» Baúl de autor » José Jiménez Lozano
Los libros como síntoma
Hace ciento cincuenta años, Sören Kierkegaard manejaba como risible hipótesis la de que algún día a los Estados se les ocurriera exigir que hubiera un poeta por cada mil habitantes, y afirmaba que entonces, lógicamente, se acabaría la poesía. Pero el caso es que en nuestras culturas de factura piramidal asiática y denominación de origen, algo así y mucho más es ya una realidad arbitrada por los poderes sociales, políticos y culturales.
En este plano de cosas, ya hay bastante más de un arbitrista cultural por cada mil habitantes, y hasta quizás más de uno por cada diez. Arbitristas se llamaba en el tiempo barroco a sesudos varones que escribían libros sobre las desdichas del mal gobierno, y proponían soluciones para salir de tal estado de cosas y alcanzar la felicidad pública que pintaban como una Arcadia o Utopía en una prosa muy reluciente.
Las soluciones de los arbitristas eran a veces tan complicadas como los inventos del TBO, pero otras tan simples que parecía mentira que no se le hubieran ocurrido a nadie, y que no se hubiesen aplicado desde el principio del mundo. Pongamos por caso esa idea de un poeta por cada mil personas, o el de una persona un lector, como un hombre un voto, que sería fuente de tantas virtudes como el ajo. Una cultura, ya invadida por la política y reducida a desecho, puede funcionar perfectamente a tenor de algunas convicciones dogmáticas algo exageradas, como la de que todos podemos pensar, expresar o leer lo que queramos, sin tener en cuenta que pensamos, expresamos, y leemos inevitablemente sólo lo que podemos; o la de que leer sería algo así como espulgar lentejas, y lo mismo daría leer una cosa que otra, ya que el acto de leer, un acto mistérico, sería lo importante. Esto es, que lo mismo daría Julio César que Julián Cerezas, como comentaba don Antonio Machado, creyendo que hacía una hipótesis tan risible como la kierkegaardiana sobre los poetas. Pero ¡cuán tímidas hipótesis hicieron, realmente!
Porque ahora arbitrado queda que todo habitante del globo terráqueo debe ser un lector, y leer cualquier cosa, ya que todas las producciones culturales son iguales, y deben ser tenidas a un mismo nivel, porque no podríamos hacer odiosas distinciones, y menos para la excelencia, en una sociedad avanzada y moderna, de dejos derridianos, en la que hasta las costuras de un vestido deben aparecer de algún modo al exterior, porque sería discriminatorio que no se viesen en la hechura ya acabada. ¿Es que los chicos van a tener que estudiar siempre las mismas listas de Reyes de España, sin tener en cuenta a otros?, preguntaba, airado por tal desigualdad, un cierto consejero cultural de una alta entidad pública.
El caso es leer cualquier cosa porque tanto da, y quizás porque leer por leer sería nueva virtud cívica, o una especie de avezamiento de las gentes para que puedan pasar las lentejas con que se les va a nutrir. Porque desgraciadamente, como decía Aldous Huxley, es en lo que ha desembocado aquel admirable sueño de la Ilustración sobre la enseñanza universal, que luego se manipuló y quedó convertido en el instrumento más eficaz del dominio del Estado, ha servido para la militarización de las masas, y ha expuesto a millares de personas a la influencia facilísima de la mentira organizada, y a la seducción de distracciones continuas, imbéciles, y degradantes. O, para la producción de semi-letrados que diría Teresa de Ávila, muy autosatisfechos, y desde luego carne de arbitristas; porque ¿qué podría leer tanto lector sino arbitrismos, y para hacerse un feliz arbitrado?
Pero, por fin, todo está cambiando. Se mire por donde se mire, el hecho es que estas continuas campañas a favor de la lectura o de celebraciones en honor de los libros ofrecen, por un lado, la sensación de que nos encontramos ante verdaderos desastres naturales, y se lanza un angustioso SOS; y, por el otro, la sensación de que esta sociedad nuestra es una extraña tribu que ofrece un culto mistérico a los libros, a la vez que a enigmáticos totems de hierro o de piedra que se sitúan en parques y plazas o avenidas de ciudades y pueblos. Algo innombrable ocurre, para que estos totems y esas campañas y celebraciones de los libros se prodiguen tanto.
En el pasado, quienes no tenían la posibilidad de leer se sentían apesadumbrados por no poder saber lo que decían los libros; y no digamos nada de lo que estaban dispuestos a pagar por un libro tanto los ricos como los pobres, en el oscuro medioevo y bastante tiempo después.
Eran tiempos tan extraños aquéllos de las tinieblas medievales y los que siguieron siendo premodernos que los libros estaban atados con cadenas, o, si se encontraba el libro que uno andaba buscando en una feria, se decidía vender para comprarlo, la mula misma en la que hasta allí se había viajado. No sólo fue a Boccaccio al que le pasaban estas aventuras. Y es ahora cuando una total indiferencia e inapetencia de los libros obliga, seguramente, a hacer esas campañas para suscitar el apetito de leerlos, como el médico receta algo para abrir el apetito de comer. O se utilizan argumentos de importancia social para prestigiar a los libros como mercancía distinguida, como se hacía hace unos cuantos años cuando se hablaba de la elegancia social del regalo, refiriéndose a los libros, para que se regalasen en competencia o incluso preferencia, pongamos por caso, a una cubertería de plata, que es lo que se venía a decir poco más o menos. Pero se ve que no cuajó el asunto, como cuajaban las cosas, cuando el muy sentimental señor Amado Nervo decía en un poema sobre Kempis: ¡Oh, Kempis, Kempis, asceta yermo /pálido asceta, qué mal hiciste! /Ha muchos años que estoy enfermo, /y es por el libro que tú escribiste. Y, desde luego, atinaba en el quid del asunto, porque eso será siempre un libro: un hachazo en la cabeza, que decía Kafka; o una estancia en el Edén. O nada.
Pero luego vinieron gentes más evolucionadas, y llamaron letraheridos a quienes así se tomaban en serio los libros serios, como si hubiera algo serio en el mundo y algo significara algo, a excepción del cuarto de hora de gloria del que habla el señor Warhol; que hace que entonces se entienden un poco mejor las campañas y ceremonias librescas, y otros muchos culturalismos.
Pero seguramente esa inapetencia general básica de lectura es sólo un síntoma, y no exactamente de inapetencia, sino de decidida voluntad de no leer y de ser orgullosamente iletrados. Es la enfermedad mortal de destrucción de la cultura la que ahí está; y es el fino olfato de las gentes, especialmente jóvenes, que se percatan de ella, y, sin haber leído ningún libro, ya tienen en sus labios la ceniza del triste verso de Mallarmé: He leído todos los libros /y la carne es triste. ¿Qué sería, entonces, de nosotros sin los cabildeos de las campañas, ceremonias, y estadísticas librescas?
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