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Crucifijo en la escuela

Ha saltado la noticia de que en el colegio San Juan de la Cruz de Baeza se ha ordenado, por parte de la autoridad académica, la retirada de los crucifijos que existían en las aulas, a resultas de la denuncia de uno o varios padres -según qué fuentes-. En la circular distribuida en el centro sorprende que se plantee la retirada como una obligación -algunos añaden que legal- cuando se trata de una decisión puramente discrecional. Ignoro de qué modo se viene a justificar, o si el tono conminativo sustituye las motivaciones. No hay ley en España que exija retirar un crucifijo, ni siquiera de un centro educativo público. Veamos cuáles son las disposiciones que están en juego en este caso.

En primer lugar, el artículo 16.3 de la Constitución establece que el Estado español será aconfesional. Poco tiene esto que ver una actitud laicista a menudo voceada. La aconfesionalidad implica que no se va a tomar partido por ninguna religión, y que la neutralidad de la Administración tendrá que informarse conforme a este criterio. Pero no es esto todo lo constitucionalmente dispuesto. A continuación, el precepto añade que «los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española». Es decir, la neutralidad no supone ignorancia ni desprecio de lo que las personas decidan creer, sino una actitud atenta y dispuesta del Estado. ¿Para qué? La respuesta viene de seguido, cuando se ordena a los poderes públicos mantener «relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Es decir, que la aconfesionalidad que rige para el Estado se caracteriza por no tomar partido hacia ninguna iglesia, pero es compatible con una actitud positiva hacia ellas, conforme a la igualdad (art. 14), que nace de una atención al dato de real de lo que las personas creen.

¿Por qué este último es el criterio clave? Porque la piedra angular de la solución que nuestra Constitución da a este asunto es la libertad religiosa garantizada a las personas y las iglesias (art. 16.1). Este es el cimiento básico de la actitud del Estado hacia lo religioso, y no lo es su actitud distante o separada de él, que solamente está al servicio de dicha libertad.

La forma en que estos pilares fundamentales vienen a resolver el problema planteado en Baeza es la siguiente. Si el Estado no puede tomar partido en materia religiosa, sino sólo atender a la realidad y desde ella favorecer el ejercicio de la libertad, su actitud ante un símbolo religioso debe ser la pura neutralidad. Y ser neutral no es lo mismo que ser neutralizante. No se logra la asepsia eliminando los símbolos religiosos. Aquella debe darse en sus actuaciones, no en la realidad a la que atiende provocando un resultado. Si se retira un crucifijo la Administración es tan «neutral» como si ella misma lo coloca. Como ha dicho el Tribunal Constitucional (STC de 6 de junio de 1991) en el caso de una universidad que decidió suprimir un elemento religioso de su escudo, «la simple decisión de alterar o modificar en un determinado sentido la simbología representativa de la institución universitaria, lleva implícito un juicio de valor respecto a los símbolos preexistentes». Justamente esa valoración positiva o negativa hacia el elemento religioso es la que está vedada al Estado, o al menos no resulta justificable tan solo enarbolando la bandera de la neutralidad.

Otra cuestión es que esté extendida la idea de que solamente pueden ser neutrales las opiniones que están despojadas de creencias religiosas. Sería como atribuir al creyente una subjetividad irreductible que no padecen el ateo o el agnóstico. Sin embargo, también las creencias ateas o laicistas tienen su carga subjetiva y tendenciosa, al igual que las religiosas no están escindidas de la razón ni son emitidas por seres incapaces de pensar. En el peor de los casos, podemos toparnos con fanatismos de ambos extremos, que se caracterizan además por su voluntad de imponer. Esta es la postura de la que más se debe alejar al Estado, porque en materia tan delicada como la religión, la más leve inclinación de la balanza hacia uno u otro lado, por propia iniciativa y sin consideración de toda la realidad, lo convertirá en un árbitro parcial. En caso de conflicto, las creencias ateas no deben imperar sobre las religiosas. Al Estado corresponde velar por que la libertad no sufra agresiones, y a los ciudadanos toca ejercer con civismo la tolerancia, sin imponer sus propias ideas a los demás, y aceptando respetuosamente las diferencias.

Es de esperar que los ciudadanos establezcan ámbitos de convivencia para creencias mayoritarias y minoritarias, y parece lógico que éstas deban ceder un poco, dentro del exigible respeto, que no ha de sentirse vulnerado por un legítimo ejercicio de la libertad del otro. A alguien puede molestar la presencia de una cruz, pero a otros puede ofender que se retire. Por su parte, los poderes públicos deben moverse con extrema cautela en este terreno, y no dejar traslucir sus particulares deseos, como ocurre en este caso, al desterrar el crucifijo al aula de religión, según se afirma, «mientras ésta exista». La coletilla final sobra y parece poco respetuosa con las creencias de la sociedad a la que el Estado debe servir.

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