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Adoptados obligadamente
Adoptar: «Recibir, haciéndolos propios, pareceres, métodos, doctrinas, ideologías, modas, etc., que han sido creados por otras personas o comunidades»; «Adquirir, recibir una configuración determinada». El siempre sugerente Diccionario de la Real Academia ofrece, en las acepciones segunda y cuarta del término «adoptar», de tan notoria actualidad, motivos de reflexión.
El debate debía haber girado en torno a un aspecto decisivo prácticamente olvidado, otro relativamente secundario que monopolizó el escenario y un tercero que acabó convirtiéndose con muy poca coherencia en clave política de la polémica. Los políticos se ven obligados a decidir y es difícil hacerlo congruentemente si, como es frecuente, no se ha reflexionado primero. Procedamos a la autopsia de los tres elementos apuntados: tener o no derecho a -contraer matrimonio- y poder adoptar. Cuando desaparecen los guiones y los tres problemas se presentan como si fueran sólo uno, nos vemos condenados a confundirlo todo.
Se esfumó, de salida, el «tener derecho a» y todo se centró en el «contraer matrimonio». Se denunciaba la obvia desigualdad entre quienes desean contraer matrimonio y quienes prefieren que a otro tipo de relación sexual se la considere, denomine y trate como tal. La palabra «discriminación» salió de inmediato a relucir, como si toda desigualdad abocara a ella. El Tribunal Constitucional ha dejado muy claro lo contrario: el ordenamiento jurídico está lleno de tratos desiguales, obligados acompañantes de la libertad; de ellos sólo se considerarán discriminatorios los que se muestren faltos de «fundamento objetivo y razonable». Por ejemplo, el propio Tribunal ha entendido que negar pensión de viudedad al superviviente de una pareja de hecho y reconocerla al de un matrimonio no implica discriminación alguna. Curiosamente lo que no era discriminatorio para una pareja de hecho heterosexual se da por supuesto que sí lo es si la pareja de hecho es homosexual; incoherencia ayuna de todo fundamento objetivo y razonable... En todo caso, como todo el mundo se mostraba dispuesto a reconocer el «tener derecho a» lo que hiciera falta, a condición de que se dejara al matrimonio en paz, todo parecía acabar consistiendo en una bizantina contienda terminológica. El resultado final será, sin embargo que, si el propio Tribunal no lo remedia, el matrimonio civil acabará quedando hecho unos zorros.
Podrá pensarse que el «tener», o no, «derecho a» era al fin y al cabo una irrelevante consecuencia de lo anterior: si no se excluye un presunto matrimonio homosexual, habrá derecho a contraerlo. La cuestión no es tan simple. El propio Tribunal recordó a los terroristas del GRAPO en huelga de hambre que el ordenamiento jurídico, aunque no excluyera la posibilidad de que ellos renunciaran a comer hasta morir, no les reconocía el derecho a la muerte que ellos pretendían esgrimir. Una cosa es que una conducta no esté prohibida y suponga por tanto un actuar lícito («agere licere»); otra, muy distinta, considerarla tan digna de reconocimiento como para convertirla en justo título capaz de fundamentar un derecho.
Se ha convertido en lugar común afirmar que con la despenalización del aborto lo que hasta entonces era un delito se había transformado en un derecho. Entre nosotros, formalmente, no ha ocurrido así. Nuestro ordenamiento no ha reconocido derecho alguno a abortar, sino que se ha limitado a privar de sanción penal a algunos supuestos de una conducta siempre antijurídica. Puede argüirse que en la práctica da igual; no lo es en modo alguno, como veremos más abajo.
En el fondo, al olvidarse en el debate el «tener derecho a», cuando se nos pretendía señalar alguna peculiaridad de la luna, nos hemos limitado a analizar detenidamente la huella digital del dedo indicador. Casarse se van a casar unos cuantos o cuantas, que pronto disfrutarán de su derecho al divorcio-exprés. Para empezar, ya se va a modificar de nuevo el Código: el «lobby gay», con las prisas, no nos ha preparado aún suficientemente para asimilar matrimonios homosexuales con jovencitos de catorce años: clara discriminación ésta de imaginar que casarse por lo homosexual exige más madurez que seguir el ahora llamado modelo convencional, sin duda menos imaginativo.
La frontera entre tolerancia y reconocimiento de derechos ha desaparecido. Algunos parecen empeñados en que la tolerancia muera de éxito: pretenden que el no va más de la tolerancia consista en reconocer a todo el mundo cuantos derechos pueda inventar. Uno de los líderes del minoritario «lobby» me definió en el Congreso de los Diputados su «tener derecho a» de esta guisa: tener un deseo y lograr un consenso social al respecto. En realidad, se diga con el talante que se diga, no ha habido tal consenso, ya que éste implica un análisis racional. Por no haber, no ha habido ni siquiera tolerancia sino una mera indiferencia generalizada: allá se las apañen, por mí como si se van de excursión...
El problema radica en que sólo cabe tolerar aquello que se considera rechazable; sólo puede hacerlo quien se considera afectado por ello (lo que marca la frontera entre tolerancia e indiferencia); y respetando siempre el límite de lo intolerable. Hace tiempo que -a diferencia de lo que sorprendentemente ocurre aún en más de un Estado democrático- las conductas homosexuales dejaron ser consideradas entre nosotros tan intolerables como para ser tratadas como delictivas. Pero de ahí a convertirlas en justo título capaz de fundar un derecho media un abismo. Sus consecuencias comienzan ya a vislumbrarse.
Le toca por último el turno a la «adopción». No ha faltado quien transija con el matrimonio homosexual pero poniendo el grito en el cielo ante la posibilidad de que tales parejas adopten; curiosa actitud. Si la conducta homosexual no es algo rechazable aunque tolerado, sino algo tan bueno como para fundar un derecho, no es fácil imaginar qué daño puede derivarse para un niño de contemplar en banco de pista tan edificante ejemplo. Por una vez, coincido con el «lobby».
En todo caso, se nos dirá, a nadie «se le va a obligar» a casarse por lo homosexual, como al parecer pretenden sugerir los que sólo aspirarían a «imponer sus convicciones» a los demás; lo homosexual, por lo visto, no es problema de convicciones... En realidad queda fuera de discusión que todos los niños de España —y no sólo los capaces de encariñar a una pareja homosexual- van a verse con motivo de esta reforma legal abocados obligadamente a experimentar la «adopción». Recibirán, «haciéndolos propios, pareceres, métodos, doctrinas, ideologías, modas, etc., que han sido creados por otras personas o comunidades». Promover un derecho (a diferencia de hacer apología del delito o de algo meramente tolerado) será virtud y no vicio escolar. El sector educativo del «lobby» ya reparte por los centros su catecismo en Castilla La Mancha exhibiendo como aval el logotipo de la Junta. Los que dijeron aquello de «allá ellos, ahí me las den todas» se van a enterar, un poco tarde, de que reconocer un derecho es algo bastante más relevante que disponerse de modo oportunista a mostrarse buena gente.
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