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Un Papa preocupado por cuál será el futuro de la familia

Benedicto XVI no es un Papa especialmente viajero. Tal vez por eso, los viajes que realiza tienen singular significado. Primero acudió al Congreso Eucarístico de Bari -en el sur de Italia-, para rendir culto a lo que constituye el centro de la liturgia católica. Luego fue a Alemania, su patria, para encontrarse con la juventud. Hace unas semanas le tocó el turno a Polonia: «Vine porque me lo pedía el corazón, tras las huellas de Juan Pablo II», señalaba el Pontífice. Ahora el destino inminente es España.

El Papa conoce y ama nuestro país, al que ha acudido varias veces como cardenal. La primera vez que lo visitó fue en 1989; luego volvió para hablar en los cursos de verano de la Universidad Complutense, y más recientemente estuvo en Pamplona para recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Navarra. Pero el corto viaje a Valencia (ciudad ahora envuelta en el dolor provocado por el terrible accidente de metro de ayer) reviste especial significado al tener como marco el V Congreso Mundial de las Familias. Desde 1997 en Río de Janeiro, Ratzinger no había vuelto a estos encuentros. En aquella ocasión, el estadio Maracaná se transformó en un inmenso altavoz desde el que Juan Pablo II transmitió al mundo un mensaje de aliento sobre el papel insustituible de la familia en la sociedad. Los días 8 y 9 de este mes de junio el cauce del Turia será el vehículo de los mensajes de Benedicto XVI.

¿Por qué el Papa ha elegido este encuentro para hacerse presente en España? Sin duda por la importancia que en su pensamiento tiene la familia y la situación actual de la misma. No puede olvidarse que, en los últimos años, el modelo natural de familia y matrimonio ha comenzado a ser estudiado con ojos de criminalista.

Intrépidos jueces instructores han convertido el pasado y el presente de la familia en un proceso judicial, acusando de subdesarrollo jurídico, político e incluso psíquico a quienes elaboraron los modelos naturales de familia y matrimonio. Parafraseando a Berglar, según algunos, 60 generaciones han vivido en la noche de la ignorancia hasta que comenzó a clarear gracias a Voltaire y Rosseau; fue saliendo el sol gracias a Marcuse, Morgan y Freud; y definitivamente ha amanecido hoy en España. De modo que el matrimonio y la familia están sufriendo los vientos de fronda de una concepción que tiende a convertirlos en un fenómeno exclusivamente sociológico. Su regulación, se afirma, debe adaptarse no a lo que el matrimonio es, sino a cómo dicen que es minorías más o menos estridentes. Esta visión está desarrollando en torno al matrimonio y la familia lo que en Derecho se denomina una legislación de remedios y no de modelos. Una legislación impulsada por la revolución del sentimiento, que ya no presenta la sustancia del matrimonio sino sus accidentes . Esta normativa, más de gestión que de convicción, dibuja a su vez una familia incierta, cuya organización comienza a estructurarse a la carta. Se pierden así sus antiguos puntos de referencia sin haber encontrado otros firmemente estables.

Ante esta situación -no exclusiva de España-, Benedicto XVI acaba de recordar que hay tres principios no negociables para la Iglesia y los cristianos en la vida pública: la defensa de la vida, la libertad de educación y el reconocimiento de la familia. Para decirlo con sus palabras exactas: es preciso «reconocer y promover la estructura de la familia como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio», y defenderla contra todo lo que «oscurezca su carácter particular y su papel social insustituible».

El bienestar de las familias ha sido un tema constante en los discursos de Benedicto XVI de los últimos meses. El pasado 13 de mayo, en su discurso dirigido a los participantes en la Asamblea Plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, el Papa calificó a la familia basada en el matrimonio de «bloque constructivo básico de la sociedad». «Es necesario que el Estado», continuaba, «reconozca la importancia de la familia y que la ayude a llevar a cabo sus funciones». Días después, en el discurso de bienvenida al nuevo embajador de España ante la Santa Sede, se refería al Encuentro Mundial de las Familias en Valencia como «una ocasión única de celebrar la belleza y la fecundidad de la familia fundada en el matrimonio y su imprescindible valor social». El Papa Ratzinger afirma que la vida familiar corre un especial riesgo en el mundo actual y, para salvaguardarla, las parejas deben enfrentarse a menudo a las fuerzas culturales imperantes. Esto exige paciencia, esfuerzo, sacrificio y una búsqueda incesante de mutuo entendimiento.

Para Benedicto XVI estos principios no son solamente verdades propias de la fe religiosa, sino que «están inscritos en la naturaleza humana, y por lo tanto son comunes a toda la humanidad». Con esto quiere decir el Papa que la visión que la Iglesia tiene del matrimonio es más antropológica que teológica. En realidad, me atrevería a añadir que la Iglesia no tiene una concepción propia del matrimonio. Lo que tiene es una visión propia del hombre. Por eso tiende a recalcar que sus modelos de familia y matrimonio son especialmente válidos porque se adecuan a la propia naturaleza del hombre, es decir, al orden real de las cosas. Es lo que la sociología llama esa masa crítica de familias, que se adscriben al modelo ideal y que resisten al invierno demográfico de los países con baja natalidad.

Estas ideas básicas probablemente serán recordadas estos días en el Encuentro de Valencia. No hay que olvidar que una de las palabras más repetidas por Ratzinger en sus escritos es la noción de logos, de racionalidad. Benedicto XVI procura, de uno u otro modo, reivindicar la razón en el cristianismo. Lo que él mismo ha llamado «la victoria de la inteligencia» en el mundo de las religiones. También la familia tiene un núcleo natural, que es de sentido común preservar. Cuando se altera, se erosiona toda la estructura natural y es herida la propia razón.

El problema es que esas heridas a la razón son infligidas por motivos ideológicos más que por verdaderas razones sociológicas e históricas. Existe una contradicción entre lo que las grandes mayorías populares viven y lo que se refleja en los estudios de élite sobre la familia o los programas políticos sobre el matrimonio. Las ideas sobre estructuras familiares que la mayoría silenciosa considera de sentido común son discutidas precisamente por aquellos cuyo trabajo debería consistir en estudiar, ayudar y asesorar a las familias . Un riguroso análisis sociológico (J.Q.Wilson) acaba de concluir que ciertos medios de comunicación o publicaciones especializadas donde ven la luz los trabajos de cierta intelligentsia, adelantan modelos familiares «en los que la mayoría de los ciudadanos no se reconocen o consideran residuales». Ocurre así que lo anómalo comienza artificialmente a ser asimilado como natural, creándose una atmósfera opresiva que oscurece poco a poco la razón.

En estas coordenadas se inserta el viaje de Benedicto XVI a Valencia. Ciertamente el objetivo no es fácil. Supone, nada menos, que enfrentarse con una construcción apuntalada por tópicos y elaborada tenazmente por el pensamiento reduccionista de lo políticamente correcto. Ante este desafío que el Papa afronta es necesario ser optimistas en su desenlace final. No conviene olvidar que: «Hasta el árbol más poderoso fue un día pequeña semilla. De un montón de arena acabó levantándose una torre de 100 pisos. Y un viaje de 1.000 leguas comienza con un simple paso de tu pie».

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