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La fachada (I)
Apunto ya de volver a casa, Jorge (pongamos que se llama así) llamó a la puerta de mi despacho. Estábamos en junio, esa atribulada etapa de exámenes en la que el capellán se dedica, sobre todo, a las obras de misericordia propias de su oficio: consolar al afligido, animar al cateado, aplacar al furioso y escuchar..., sobre todo escuchar.
Jorge caminaba arrastrando unas chanclas sin calcetines, como las que yo mismo uso para ir a la ducha. Un pantalón de camuflaje, lleno de bolsillos, arrugas y churretes, le cubría media pantorrilla. La camisa era beige, amplia, cuatro o cinco tallas más grande de lo necesario y con botones que no parecían haberse abrochado jamás. La barba de tres días resplandecía grasienta e impregnada de esos sudores fríos previos a los exámenes que se mezclan con los cálidos sudores del verano. El pelo, prieto y frondoso, no había visto un peine en los últimos meses.
Estuvimos charlando un rato. A pesar de la apariencia, se percibía cierto aroma a lavanda cara. Sin embargo, como el chaval estaba nervioso, se rascaba una y otra vez el tórax y sus arrabales abrazándose con ambas manos.
Al final salimos juntos a la calle.
-¿Te acerco a algún sitio? -le pregunté-.
-No, gracias. Tengo coche.
Y se subió a un reluciente BMW nuevo motor sonaba como una orquesta sinfónica.
Camino de casa recordé la historia que Pemán contaba hace muchos años:
En pueblo andaluz alguien llama a la puerta de su vecino:
-Perdone que le moleste: ¿sería usted tan amable de decirme de qué color prefiere que pinte la fachada de mi casa?
El vecino le mira con asombro.
-¿Por qué me lo pregunta a mí? La casa es suya.
-En efecto. Pero será usted el que la vea todas las mañanas.
verano y es tiempo de tertulia, quizá valga la pena dedicar un par de artículos o tres a reflexionar sobre el tema.
No pretendo redactar un manual de buenas maneras. Lo mío no es la estética sino la ética. Pero ya escribí hace años en esta misma página que la mugre puede ser el espejo del alma: toda la mugre: la de la pellejo, la del vestido, la del lenguaje, la de los gestos...
Es cierto que la moda es despótica y no parece fácil oponerse a sus dictados. Pero, ¿es sólo una moda llevar los pantalones cortos y arrugados, enseñar las espinillas lanudas, despeinarse frenéticamente al amanecer o lucir unos tejanos andrajosos, que son "lo más de lo más" y valen una pasta? Por otra parte, ¿hay algo más allá de la moda? ¿Es indiferente desde el punto de vista moral ese aparente descrédito de la belleza en el que ahora nos encontramos? ¿Significa también un cierto desprecio hacia el que contempla nuestro aspecto? Si aquella mañana de junio hubiese preguntado a Jorge por su atuendo, probablemente me habría respondido: -Es cómodo.
Y si hubiera insistido un poco, seguramente habría reconocido que sus pantalones le gustaban más que nada porque se llevan y porque son caros; y la camisa también; y que las chancletas las ha comprado no sé donde.
Me temo que no habríamos pasado de ahí. El feísmo se lleva. Y tengo la sospecha de que se trata de un mal síntoma. A muchos les avergüenza hablar de belleza. Y, por supuesto, resulta anacrónico, a estas alturas del siglo, predicar que el respeto, el señorío, el amor al prójimo y hasta la propia dignidad quizá tienen algo que ver con la fachada que uno presente a su vecino. Me dice Luis que hablo como un viejo gruñón. -No te quemes con este asunto -insiste-. Quizá tenga razón, pero me propongo seguir cavilando sobre el tema. Hoy hace fresco en la Sierra de Segovia. Está amaneciendo en Riaza un día luminoso y magnífico, que me trae a la memoria el comienzo de un poema de Juan Ramón Jiménez: "Dios está azul".
A Dios sí le parece importante renovar cada mañana su fachada.
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