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Benedicto XVI y el Diluvio
Lo que seguramente hay que decir del nuevo Papa, al margen de la valoración de una personalidad intelectualmente tan vigorosa, y de los específicos problemas de Iglesia, tanto interiores como en relación con el mundo, es el extraño modo de su recepción en ámbitos que se declaran marginales o adversos a la presencia misma del cristianismo en la historia, a menos, claro está, que fuera disuelto en modernidad y controlado por su parte. Y lo cierto es que desde Hegel no se ha pensado en otra cosa, tampoco es que sea una novedad. Pero sólo entonces se entiende que, según un tal esquema mental, pueda verse en el nuevo Pontífice un obstáculo mayor, porque hay que añadir enseguida que la personalidad del cardenal Josef Ratzinger ya había sido así juzgada y condenada, desde esas instancias y categorías ideológico-políticas, convertidas en gnoseológicas y valorativas, que es la triste y abominable herencia de los totalitarismos de nuestro tiempo. Y todo esto por el simple hecho de que el nuevo Papa, que ha tomado el nombre de Benedicto XVI, ha sido, durante el Pontificado de Juan Pablo II, prefecto de la Congregación de la Fe, lo que es decir que ha desempeñado, para la Iglesia universal, algo así como la función de los ojos, los oídos y la mano del Pontífice, para el cumplimiento de su deber de obispo, implícita hasta en su mismo nombre griego; es decir, vigilante o cuidador de la pureza de expresión de esa fe.
Pero lo que hay que añadir, luego, es que en el caso del obispo de Roma o del Papado, éste ha tenido desde antiguo una dimensión política y cultural, a veces incluso hegemónica y siempre muy importante, y que, luego de superados los tiempos de las disputas religiosas, y las nacidas de los conflictos de su poder temporal, al fin le ha constituido en una autoridad moral de primer orden que le ha concitado el respeto universal. Aunque, ciertamente, por ser así las cosas precisamente, no podía dejar de convertirse en centro de contradicción de toda clase de levellers o niveladores, que es decir de todos los odiadores de la autoridad, y, por lo tanto, con una extraordinaria pasión de servidumbre. Y, en nuestro tiempo, son estos niveladores los que gobiernan la industria cultural y la agit-prop, según la regla de que toda realidad debe ser juzgada ideológicamente. De manera que el cardenal Josef Ratzinger ya estaba clasificado, a tenor de ella y del sentido de la historia de corriente alterna hegeliana, y había sido condenado. Y ya se le había otorgado la condición de opositor a la corriente de los tiempos, como si la entidad misma de lo que es la Iglesia, su entitativa singularidad - como la del cristianismo de cualquier denominación, por lo demás- no fuera el no poder inclinarse ante ningún ídolo, y, por lo tanto, tampoco ante los idola de los tiempos, incluso si muchos cristianos pueden sentirse seducidos por ellos.
El drama del Vaticano II consistió, sin duda, en que fue recepcionado en ciertos ámbitos con un aire de revolución cultural o revelación alternativa; pero no es tan comprensible que pueda llegarse a pensar, entonces, que un Papa que no fuera Benedicto XVI aceptaría el relativismo filosófico y la anomia moral, la ingerencia estatal en las conciencias o el aborto y la eutanasia. ¿O es que acaso va de suyo que, cualquier ser pensante, simplemente consciente de la herencia cultural del pasado y de la santidad de la inteligencia, se preste sin más a la disolución del mal, que es uno de los quicios de la modernidad?
Pero, como toda realidad debe ser política, y hace ya mucho tiempo que nos nutrimos de platos así pre-cocinados, y salpimentados con el odio al tiempo de los padres, se entiende la pretensión de que la Iglesia debe transitar por idéntico camino. Y se desconoce o burla el hecho de que el reloj de sol de ésta, tempus fugit, crux stat dum volvitur orbis -el tiempo huye y la cruz sigue en pie mientras el mundo se desquicia-, nunca medirá, ni puede hacerlo, el tiempo del mundo. El tiempo cristiano sabe, además, que puede ser interrumpido de súbito y no sueña; mientras el mundo cree disponer interminablemente de los siglos para conformarlos, sacrificando siempre al hombre del presente.
Sólo así ha sido posible tratar de convencer, ahora, a las gentes de que en una elección de Papa podía esperarse que se diera la acomodación a nuevos tiempos mundanos, y por lo tanto, entonces, a la Revolución Francesa, al golpe de Estado bolchevique, a la sacralidad de la sangre, o la modernidad neo-darwinista, sin ninguna fábula antropológica, y, menos, la cristiana. ¿Quizás hasta se ha soñado en un Papa de un elegante agnosticismo que hasta podríamos llamar místico, porque todas las cuestiones, como de la muerte diría Paul Le Man, serían meros equívocos semióticos?
Un historiador sabe muy bien, sin embargo, que, en último término, éstas son cosas que se dicen, y que siempre se han dicho. En la historia de una institución de dos mil años ha ocurrido de todo, y éstos que a nosotros nos parecen tremendos o locos oráculos y enormes tormentas, incluso si pueden ser devastadores, y lo son, a la luz de esa candela de la historia cristiana -crux stat dum volvitur orbis- resultan simplemente esperanzas difíciles y tiempos recios. Pero quizás también tiempos irónicos.
Ante el despliegue mundial de las comunicaciones, tanto con ocasión de la muerte de Juan Pablo II como de la proclamación del nuevo Papa, pensamos inevitablemente, por ejemplo, en Victor Hugo que, señalando, primero, las torres de Nôtre Dame de París, y luego un periódico, decía: Ésto matará a aquello. Kierkegaard fue más circunspecto y sólo nos previno de que sólo se arrasaría la cultura humana si se servía a la multitud en vez de al yo de cada cual, que es el que vuelve a estar ahora en cuestión, porque en el fondo de los aconteceres de este tiempo, en el que todavía el Estado ideologizado pretende invadir totalitariamente la vida de los individuos, y hasta la fina punta del alma de ellos, el derecho del señor Papa, como se decía en la Edad Media, está ahí como protesta y baluarte.
La condición de teólogo y hombre de saber del nuevo Papa, por otro lado, subraya de manera enfática no sólo aquella dignidad y santidad de la inteligencia de la que hablaba más arriba, o la honorabilidad cultural de la Iglesia, que es una de las razones del odio hacia ella, sino también el recuerdo verdaderamente sólido de que el cristianismo ha hecho culturalmente a Europa entera, y ésta queda sin sustancia cultural y política de alguna entidad, si prescinde de él. Y hasta en la sonoridad histórica del nombre del nuevo Papa, un Benedicto, resuenan los ecos de esta lucha de los hombres por ser ellos mismos, cada cual siendo cada cual, y cada uno cada uno, y vaya la historia por donde guste. Porque son los hombres, uno a uno, los que importan, y el Diluvio Universal puede inventarse, que decía Max Frisch. Porque se cobrará despojos, pero pasa.
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