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Lo de Judas y sus circunstancias
Nuestra civilización convierte todo lo que toca en espectáculo y negocio. Esto sucede con los avances científicos, favoreciendo fraudes bien sonoros, y mucho más con los descubrimientos arqueológicos, a uno de los cuales me voy a referir en este artículo. Viene esto a cuento por la forma en que se ha presentado el descubrimiento del evangelio de Judas y las interpretaciones que se han dado. Le fecha de lanzamiento estaba muy bien elegida. Poco antes de la Semana Santa, para que el eco mediático fuera mayor, al mismo tiempo que se abría una exposición en Washington con gran parte del manuscrito y se vendía a diversas televisiones de todo el mundo un documental con el proceso de descubrimiento, reconstrucción e interpretación del manuscrito.
Vayamos por partes. Parece que se trata de un manuscrito copto del siglo IV que contiene un evangelio de Judas, cuya existencia era conocida por una referencia de San Irineo, a finales del siglo II, lo que indica que el original tenía que ser griego, pero del que no se había encontrado ningún testimonio directo. El equipo que ha trabajado en la restauración y lectura del texto está constituido por expertos de la máxima categoría internacional, que avalan su autenticidad. El contenido descifrado es perfectamente coherente con lo que sabemos del gnosticismo, una interpretación del cristianismo muy extendida en Egipto en el siglo II. Y esto no es poco, porque no han faltado los fraudes en cuestiones de arqueología bíblicas. Me referiré a dos casos recientes y muy espectaculares.
Hace algo más de tres años un anticuario de Jerusalén presentó a bombo y platillo un osario del siglo I con una inscripción que decía «Jacobo hijo de José hermano de Jesús». Inmediatamente se reavivaron las especulaciones sobre quiénes eran esos hermanos. Pero la cosa ha terminado en los tribunales porque se ha demostrado que el osario y la inscripción eran un fraude. Todavía más sonado fue el descubrimiento realizado en 1958 por Morton Smith, investigador norteamericano, realizado en el monasterio de Mar Saba en el desierto de Judea. Ciertamente en estos monasterios, antiquísimos y con una historia apasionante, en los que el sentido del orden y de la limpieza es muy peculiar, puede saltar cualquier sorpresa. Serían mi escenario favorito si los hados me hubiesen concedido dotes de novelista. Se trataba de algo fantástico: de un texto nada menos que del Evangelio de Marcos más antiguo, según Smith, que el canónico, que ha eliminado algunas escenas que podían resultar escabrosas. Este presunto texto marcano estaría inserto en la copia manuscrita de una carta de Clemente de Alejandría, intercalada a su vez en una edición de las Cartas de Ignacio de Antioquia del siglo XVII. Morton Smith presentó unas fotografías del texto, que nadie jamás ha podido ver directamente. Pero lo grande del caso es que reputados investigadores norteamericanos, tenidos por muy críticos, han basado sus estudios sobre Jesús en esta supuesta versión del Evangelio de Marcos. El legajo descubierto en el desierto de Judea se encuentra ahora en la biblioteca del patriarcado ortodoxo de Jerusalén y no hay rastro del supuesto evangelio secreto de Marcos, cuyo carácter fraudulento parece cada vez más claro.
Las vicisitudes de los códices y pergaminos antiguos suelen ser azarosas y combinan la casualidad, la especulación económica, los intentos de esquivar la ley, los intereses confesionales, los afanes científicos y la competitividad profesional. Así pasó con los textos descubiertos en Qumrán, en el desierto de Judea, y en Nag Hammadi, en el desierto de Egipto, ambos a finales de los años cuarenta del siglo pasado. Todos estos ingredientes han acompañado al códice, en el que se ha encontrado el evangelio de Judas con otros textos (Apocalipsis de Santiago, Carta de Pedro a Felipe y Libro de Allogenes), desde su descubrimiento en Egipto hasta su publicación 36 años más tarde.
El descubrimiento del evangelio de Judas tiene un indiscutible valor científico, porque confirma con un testimonio de primera mano el enorme pluralismo del cristianismo primitivo, algo que los investigadores ya sabían. Judas, en el evangelio que lleva su nombre, es un gnóstico, un conocedor de lo que otros ignoran y, por eso, entrega a Jesús, para que pueda ser liberado de su cuerpo mortal que encarcela su divinidad. El gnosticismo profesa un concepto muy negativo de la materia y del cuerpo, de manera que Judas no es el traidor, sino el liberador de la divinidad de Jesús. Pero el desmarque del gnosticismo y la prevalencia de la línea cristiana que hoy encontramos en los evangelios canónicos no fue el resultado de ninguna decisión autoritativa de una instancia de poder -ni de Concilio alguno ni del primado romano, que aún no gozaba de un reconocimiento como tal- sino que se verificó por medio de un proceso, laborioso y conflictivo, de discusión y decisión entre las varias iglesias cristianas existentes. Es decir, se impusieron los escritos en los que en un debate libre y sin cortapisas mejor se reconoció el sentir común de los cristianos de los dos primeros siglos.
Las reacciones ante la aparición del posible texto de Judas reflejan la sensibilidad cultural de nuestro tiempo. En primer lugar, la ignorancia enorme sobre los datos fundantes de nuestra tradición cultural. ¿Cómo se puede decir que el evangelio de Judas obliga a revisar todo lo que se pensaba sobre Jesús? El desmoronamiento de la creencia cristiana va acompañada de un auge espectacular de la credulidad más acrítica. A los primeros cristianos les acusaban de ateos porque socavaban la fe en los cultos públicos de su tiempo. Hoy que la fe cristiana, con frecuencia muy acrítica, se retira, su lugar no pocas veces es ocupado por supersticiones laicas o credulidades ridículas. En los medios de comunicación no hay prácticamente programas religiosos serios ni confesionales ni laicos, pero proliferan los esoterismos y las ciencias ocultas, casi siempre verdaderos atentados contra la razón y malos sucedáneo de la fe religiosa.
Las reacciones ante el descubrimiento del evangelio del que estamos hablando pusieron de relieve también la desconfianza ante la Iglesia católica, que todas las encuestas ponen de manifiesto. Hay una predisposición a admitir que el cristianismo transmitido por la Iglesia ha ocultado cosas muy importantes y que la historia se ha deformado, no en detalles menores, sino en los fundamentos mismos en que se basa la propia institución eclesiástica. La ignorancia desconfiada es mala consejera. La Iglesia puede considerarse maltratada por la opinión pública, pero sería suicida si desconociese los datos y no los afrontase con una actitud de transparencia y de ejercicio crítico. Para transmitir una tradición hay que ganarse la credibilidad. El reto es la presentación crítica de la fe cristiana, introducir el rigor histórico en el estudio mismo de los venerados orígenes de la propia tradición, evitando tanto el fundamentalismo que entiende por tradición su visión mítica como las fabulaciones fantasiosas, actitudes en boga en nuestro tiempo, que parecen combatirse, pero, en el fondo, se retroalimentan. Temo que la Iglesia en España no valora, y a veces desacredita, a quienes se embarcan en esta tarea. Uno de los peores errores de una institución es no distinguir los verdaderos aliados de los aduladores, de los adocenados y de los arribistas.
W. Stegemann, uno de los máximos expertos en estas cuestiones y con cuya amistad me honro, suele decir que Europa padece el síndrome de la lechuza, un ave que remonta el vuelo cuando anochece y caen las tinieblas. Cuando parece que el cristianismo está en su ocaso en Europa y se oculta por el horizonte, es el momento en que brota una nostalgia intelectual por conocerlo antes de que desaparezca del todo, y puede sobrevalorarse cualquier indicio, como los hijos se encariñan con un pequeño recuerdo, quizá sin valor, del padre difunto, y se busca en un manuscrito copto del siglo IV unas señas de identidad que se han perdido, pero que quedan como el dolor del fantasma, que es el peor de todos, el dejado por el miembro desgajado del cuerpo y cuya ausencia nada es capaz de sustituir.
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