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Facts should be taskmasters, and there is no exemption for fiction

Reconozco que he tenido una experiencia casi mística esta semana en el vestíbulo del cine Odeón de Londres, el que está al lado de mi casa. Entre el gentío que salía a raudales de ver la película El código Da Vinci, los comentarios que iban de boca en boca no giraban en torno a la trama, la interpretación o el argumento.Se planteaban preguntas acerca de los hechos. ¿Qué partes eran realmente verdad? El prólogo del libro de Dan Brown en el que se basa la película impacta al lector con un disparo certero entre ceja y ceja. Su afirmación es rotunda: «Hecho: el Priorato de Sión, una sociedad secreta fundada en 1099 en Europa, es una organización que existe realmente». Entre sus miembros han figurado presuntamente Isaac Newton, Botticelli, Víctor Hugo y nuestro viejo amigo Leonardo da Vinci. Los miembros de esta sociedad estaban convencidos de que Jesús se casó y tuvo un hijo y se constituyeron a sí mismos como guardianes de los descendientes de Cristo, a pesar de que muchos de ellos han sido horriblemente asesinados por el Opus Dei.

No me cabe ninguna duda de que esta reivindicación indirecta de veracidad constituye la base del fenomenal atractivo del libro: 50 millones de ejemplares vendidos hasta la fecha. El código Da Vinci se propone reescribir un principio fundamental de la civilización occidental, inculcado en la mayoría desde el mismo momento del nacimiento. De ahí que los espectadores estén ansiosos por saber si las partes del libro y de la película que dicen ser hechos auténticos merecen en realidad que se les considere como tales.

La respuesta es que no. La utilización de la palabra «hecho» para abrir El código Da Vinci es una mentira. El Priorato fue un engaño magníficamente bien urdido por un embaucador francés en los años 50 del siglo pasado. Al engaño se le dio crédito por culpa de Chronicle, un programa de la BBC que picó el anzuelo, y posteriormente por culpa de los autores de un libro que fue un éxito de ventas en 1982, titulado The Holy Blood and the Holy Grail [La sangre sagrada y el Santo Grial]. Eso es lo que ha copiado Brown y ha llamado «un hecho». No se trata de una más o menos difusa inspiración en hechos reales, tan querida por la moderna ficción. Se trata del punto alrededor del cual gira toda la intriga de la historia.

Es en este momento en el que se nos echa encima el sindicato variopinto de novelistas, guionistas de películas y publicistas de cine, todos ellos reivindicando un derecho ancestral a reinventarse las cosas a su gusto. Su trabajo, afirman, consiste en crear su propia realidad. Los hechos pueden ser muy aburridos y desaparecerán de las estanterías con mayor rapidez si reciben un poquito de ayuda de la ficción. Además, el arte siempre ha hecho de la Historia su esclava, no su ama. ¿No fue Henry James el que se refirió a la «fatal futilidad de los hechos»? ¿Cómo se las arreglaría la hermosa doncella (la hipótesis) para sobrevivir si sufriera constantemente la violación del ogro (los hechos)? Es en este momento en el que el sindicato llama invariablemente en su ayuda a su presidente honorario, Shakespeare.

En cuyo caso, ¿por qué los espectadores de la película se sentían tan desconcertados e incluso preocupados? La respuesta radica en que Brown no se estaba limitando simplemente a socavar los conocimientos religiosos recibidos (no hay ningún mal en ello y ni siquiera es nada nuevo) sino en que estaba utilizando una herramienta específica. Estaba manipulando lo que debería ser un objeto diferente de veneración, en concreto lo que los espectadores entienden por verdad, su reverencia instintiva hacia los hechos.

Los periodistas tienen una cosa en común con los historiadores: una obligación residual para con la verdad. Podrá parecer difícil de creer pero el que un periodista serio dé por bueno un dato falso produce un perjuicio. Los hechos deberían ser sagrados.Tienen que averiguarse y comprobarse, no vale con inventárselos.Existe toda una profesión dedicada, se supone, a recopilarlos y valorarlos. Como decía Tom Stoppard con mucha gracia, «las opiniones son gratis, pero los hechos tienen un coste». Me molesta que la ficción se apropie de esta actividad y la abarate. Las novelas históricas optan por lo más fácil: su inventiva impone la armonía frente a la cacofonía de los hechos. Los novelistas deberían aceptar la misma disciplina que la Historia y el periodismo.No deberían situar la batalla de Hastings en 1067 o Waterloo en 1816. Eso no es exacto. En último término, deberían intentarlo.Cuando Tolstoi describió la batalla de Borodino, puso el máximo esfuerzo en situar fechas y hechos meticulosamente en orden.Conan Doyle y Agatha Christie se tirarían de los pelos si sus lectores no pudieran confiar en que los datos que facilitan son más fidedignos que los villanos de sus novelas.

Los cineastas caen víctimas de este defecto con mucha mayor facilidad.Una de las observaciones más estúpidas realizadas sobre el séptimo arte fue aquella de Jean-Luc Godard de que «el cine es la realidad a 24 imágenes por segundo». Oliver Stone en JFK, Jim Sheridan en el filme En el nombre del padre y Stephen Spielberg en La lista de Schindler reivindicaron algo parecido. En estas películas, precedidas como es habitual en estos casos por el sello de «basada en hechos reales» que les otorga el visto bueno, es imposible separar la verdad de la invención.

Lo que en la propaganda manifiesta podría ser descalificado como falso, en un seudodocumental adquiere una gran fuerza. La película de David W. Griffith El nacimiento de una nación fue acusada, no sin razón, del resurgimiento del Ku Klux Klan. Daniel Boorstin, un historiador de la cultura de Estados Unidos, ha llamado la atención sobre el hecho de que en los albores del cine las películas «se atribuían la capacidad de que se confundían con la realidad...de que nos hacían transitar más confiadamente por el terreno precario de la imaginación». Debe de ser eso lo que explica las razones por las que El código Da Vinci ha movilizado a miles de personas en busca de los lugares reales en los que transcurre el libro y, paradójicamente, ha incrementado las adhesiones al Opus Dei. Está claro que estas personas no creen que el libro sea una pura fantasía.

Como me encanta el cine, encuentro deprimentes las películas que no tienen ninguna gracia. Nunca he creído que no tengan su influencia, versen sobre lo que versen, sea amor, política, sexo, violencia o corrupción. No es así como las ven los que las hacen.Pregunten a Costa-Gavras, pregunten a Michael Moore. Como declaró Woody Allen en cierta ocasión, «si he conseguido que haya otra persona más que se sienta deprimida es que he hecho bien mi trabajo».Sin embargo, una visión parcial de unos hechos puede conseguir sus propósitos sin tener que explotar la credulidad con una mentira.Las buenas biografías se esfuerzan por arrojar algo de verdad, si no toda la verdad, sobre los biografiados. Como es evidente, están «basadas en hechos reales», pero no se presentan con ánimo de engañar. En cualquier caso, la ficción es capaz de fabricar su propia propaganda. La mejor película sobre Bill Clinton fue Primary Colors y la mejor película sobre el caso Watergate fue Washington Behind Closed Doors, ninguna de las cuales hacía creer que presentaba unos hechos.

El éxito fenomenal de El código Da Vinci lo convierte en la apoteosis del engaño.

Resulta comprensible que la Iglesia católica solicitara que la película se abriera con un desmentido sobre el Opus Dei, del estilo del que se utiliza en la frase «cualquier parecido con personas reales...». La solicitud fue rechazada porque podía arruinar la verosimilitud impostora de la película. De ahí la irritación que ha llevado al historiador religioso Bart Ehrman a escribir su obra demoledora Truth and Fiction in The Da Vinci Code [Verdad y ficción en 'El código Da Vinci']. Debería ser obligatorio leerla junto con el original antes de que la capilla de Rosslyn se vea inundada de turistas hasta los topes. No obstante, el juez del Tribunal Supremo encargado del juicio reciente de plagio contra Da Brown en relación con el Santo Grial no estaba interesado en absoluto en determinar si el libro estaba pensado para inducir a error o si difamaba a personas o instituciones.Su única preocupación era ver si encontraba algo de honor entre estos ladrones de la verdad (¡y a nuestra costa!).

El periodismo tiene ya bastante con proteger de los intrusos (incluidos los suyos propios) la Fortaleza de los Hechos hasta que llegue el turno de los historiadores. Resulta muy penoso encontrarse con que hay novelistas y cineastas que entran en ella por la parte de atrás y que roban el tesoro. Las palabras no significan lo que nos viene en gana. Los hechos son siempre hechos con independencia del contexto en que se utilicen y deben ser respetados, tanto en la ficción como en la Historia. El diccionario no acepta excepciones en favor de los novelistas. Tienen a su disposición todo el alcance de la imaginación humana. Pueden jugar con luces y sombras, con la fantasía y con la magia, pueden volar libres de la realidad para conjurar sus historias desde el aire. Ahora bien, los hechos son sagrados. Y si los escritores los utilizan para disimular sus inventos, diré que son unos mentirosos.

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