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«El Código da Vinci»: ¿ficción o realidad?
¿Tendremos que agradecerle a Dan Brown el habernos revelado los verdaderos orígenes del cristianismo y las claves para desenmascarar las mentiras sobre las que la Iglesia católica ha construido su posición de poder? Es la pregunta que suscita en muchos la lectura de su novela, El código da Vinci, y que provocará en muchos más su versión cinematográfica.
La versión de Dan Brown sobre los orígenes del cristianismo se expone ampliamente hacia la mitad del libro, cuando los protagonistas del relato, el profesor Robert Langdom y la criptóloga Sophie Neveu, se encuentran con sir Leigh Teabing, un noble inglés a quien se presenta como personaje ilustrado. A lo largo de casi diez capítulos estos tres personajes mantienen una larga conversación en la que se descubren las causas de la muerte del renombrado restaurador del Louvre, Jacques Sauniére, y de la trama que la ha provocado.
El cristianismo, según Brown, fue una construcción del emperador Constantino, que vio en la naciente religión un instrumento ideal para consolidar su poder. Fue él quien consiguió que Jesús fuera reconocido como Dios en el concilio de Nicea a comienzos del siglo cuarto. Antes de él, Jesús era considerado un hombre grande y poderoso, pero sólo un hombre. Constantino, y la Iglesia después de él, ocultaron cuanto pudieron esta condición humana de Jesús. Ocultaron, sobre todo, su relación con María Magdalena, que dio lugar a una estirpe regia. Para enterrar de forma efectiva la memoria de este Jesús humano, Constantino y la Iglesia realizaron una escrupulosa selección de las memorias sobre Jesús, los Evangelios, conservando sólo aquéllos que reconocían su divinidad y desechando los que le consideraban simplemente humano.
Esta reconstrucción de los orígenes del cristianismo combina hábilmente el dato histórico del llamado «giro constantiniano» con otra serie de afirmaciones carentes de todo fundamento histórico, que se cobijan bajo su sombra. Nadie puede negar que el reconocimiento del cristianismo por parte de Constantino supuso un notable impulso para su implantación en el Imperio Romano, pero decir que el cristianismo fue una invención suya, afirmando que Jesús estuvo casado con María Magdalena, que su divinidad fue reconocida sólo en el siglo IV y que la selección de los cuatro Evangelios canónicos fue un hecho totalmente arbitrario es algo muy distinto.
El lector avisado sabe que estas afirmaciones forman parte de la ficción de la novela, pero, dado que muchos las han tomado al pie de la letra, no es ocioso preguntarse por qué se ha producido esta asombrosa metamorfosis. Ciertamente no puede explicarse del todo por la habilidad literaria del autor, ni por su erudición, que, al menos en lo que se refiere al cristianismo antiguo, deja mucho que desear. Tampoco puede explicarse sólo por la extendida ignorancia acerca de estos temas, ciertamente complejos y por ello fácilmente manipulables. Estos dos factores son una buena combinación que explica parte del éxito de la novela y la transformación a que ha dado lugar. Pero no son el factor determinante. El factor determinante es, a mi modo de ver, que Dan Brown ha presentado, en el momento adecuado y a través de un formato fácilmente accesible, una reconstrucción del pasado que redefine el papel de la religión mayoritaria de Occidente. Probablemente no ha sido ésta su intención, pero la forma en que ha sido recibida su novela ha producido este efecto. Lo más relevante de todo este fenómeno no es la novela en sí, sino su «recepción».
El hecho de que la reconstrucción de los orígenes del cristianismo realizada por Dan Brown de forma tosca en el marco de un relato de ficción se haya convertido para muchos en una interpretación autorizada del surgimiento de la religión mayoritaria de Occidente es muy significativo. Es obvio que han sido las preocupaciones y las circunstancias que viven los lectores las que han obrado esta transformación. Maurice Hallbwachs mostró hace ya más de medio siglo que los grupos construyen y reconstruyen su pasado guiados, en parte, por los intereses y preocupaciones de las situaciones que viven en el presente. La recuperación del pasado no es nunca inocente, porque un grupo o una sociedad son, en gran medida, aquello que recuerdan acerca de sí mismos, y por ello la memoria social es un elemento determinante de la identidad social.
La redefinición de los orígenes del cristianismo propuesta por Dan Brown en su novela tiene el efecto de borrar uno de los elementos que configuran la identidad colectiva de las sociedades occidentales. Si el cristianismo fue una invención, entonces podemos prescindir de él a la hora de construir nuestra identidad como sociedad emancipada de toda tutela. En este sentido, la recepción de El código da Vinci es un fenómeno social paralelo al debate suscitado en torno a la mención de las raíces cristianas de Europa en la Constitución Europea. El Occidente postcristiano quiere borrar de su memoria compartida sus orígenes cristianos y la mejor manera de hacerlo consiste en estigmatizarlos.
Lo que revela la recepción de este libro, lo mismo que la acogida que suele dispensarse a otras publicaciones pretendidamente científicas que tratan sobre sociedades ocultas, secretos escondidos o perversas tramas eclesiásticas, es una reacción adversa frente a la religión institucionalizada, que en Occidente se identifica con la Iglesia católica y, sobre todo, con el Vaticano.
Es admirable la facilidad con que se pueden difundir y aceptar interpretaciones carentes de todo rigor histórico sobre las raíces de nuestra identidad compartida. De hecho, lo más relevante del fenómeno «da Vinci» no es haber propuesto una de estas interpretaciones, sino que el intento haya logrado, en muchos casos, convertir la ficción en realidad.
Santiago Guijarro Oporto es profesor de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca
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