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Taquilla e imaginación: seducir a la audiencia

En los próximos años los libros de márketing estudiarán con atención el fenómeno Da Vinci. En su primer fin de semana la película consiguió recaudar 232 millones de dólares en todo el mundo. Al parecer ha sido el estreno más taquillero de la historia después de La guerra de las galaxias III: La venganza de los Sith del pasado año. "El Código Da Vinci seduce a la audiencia china", "El Código Da Vinci arrasa en Caracas", "El Código Da Vinci bate todos los récord en Portugal", han repetido monótonamente los titulares de prensa de cada país. Faltan todavía los ecos de la India, donde se estrenó una semana después tras introducir un texto advirtiendo que la película es ficción y que cualquier semejanza con la realidad es una coincidencia no intencionada. El éxito comercial del estreno ha sido tan grande que los productores han contratado ya al guionista Akiva Goldsman para que prepare una continuación de la película a partir de la novela anterior de Dan Brown Ángeles y demonios.

El éxito de taquilla contrasta de modo llamativo con la opinión de los críticos de cine de todo el mundo que, desde el New York Times hasta El País, han calificado la película unánimemente como un tostón insoportable, excesivamente larga y mal aderezada. Sin embargo, de cada cuatro personas que fueron al cine en el primer fin de semana, tres vieron El Código Da Vinci. La razón principal que dieron fue la tan manida de que "hay que verla para poder opinar". Al salir del cine la opinión mayoritaria era un poco más benévola que la de los críticos, pero nadie mostraba el menor interés por volver a verla. Todo esto es trivial: la polémica vende, la controversia llama la atención, hace que el espectador pique en el anzuelo hasta sentirse obligado a ir a verla para poder comentar sus impresiones y, sobre todo, poder decir que la ha visto. Se trata de un puro fenómeno mediático, de un negocio inteligentemente montado por verdaderos expertos de márketing.

En cambio, no resulta trivial, sino muy preocupante, la reflexión sobre el profundo carácter anticristiano de la película, la relación de esto con su éxito y los efectos previsibles sobre su audiencia. La película de Ron Howard reproduce servilmente la novela original, cuyo argumento se basa en la sospecha sistemática contra el núcleo vital de la religión cristiana que reducía a una patraña. Brown podía haber hecho una novela de intriga y de misterio sobre muchas otras cuestiones, pero no fue así y parece ser ésta una de sus claves. Atacar a la Iglesia Católica genera polémica, atrae siempre la atención de propios y extraños.

Sin embargo, me parece que nos hallamos ante un fenómeno de un calado todavía mayor. En El Código da Vinci la cultura mediática -que parecía haber superado la religión- pone todos sus recursos al servicio de una tarea corrosiva de la tradición cristiana. Es algo realmente sorprendente que quienes defienden una cultura liberal y tolerante, ataquen lo que dota de sentido a la vida de cientos de millones de ciudadanos del mundo. ¿Por qué un ataque tan burdo al cristianismo? Algunos pensarán quizá que es simplemente un negocio oportunista de personas sin convicciones, pero me parece que es más bien expresión inequívoca de algo mucho más básico y grave: buena parte de la cultura mediática contemporánea -quizá la parte más visible- va contra la Iglesia y sus enseñanzas. De inmediato conviene aclarar que "ir a la contra" implica siempre una clara dependencia. Esta llamativa hostilidad es una señal de que la cultura mediática depende misteriosamente de la Iglesia; más aún, de que necesita de la Iglesia y de los cristianos y quizá por ello ataca sus convicciones más íntimas.

Después de ver otras películas en semanas sucesivas, la mayoría de quienes vieron El Código en su estreno olvidarán buena parte de la complicada trama, pero muy probablemente conservarán en su memoria un regusto amargo de desconfianza hacia la Iglesia Católica. Ahí está el problema a largo plazo. Para restañar el efecto corrosivo de esta película hay que ver otras películas capaces de regenerar la imaginación de las audiencias. Por esto, el aburrimiento de El Código da Vinci me parece, sobre todo, una invitación y un desafío a quienes trabajan en el mundo del entretenimiento a dar rienda suelta a su imaginación para llegar a cambiarlo por completo. Aparte de las razones técnicas señaladas por los críticos, El Código es aburrido, porque -como enseña la filosofía- las antítesis nunca son creativas.

Nuestra cultura necesita jóvenes creativos y audaces, con corazón e imaginación grandes, para escribir las buenas películas del siglo XXI. "La única manera que esta sociedad tiene de salvarse -me decía un joven escritor español que vive en Dinamarca- son las buenas novelas, las buenas canciones, las buenas películas". Cuando al salir del cine el espectador se siente con esperanza, con ilusión por cambiar el mundo, por ser un poco mejor y por querer a los demás, es señal infalible de que la película que acaba de ver era buena. Esto se logra con arte, valentía, pasión e imaginación. Estas películas necesitarán también un buen márketing y quizá un poco de polémica para atraer la curiosidad de los indiferentes: lograrán quizá batir el récord de taquilla y, sobre todo, nos ayudarán a ser más felices porque alimentarán nuestra imaginación.

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