanden. Pero esa misma laicidad descarta que la actividad de los poderes públicos sea «neutra»: no habrá de garantizar una neutralidad de efectos, aquilatando si una u otra medida podrá repercutir más o menos sobre ciudadanos de una u otra confesión. Resulta obvio, por lo ya leído, que si han de tener en cuenta sus creencias es precisamente para cooperar a su libre ejercicio, y no para poner exquisito cuidado en ignorarlas.

Nuestro modelo constitucional, como toda solución jurídica, implica una peculiar dosificación de libertad e igualdad. La laicidad positiva opta por dar primacía a la libertad, sin más límite que el veto a toda discriminación individualizada por razón de religión. El laicismo propone, por el contrario, una sobredosis de igualdad, atento fundamentalmente a garantizar la paridad de resultados entre los colectivos confesionales. De ahí que la mención expresa de la Iglesia católica pretenda convertirla en punto de referencia igualitario para cualquier otra confesión. Dado que las registradas rondan el millar, la receta se convierte en argumento «ad absurdum»: demos a la Iglesia católica sólo lo que podamos dar a todas las demás; o sea, nada.

Lo que no deja de ser curioso es que, siendo este nuestro marco constitucional, avance imparable entre los católicos un curioso «laicismo autoasumido», que lleva a posturas poco inteligibles. No ha sido ningún malvado laicista quien ha sugerido, no hace mucho, que siendo la compostelana Ofrenda al Apóstol un «acto de Estado», el señor Arzobispo debería haber respetado tal dimensión «institucional» y no aprovechar la ocasión para colocar una homilia en plena catedral (qué cosas...), hablando para mayor inri de un tema tan poco litúrgico como la posible coyunda matrimonial entre homosexuales. Curiosa manera de «cooperar» con su confesión: ir a su templo a chupar cámara e imponerle además una mordaza. Puro clericalismo civil. Lo dicho, laicos no parecen sobrar...

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última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=4138 el 2006-05-17 17:10:24