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Las claves de «El código da Vinci» (I)
Para alguien como yo, que saca en procesión todos los viernes santos a la Magdalena, le parece evidente cuál es la clave teológica que encierra la historia de «El Código da Vinci»: convertir a Magdalena en la novia y esposa de Cristo, con quien tiene un descendiente que continúa la dinastía de la «diosa femenina»; significa que se diluye la divinidad de Jesucristo y desaparece la trascendencia que supone la resurrección del crucificado. Jesús es tan solo «un maestro y profeta humano».
Por el contrario, para los cuatro evangelistas canónicos, María Magdalena está presente en la muerte y en la resurrección de Cristo. Ella es el testigo humano de ambos acontecimientos, y por lo tanto de la divinidad de su «maestro». A muchos les escandalizó siempre que a la primera persona que se apareció el Dios resucitado fuera a María Magdalena, de quien la tradición dice que era aquélla de la que habían salido siete demonios. Pero es justo, pues ella fue la más valiente, y leal en la primera hora, de entre los discípulos.
De lo que se trata en esta historia es de presentar un cristianismo sin resurrección, una religión sin trascendencia y, en consecuencia, una moral sin heteronomía, donde el bien y el mal lo decide la conciencia autónoma del hombre, que se cree dios; por eso se entiende el éxito que ha logrado, que, sin duda, sintoniza con el pensamiento hegemónico. La vida que propone este tipo de pensamiento necesita ser vivida desesperadamente, apurando la copa de cada momento, como si fuera a durar eternamente, sin preguntarse ni por el comienzo ni por el final. Pero «vana es nuestra fe sin la resurrección», como decía el apóstol Pablo; porque, en tal caso, tendrían razón aquellos filósofos que anunciaron la muerte de Dios. El cristianismo ya no sería una religión de vida y victoriosa: sería una religión de vencidos.
El problema de esta movida es que no se queda en una simple novela frívola, hecha para vender libros. La intención, según el propio autor, es transmitir un determinado pensamiento en materia de religión y una actitud ante la vida. Él dice ser cristiano, pero de un cristianismo sin un Cristo Dios: Jesús es un simple hombre testigo de la religión de la diosa. No es necesario negar el cristianismo, pues, como apuntaba Nieztsche, «hasta ahora el ataque al cristianismo no solamente es tímido, sino mal dirigido. El problema de su verdad es accesorio mientras no se ponga en cuestión el valor de su moral». Sin un Cristo resucitado, la moral cristiana habría sido una moral de muerte, a la que sólo le quedaría un tímido mensaje de caridad y de misericordia. Si el hombre no es capaz de trascendencia y no sale de su conciencia, la realidad carece de valor. La valoración será un acto del hombre, producto de sus instintos, de sus deseos, de su voluntad. Sin un orden trascendente, el alemán tendría razón: «En verdad los hombres se dieron a sí mismos su bien y su mal, no los hallaron, no los escucharon como una voz salida del cielo». Y de esto es de lo que se trata: de darle la vuelta a la tortilla, de trasmutar los viejos valores cristianos por los nuevos valores paganos. De convertir en norma el «reverso tenebroso», en lugar del anverso. De hacer de la moral cristiana, que sirve de guía para lograr la felicidad, un código de represión que hay que desterrar.
Esta nueva religión, con un Dios muerto, había sido anunciada por el maestro Eckhart y por Hegel. Según el oráculo Savater: «Dios venía agonizando de manera más o menos decorosa desde el renacimiento, fue la ilustración la que precipitó fulminantemente su fallecimiento... pero su hueco quedó repleto de sólidas instituciones». Por eso, en esta religión sin trascendencia, donde no hay diferencia entre lo temporal y lo espiritual, es posible cualquier mesianismo histórico. Y, por lo tanto, también la divinización de la política: una nueva religión secular, una nueva ideología fundamentalista, que prometa la salvación en la tierra, en la historia. En fin, instituciones tan sólidas como el comunismo o el nacionalsocialismo.
El nuevo cristianismo sin trascendencia que predica Dan Brown es una nueva versión de la diosa «Gea», del «deus sive natura» de Espinoza; de la divinización del cosmos. Al cabo, un nuevo panteísmo que sacraliza a la naturaleza, a la materia y al yo. Es una religión cuyo mensaje de esperanza se traduce en la muerte como una vuelta armoniosa a la madre naturaleza, de la que el hombre había salido. Es de nuevo el triunfo de la filosofía del absurdo, del sinsentido, de la nada. De la ausencia de finalidad que caracteriza a toda la metafísica moderna, y que tanto desesperó al siglo XX; pues solamente la resurrección da sentido a la vida, al menos en el cristianismo.
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