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Al fondo, la universidad

Los graves trances políticos y sociales por los que está atravesando España invitan a distanciarse momentáneamente de la realidad inmediata y pararse a pensar. Ante el desánimo y la perplejidad que suscitan no pocas actitudes públicas, cabría decir con Ortega: "Que no sabemos lo que nos pasa: eso es lo que nos pasa". Y si es así, ¿no deberíamos encontrar un remanso para el pensamiento libre y riguroso, para la comprensión y el diagnóstico, en la institución dedicada a elevar los acontecimientos al plano del concepto, a saber, en la universidad?

La vitalidad de la institución universitaria no procede de sus recursos económicos ni de sus apoyos políticos. El origen de su fuerza interior se halla en la capacidad que sus miembros tengan de pensar con originalidad, con libertad, con energía creadora. Ciertamente, el fomento de tal disposición requiere unos imprescindibles medios materiales y un contexto favorable. Pero exige, sobre todo, que las personas que trabajan en la universidad pongan en juego -muy a fondo- su capacidad de reflexión.

Una convicción semejante no encuentra-con todo-ecos favorables en buena parte de las actuales universidades españolas, azacanadas como andan en asimilar anteriores reformas organizativas y en aprestarse a las que se avecinan. Pero, al mismo tiempo, casi todos los que trabajamos en la universidad sabemos que una reorganización funcional, novísimos planes de estudio, mecanismos de convergencia con otros países... todo eso, siendo quizá interesante, nunca resultará decisivo para devolver a la universidad el protagonismo cultural y social que le corresponde. Sin ir más lejos, la próxima reforma de la LOU no aporta más mutación que un nuevo procedimiento en la selección del profesorado, que nos vuelve a situar ante el riesgo de la endogamia, la cual -como toda consanguinidad- sólo provoca el raquitismo y el bocio.

La trascendencia urgente de la formación intelectual de los estudiantes y la promoción de una investigación de altura han pasado a segundo término ante el minimalismo procedimentalista impuesto por el conjunto de cambios estructurales que se presentan bajo el rótulo Bolonia. El cambio más importante de las últimas décadas en las universidades españolas no sale de ellas, ni apela a la participación de sus miembros, sino que está dominado por el espíritu de la burocracia. Casi nadie, en cambio, parece preocuparse por la entraña de la educación superior y por la dinamización social que la universidad ha de suscitar en un país con tantas posibilidades como actualmente tiene el nuestro.

El papel renovador y crítico de la universidad adquiere una significación crucial cuando hemos cruzado ya los umbrales de la sociedad del conocimiento. Lo decisivo ahora no son las infraestructuras viarias, ni el turismo, ni siquiera los recursos energéticos. Lo actualmente esencial es la capacidad de generar el saber nuevo, de comunicarlo, y de hacerlo fecundo y eficaz como factor clave de innovación. Hasta en el aspecto económico se comienza por fin a advertir que el talón de Aquiles de la economía española estriba en su falta de competitividad, es decir, en nuestro relativo desconocimiento de cómo trabajar más sabiamente.

Somos los universitarios mismos quienes hemos de revitalizar el afán de educar intelectualmente con exigencia y el empeño de contribuir a dinamizar una sociedad que parece narcotizada, tanto en su fuerza para resistirse a cambios que conducen al derrumbadero, como en su espontaneidad para lanzar iniciativas que abran auténticas posibilidades de crecimiento humano y de solidaridad comunitaria. No esperemos encontrar soluciones culturales o éticas en la árida prosa del Boletín Oficial. Fue también Ortega quien nos aconsejaba que no esperáramos nada bueno del Estado y sus derivaciones. En lo que respecta sobre todo a dimensiones que son, por su propia naturaleza, pre-políticas y pre-económicas, hemos de acostumbrarnos a suscitar nosotros mismos los bienes que perseguimos. La sociedad civil también tiene que emerger en forma de "república de las letras". Tal es hoy una de las formas principales que adquiere la responsabilidad social que urgentemente hemos de fomentar.

La más urgente tarea de la universidad en nuestro país consiste en lograr que el inminente peligro de trivialidad y sometimiento que acecha a la institución académica se convierta en una oportunidad única para replantear sus fundamentos, sacar partido de la primacía del conocimiento sobre la producción en la nueva galaxia postindustrial, y poner las nuevas tecnologías al servicio del florecimiento de la condición humana. Todos los que estamos implicados en las tareas investigadoras y docentes en el nivel superior tenemos el honor y la carga de superar la cultura de la queja y lanzar proyectos ambiciosos, sin ningún lastre de pesimismo ni melancolía.

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