» Baúl de autor » Paz Fernández Cueto
En Navidad, todos hermanos
En medio de una especie de tregua quizá sin explicación, el soldado abraza a su enemigo, el político abre sus puertas al candidato opositor, el hermano comparte la mesa con su hermano y el secuestrado invita a rezar a sus secuestradores para decirles, hoy no hay secuestrado ni secuestradores, hoy todos somos hijos de Dios. Este sentimiento de hermandad es compartido por la mayoría de los hombres, también aunque parezca extraño, por aquellos que no creen en la paternidad compartida de un padre común, ni en la existencia de un Ser Supremo, ni en el poder de un Señor creador del universo y mucho menos en la realidad de un Dios que nace hecho Niño. La Navidad como realidad histórica sobrepasa a cualquier fenómeno sociológico, trascendiendo en su significado esencial, tradiciones, costumbres, épocas y fronteras.
Los evangelizadores desarrollaron todo un programa de catequesis a través de las pastorelas que se escenificaban en Las Posadas, como parte de una novena de preparación a la Navidad. Para intentar comprender algo que suena tan inverosímil, como es el que un Dios se haga Hombre, que se encarne en una mujer y que nazca como un Niño, había que empezar por lo más elemental. ¿Cuál es la razón de la venida de Cristo al mundo? ¿Por qué la necesidad de hacerse hombre? ¿De qué nos viene a salvar?
No es pues casualidad el que las pastorelas comiencen por narrar aquella primera caída del hombre en el Paraíso Terrenal. No es raro que se remonten al principio de los tiempos para recordarnos que Adán y Eva salieron perfectos de las manos de Dios. No podía haber sido de otra manera ya que habían sido creados a imagen y semejanza Suya; además de haber sido elevados al orden de la gracia, fueron dotados de cualidades específicas para lograr su plena realización, misma que coincidía existencialmente con su felicidad. Por la inteligencia podían llegar a la verdad, descubrir la naturaleza de las cosas, conocer las propiedades de los seres del universo, con la sabiduría necesaria para distinguir lo esencial de lo accidental y lo secundario de lo importante. Contaban también con una voluntad sin conflicto con su propio ser y en perfecta armonía con sus semejantes. Por ella llegarían a conquistar el bien que le atraía con fuerza de manera natural, contando además con armas para alcanzarlo. Pero resulta que al haber sido hechos a imagen de Dios eran libres, respetándoles Dios mismo esa libertad como un don muy valioso, llegando este respeto hasta las últimas consecuencias.
El mal surgió cuando el hombre, tentado por la serpiente, decidió no fiarse más de Dios, percibiéndolo como una interferencia a su libertad. Por no querer depender de su amor prefirió quedarse solo, eligió su poder autónomo, limitado e imperfecto, sin comprender que el amor no es dependencia sino don que acrecienta la libertad. Por aquel veneno llamado pecado original, quedó herida la naturaleza humana, apartándose de Dios principio de bien, de verdad y fuente de felicidad. Todos nacemos con esta herida del pecado, que es la causa del dolor y de la tristeza que invade al mundo.
Es entonces cuando aparece María la llena de gracia, la que fuera anunciada desde el Paraíso, después de la caída de nuestros primeros padres, como la vencedora de las fuerzas del mal, advirtiendo Dios a la serpiente: Pondré enemistad entre ti y la Mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella aplastará tu cabeza y tú atentarás contra su calcañal (Génesis 3,15). El mal prosperaría y bajo místicas apariencias llegaría a instaurar su reino en este mundo.
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