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Un servicio muy público

Algunas de las cosas que se vienen oyendo en las últimas semanas sobre educación y religión recuerdan aquella frase con la que el famoso yanqui de Mark Twain describía, irónicamente, al ficticio Rey Arturo: «Tenía una lengua tan suelta, un ánimo tan bien dispuesto, y una información tan equivocada». Hay, además, una polarización de actitudes que no es un buen síntoma. A menudo se intenta despachar al interlocutor -al «enemigo»- con una vehemencia sospechosamente excesiva. Y, sobre todo, se tiene la impresión de que se han perdido los puntos de referencia esenciales. Son tres los grandes temas que es preciso abordar, del modo más desapasionado posible.

Del primero de ellos, la enseñanza de la Religión en los colegios públicos, ya se han dicho demasiadas cosas, y no siempre acertadas. Casi nadie discute -salvo unos residuales fundamentalistas de la «no-religión»- que los centros ofrezcan la posibilidad de estudiar religión católica a aquellos alumnos que voluntariamente deseen recibirla. La mayor fuente de problemas es que, según los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede, esa enseñanza ha de impartirse «en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales». El Episcopado está, desde luego, en su derecho de exigir una interpretación estricta de esa cláusula. Aunque no debería ignorar que muchos ciudadanos -incluidos bastantes católicos- no comparten que sea lo más adecuado, y que ha sido abundante causa de innecesarias tensiones entre jerarquía eclesiástica y poderes públicos.

El Gobierno, piense lo que piense, se encuentra vinculado por la norma concordataria, que es derecho del Estado español: la rule of law -el sometimiento del Ejecutivo a la ley- también se aplica aquí. Y no debería olvidar dos hechos. Por un lado, que la gran mayoría de los padres elige en los colegios públicos educación católica para sus hijos (más del 72 por ciento en el curso pasado; la cifra se aproxima al 100 por cien en los centros católicos). Por otro lado, que a un Estado religiosamente neutral le interesa apoyar la enseñanza religiosa, sobre todo en su dimensión ética. Ser un buen ciudadano exige una elevada dosis de virtudes cívicas. Y éstas se basan en valores morales comúnmente compartidos en Occidente, de matriz judeo-cristiana y posteriormente secularizados: es decir, asumidos como propios por la sociedad civil. Sorprende que Gobierno y Episcopado no sean capaces de ponerse de acuerdo en un tema de interés mutuo.

Quizá parte de la solución pase por lograr un acuerdo en el segundo gran tema: la financiación pública de los centros privados, que para algunos obedecería a una graciosa concesión del Estado. A veces se olvida que la concepción contemporánea de la enseñanza como interés público no significa que su gestión corresponda sólo al Estado. Lo que al Estado compete es garantizar que la enseñanza se imparta en las debidas condiciones de calidad y que sea accesible a todos, como ocurre con la salud o el transporte público. No hay enseñanzas de primera o segunda categoría dependiendo de quien presta el servicio. Que un servicio sea público significa que la sociedad lo necesita, no que el Estado lo acapara.

Lo único que el Estado puede monopolizar es aquello que se refiere directamente al ejercicio de los tres poderes. Si un grupo de ciudadanos emprende la tarea de crear y administrar centros de enseñanza, el Estado debería agradecer ese alivio de su ya pesada carga, en lugar de poner obstáculos.

Sobre esa base, no es fácil entender la disparidad de criterios aplicados para la financiación de centros públicos y privados concertados (una proporción de dos a uno en gasto por alumno). Sorprende que a los colegios privados subvencionados se les prohíba exigir cuotas extraordinarias a los padres, al tiempo que se igualan las retribuciones del profesorado. Esto resultaría razonable si la financiación estatal se diera en igualdad de condiciones con la escuela pública. En caso contrario, no es sino un perverso mecanismo de estrangulamiento, tanto más paradójico cuanto que una gran parte de los ciudadanos, si puede, opta por los colegios privados. La competitividad entre educación pública y privada puede resultar positiva para estimular la calidad, pero siempre que se evite la competencia desleal.

En fin, el tercer tema es la proyectada introducción de una asignatura llamada «Educación para la Ciudadanía». De ella se ha dicho que constituirá una vía para el adoctrinamiento del alumnado en las ideas del partido en el Gobierno. No creo que esto haya de producirse necesariamente y, además, esa posibilidad ha sido condenada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen, 1976). Es más, puede ser un interesante modo de poner en práctica las recomendaciones del Consejo de Europa sobre la inclusión de la educación para la tolerancia -también la religiosa- en los currículos escolares. Para ello habría que comenzar por consensuar sus contenidos con las principales fuerzas sociales y políticas. Las simpatías personales, o el rigorismo ideológico, han de quedar al margen en un tema tan crucial como la educación. No se puede prescindir de los representantes de un partido que apoya el 37,6 por ciento de los votantes, ni de los representantes de una religión que declaran profesar más del 80 por ciento de los españoles y que inspira los colegios donde estudian un tercio de los alumnos de la enseñanza preuniversitaria en España.

Hay quienes parecen estar empeñados en defender a ultranza sus intereses -legítimos o menos- y no tanto en mejorar la calidad de la enseñanza en España, que era el principal propósito que impulsó a muchas organizaciones a echarse a la calle en la gran manifestación del pasado 12 de noviembre. Éste debería ser el interés prioritario para todos, por encima de adhesiones ideológicas. Nos jugamos mucho. Me refiero a una mejora real, no sólo a generar una imagen mediática de mejora, lo cual parece ser una estrategia frecuente en muchos ámbitos. Esto requiere políticas a largo plazo, bien financiadas, de las que no siempre proporcionan réditos electorales. Por eso requieren un amplio consenso entre las principales fuerzas políticas y sociales. En caso contrario, no nos quedará sino adoptar esa actitud que tan bien describía -lo cito de nuevo- Mark Twain: «Nunca he dejado que mi colegio interfiriese en mi educación».

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