Miopía de género
Hace dos años el Consejo General del Poder Judicial provocó la ira del Gobierno y de ciertos movimientos feministas por su crítica -jurídica, no de oportunidad- a la Ley Integral de Violencia de Género, esto es, sobre la mujer. Aunque se asumieron algunas sugerencias, en lo principal permanece la duda sobre su constitucionalidad. Razonábamos que el Derecho penal, el proceso o la organización judicial no pueden entenderse en clave de género; no cabe una Justicia para hombres y otra para mujeres. Esas dudas se compartieron por personas de variado cariz y diversos jueces han llevado esa ley al Tribunal Constitucional. Cuando el análisis es objetivo, libre de prejuicios ideológicos o políticos, coincidir no es difícil.
La observación que hicimos era y sigue siendo insalvable. La ley tenía -y lo sigue teniendo- un fundamento unívoco, al principio formulado expresamente y ahora de forma implícita. Tributaria de los dogmas del feminismo radical o de género, entiende que la violencia del hombre sobre la mujer busca el dominio, el sometimiento. No digo que eso no sea nunca así, digo sencillamente que construir todo un nuevo sistema penal -delitos, penas, procesos y tribunales- sobre una visión parcial e ideológica de entender las relaciones entre hombre y mujer será siempre y por principio un fundamento parcial, reducido e incompleto, lo que se traduce en resultados de injusticia, con el riesgo de propiciar efectos contraproducentes para las, en teoría, beneficiadas.
No entraré ni en la realidad de esta ley -los jueces evitan ir a esos juzgados «de violencia», se silencian sus críticas, se instrumentalizan las previsiones de la norma-, sólo me detendré en otros aspectos. A sugerencia del Consejo, se extendió el ámbito de beneficiados también a los ascendientes y menores pues sosteníamos que la violencia debía ser doméstica y no de género, que menores y ancianos están más indefensos, que la violencia debía ser objetiva y no subjetivizarse atendiendo a lo que en la ley se presume que es la intención del agresor. En un primer momento se creaba el «sistema penal de la humillación», del sometimiento, con el disparate de diseñar procesos y crear juzgados atendiendo no al dato objetivo de la violencia, sino a la intención del agresor y al sexo de la víctima. Esto, como digo, se atemperó, pero la base ideológica de género sigue ahí con sus consecuencias.
Es el caso de la pequeña Alba, que se conoció a principios de año. Víctima de lo que se denomina «familia desestructurada», familia rota o la «no-familia», su madre convive con un hombre que tiene, a su vez, una excompañera; pasa ciertas temporadas con su padre biológico y en este ambiente sufre maltrato. Ese caos convivencial -no familiar- propicia que cuando se advierten lesiones el caos alcance al sistema policial, judicial y asistencial. Hay descoordinación y al final, unos por otros, no se advierte el drama de la niña. Probablemente si todas las previsiones de coordinación, de unificación de procedimientos o de medios auxiliares de la Ley de Violencia sobre la mujer se hubiesen aplicado a la pequeña Alba, se podría haber actuado con mayor eficacia.
Desgraciadamente el drama de Alba no constituye todavía un postulado ideológico atendible por poderosos lobbies y ahí están las consecuencias: los medios de la Ley de Violencia son para la mujer pero sólo si la crisis obedece a la particular visión feminista de entender las relaciones entre hombre y mujer. Es cierto que empieza ya a hablarse del maltrato infantil, lo mismo ocurrirá con el maltrato sobre los ancianos, pero la concienciación arrancará si hay titulares y hechos luctuosos. Además, habrá que aclarar qué es maltrato para no confundir el cachete con dejar a un niño en coma o deslindar la corrección al insoportable niño maleducado y consentido con el atentado contra la Convención sobre los Derechos del Niño. El caso es que la lucha contra ese otro maltrato carece de patrono ideológico, de ahí que se le excluyese de una ley que podría haber contemplado de forma integral la violencia en el ámbito más opaco -el doméstico-, contra los más débiles -mujeres, menores y ancianos- sin excluir al hombre.
Esta unívoca visión de género no va más allá de encuestas y estadísticas. Los distintos observatorios suelen quedarse en el qué o en el cuánto de la «violencia machista», pero no indagan el porqué. Quizá si enfocasen el catalejo verían causas más complejas que apelar al unívoco machismo. O se ven, pero no se abordan por no contradecir unos postulados ideológicos anclados en el feminismo de género, incapaz de admitir déficit de valores -no tanto cívicos como morales-, o que el problema está en que se ha debilitado a la familia y a su fundamento, el matrimonio, algo quizás inasumible para quien los ve como enemigos naturales de la mujer. Son dos ejemplos, pero indicativos de que el Estado debe ir a algo más que a recabar datos (denuncias por autonomías, nacionalidad de las víctimas, vínculo, etcétera), a montar pisos de acogida o presentar como solución algo tan disolvente como el divorcio exprés.
Cuando se parte de perjuicios ideológicos, la lucha contra ese mal o queda en poco o es presuntuosa o cae en exageraciones. Es lo que pasa cuando se vende nada menos que los juzgados de violencia erradicarán un problema social y moral; hace que medidas positivas -por ejemplo, evitar el sexismo en la publicidad- puedan ser anecdóticas o cuando, como dice Elisabeth Badinter, la idea de violencia machista lo abarca todo, desde el acoso hasta la violación. Es lo que pasa cuando el feminismo radical mira para otro lado ante realidades ciertamente machistas y vejatorias como la prostitución o la pornografía; ahí están las críticas a una feminista de vanguardia como Andrea Dworkin que luchó contra la pornografía por ser «un atentado contra los derechos civiles de la mujer». EL MUNDO (edición del 1 de abril de 2006) se hacía eco de lo novedoso que ha sido en la India que un juez condenase a un médico por el «aborto selectivo». En ese país han sido abortadas 10 millones de niñas en los últimos 20 años pues en su tradición la mujer es una carga, un miembro improductivo en la familia. ¿Dónde están las feministas?, ¿acaso entienden que esas 10 millones de niñas abortadas son manifestación de lo que por aquí se llama la «salud reproductiva de la mujer»?
Es plausible que la Ley de Igualdad, cuyo proyecto fue aprobado el pasado viernes por el Consejo de Ministros, prevea medidas de acción positiva para compatibilizar la maternidad o la dedicación a la familia con la vida profesional o laboral, que busque erradicar ámbitos de discriminación o que incorpore la doctrina del Tribunal de la Unión Europea y la normativa comunitaria para que el embarazo, la maternidad o las cargas familiares no hagan profesionalmente a la mujer de peor condición; al margen de lo muy criticable que tiene, es positivo que el Estatuto catalán prevea que las mujeres no podrán ser discriminadas por esas razones. Si esto es así, ¿dónde está lo censurable? El problema es que esas y otras normas se conciban desde la ideología unívoca y reducionista del feminismo de género, que parten de dogmas como que la mujer «no nace: se hace» (Simone de Beauvoir), que no ve sexos sino opciones, que entiende la heterosexualidad -sin la que no se entiende la familia- como una práctica sexual modificable, que el feminismo sea un sucedáneo de la lucha de clases, que si protege a la maternidad o al embarazo no lo es porque sea un bien en sí y que apela a la existencia un otro, sino por que es una libre decisión de la mujer.
Esta sexualidad de género, que lleva a la de libre elección, aparece en la ley de «identidad sexual». Que los transexuales puedan elegir en el Registro Civil y tan sólo con su palabra el sexo al que quieren pertenecer implica que ser hombre o mujer es un acto de libre elección, ajeno a una realidad objetiva luego, como toda subjetividad, variable según los vaivenes psicológicos del interesado. Lo que no entiendo es por qué esto es inimaginable en otros ámbitos registrales: ¿qué impediría inscribir un finca rústica como urbana?, puestos a dar cancha al subjetivismo mientras unos ven en un paraje un gran valor ecológico, el dueño de la finca allí ubicada puede ver bloques de viviendas o hasta grandes superficies comerciales; puede sentir en sus carnes la irresistible edificabilidad de su terruño. ¿Por qué no crear un urbanismo de libre elección?, de hecho, haberlo ya lo hay. Se trataría, como se dice ahora, de diseñar nuevos derechos civiles y si ser hombre o mujer es optativo, no va a ser menos el terruño. Todo es cuestión de proponérselo, seguro que algún constitucionalista aguerrido le da forma.
Del director
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