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Valencia - V Encuentro Mundial de las Familias (8-9 de julio de 2006)
Consuelo en el llanto
La catástrofe acaecida en Valencia ha llenado de dolor a una entera ciudad, que se apiña en torno a sus muertos y a las familias dolientes por sus hijos, esposos, padres o amigos que nos han dejado a causa de una catástrofe en el metro. El resto de España llora y reza con nosotros, con sus hermanos de Valencia, porque nos sienten suyos y porque nada solidariza tanto como el sufrimiento.
No es un día de consuelos fáciles. La dureza con la que tantas familias han sido golpeadas no se ablanda con palabras bonitas ni gestos fáciles, aunque sean necesarios los gestos. No resucitan los muertos, ni sanan los heridos con poesía. Pero sí cabe algún consuelo en el llanto. Y hemos de intentarlo con toda el alma. Para todos los abatidos por el sufrimiento, el apoyo de todos, la cercanía, el cariño, el deseo de entender su aflicción, para intentar hacerles llegar de algún modo el calor humano que necesitan y que deseamos darles con todas nuestras fuerzas. Seguro que todo es muy poco. También puede parecer que todo es nada ante el arrebato repentino y trágico de un ser querido.
Valencia llora esa treintena larga de familias flageladas de golpe. Valencia y España entera tienen el gustoso deber moral de arroparlas, de sentir con su sentimiento, de cubrir su dolor con cariño y esperanza.
Sí, cuando el cielo parece cerrarse, es preciso proporcionar esperanza; cuando el sufrimiento se desborda, necesitamos buscar su sentido, a fin de no anegarse en él. Si bien no lo parece, todo tiene su sentido, hasta el aparente absurdo de perder casi cuarenta vidas en el recodo de una vía de metro. Aunque la muerte se haya hecho presente traicionera, como un ladrón en la noche, los que han dejado sus vidas en un vagón del tren no lo han hecho estérilmente. Es seguro que no lo entendemos, pero es igual o más seguro que la pérdida de esos hombres y mujeres no es, no puede ser, un simple vacío.
Como hacía el Papa hace unos días, al evocar el holocausto, bien podemos preguntarnos: ¿dónde estaba Dios en el momento de producirse la catástrofe? Un creyente sabe que Dios estaba precisamente allí, en la curva del metro, esperando paternalmente a esos hombres y mujeres para llevarlos a una vida mejor. Sí, Dios no es un cazador astuto que espera su presa con la sola ambición de cobrársela; más bien es un cuidadoso jardinero, pendiente de cortar la flor en su mejor momento. Pero no entendemos, no somos dioses, y nos duele la ausencia y la muerte dura. Sin embargo, es el mismo Dios hecho hombre que consoló a la viuda de Naim cuando se lamentaba entre gemidos por su hijo muerto: "No llores", le dijo. No llores, dice hoy a cada valenciano doliente por tanta muerte. Y Dios llora al mismo tiempo, como lo hizo ante la tumba de su amigo Lázaro, al que quería tanto como a cada uno de nosotros ¿Paradojas? Quizá. Porque Dios deja hacer a los hombres, a la vez que Él hace de otro modo.
No entendemos, pero pienso que sabemos -como dice san Josemaría- que si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, es señal cierta de que nos considera maduros para asociarnos a la Cruz de Cristo. Ya sabemos que sus propios contemporáneos la tacharon de locura o escándalo. San Pablo, en cambio, habló de la sabiduría, de la ciencia de la Cruz. En ella, el dolor adquiere su pleno sentido.
Pero es duro de entender. Por eso acudimos a la Madre de Dios de los Desamparados, porque hoy, más que nunca, Valencia, sus hijos valencianos necesitamos su amparo.
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