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San Lorenzo de Brindis

Con san Lorenzo de Brindis, Doctor Apostólico, la Orden capuchina alcanza una de sus cimas más altas y una de sus expresiones más completas. Robusta figura de orador y misionero, de escritor y polemista, de superior y diplomático, de contemplativo y místico, san Lorenzo encarna y compendia las características más bellas y originales, y los ideales más elevados de la reforma capuchina; y su figura se yergue precisamente al comienzo del siglo de oro de la Orden.

Los primeros años

San Lorenzo nació en Brindis, en Apulia, el 22 de julio de 1559, hijo de Guillermo Russo e Isabel Masella. Al día siguiente se le administró el bautismo en la catedral de la ciudad, y se le impuso el nombre de Julio César.

Poco se conoce de su infancia; pero es lo suficiente para que intuyamos en él un alma sensibilísima y dócil al toque de la gracia. Fallecido su padre, fue acogido por los menores conventuales entre los niños oblatos; dotado de una inteligencia pronta y vivaz, frecuentó su escuela con gran provecho.

Muerta más tarde también su madre, se trasladó, todavía adolescente, a Venecia, a casa de un tío sacerdote, que dirigía con seriedad y competencia una escuela privada; el tío supo comprender y alentar las profundas aspiraciones del muchacho hacia la perfección y santidad.

En Venecia tuvo la oportunidad de conocer y tratar a los capuchinos que vivían en un humilde convento cerca de la pequeña iglesia de Santa María de los Ángeles, en la isla de la Giudecca. Atraído por su vida austerísima y recogida, pidió la gracia de ingresar en la Orden.

Joven capuchino

Vistió el hábito religioso en Verona el 19 de febrero de 1575, recibiendo el nombre de fray Lorenzo. Tuvo algunas dificultades debidas a su delicada salud; con todo, superó felizmente y con intenso fervor el año de noviciado, bajo la dirección de religiosos prudentes y santos. El 24 de marzo de 1576 emitió la profesión religiosa.

Inmediatamente, comenzó los estudios de lógica en Padua, y después, en Venecia, los cursos de filosofía y teología. Su excepcional agudeza de mente y su insaciable sed de conocimientos lo estimularon a aplicarse con empeño a desentrañar los problemas del pensamiento humano y de la teología. Enamorado de la Sagrada Escritura, la estudió y la meditó de tal manera que llegó a sabérsela de memoria. Él mismo dijo confidencialmente a un religioso que, si por un imposible, la Biblia se perdiera, él sería capaz de re-escribirla toda completamente. Y no se contentó con el texto sagrado, sino que estudió por su cuenta las lenguas bíblicas, y las aprendió tan perfectamente que hasta los propios rabinos, que lo trataron más tarde, quedaron estupefactos.

No fue menor el interés con que se dedicó a la adquisición de las virtudes religiosas. La misma orientación bonaventuriana seguida entonces por los capuchinos en los estudios era la más propicia para la elevación del espíritu: la unción del alma y el fervor de la voluntad eran más importantes que la ilustración de la inteligencia y la adquisición del saber; más que a la verdad lógica, se rendía a la visión y a la experiencia mística.

Según atestiguan los condiscípulos de Lorenzo, ni él mismo sabía dónde terminaba el estudio y dónde comenzaba la oración. «Más que estudiar, parecía que oraba». Además del tiempo establecido para la oración común, dedicaba a la contemplación «muchas horas del día y de la noche». Después del rezo nocturno de maitines, frecuentemente se quedaba en la iglesia hasta el alba, especialmente los días que iba a comulgar.

Añadía a la oración mortificaciones y penitencias. Y no le bastaban las austeridades y rigores de la Orden, ya de por sí numerosos y severos, sino que se cargaba con otros todavía más exigentes, incluso con riesgo de su salud.

De este modo, con empeño y fervor excepcionales, se preparó intelectual y espiritualmente para el sacerdocio. Juan Trevisan, patriarca de Venecia, le confirió las sagradas órdenes el 18 de diciembre de 1582.

Predicador

La predicación fue la actividad que más larga e intensamente ejerció san Lorenzo durante su vida. Tenía tan alto concepto de la predicación que llegó a definirla: «Misión grande, más que humana, angélica, mejor divina», ya que tiene por objeto proclamar la palabra de Dios, que es «el tesoro que compendia todo bien». Otras actividades lo tuvieron ocupado períodos más o menos largos de su multiforme y ajetreada existencia; pero el ministerio de la palabra lo tuvo ocupado a lo largo de toda su vida sacerdotal. Mejor dicho, lo ocupó aun antes de ser sacerdote.

A instancias de sus maestros, había comenzado en Brindis a predicar pequeños sermones en la catedral de la ciudad y en otras partes. Más tarde, en 1582, todavía diácono, predicó una cuaresma completa en la iglesia de San Juan Nuevo, en el corazón de Venecia, a pocos pasos de la célebre plaza de San Marcos, y quienes le escucharon aseguran que despertó «gran admiración en toda la ciudad por la profundidad de los temas que predicaba»; y habló «con tanto celo, espíritu y fervor, que parecía salirse fuera de sí, y, llorando él, conmovía también al pueblo hasta las lágrimas». No sin motivo fue requerido inmediatamente para la cuaresma próxima en la misma iglesia.

Es sabido que en el siglo XVI, antes del concilio de Trento, la predicación dejaba mucho que desear, tanto por el contenido como por la forma. Según los historiadores parece que los predicadores no trataban de anunciar a Cristo y las verdades eternas. Contra este proceder reaccionaron decididamente los capuchinos desde sus comienzos y, ateniéndose a la letra de la Regla franciscana, volvieron al Evangelio en la forma y en el fondo. Y quizás es éste el principal motivo que dio a su predicación un amplio éxito en toda Italia.

La formación intelectual y espiritual de Lorenzo coincidió con aquel período en que el influjo y el fervor de los pioneros de la reforma capuchina se mantenían aún vivísimos, y en el que se resumían y sistematizaban las múltiples experiencias de la primera y segunda generación de la Orden.

Por otra parte, Lorenzo estaba dotado para la predicación de un conjunto de cualidades físicas e intelectuales capaces de convertirlo en un verdadero orador: robustez física y armonía de proporciones que le prestaban una belleza digna y varonil; gran riqueza de sentimientos y una espontánea distinción que atraían y a la vez imponían respeto y reverencia; una mirada luminosa y profunda capaz de traspasar y conmover a las almas; una voz que podía traducir las más delicadas vibraciones del espíritu y, a la vez, cuando era necesario, tronaba con fuerza y vehemencia; un gesto natural y enérgico que podía adoptar una expresión dramática.

No menos favorables eran sus dotes intelectuales: una memoria imborrable que le asistía siempre y donde quiera; una agilidad y lucidez de pensamiento y de palabra que le permitían improvisar con gran facilidad y eficacia; sólida preparación remota y una erudición tan amplia que suscitaban la admiración de cuantos le escuchaban. Su santidad manifiesta añadía a todo esto el acento de una profunda persuasión y una unción singular. Predicaba «con tanto amor de Dios que parecía derretirse; con tanto ardor contra el pecado que conmovía hasta las fibras más íntimas del corazón». Y con frecuencia las palabras iban acompañadas de lágrimas. Un testigo nos dice refiriéndose a un sermón predicado a los religiosos: «A todos nos hizo llorar, y él mismo lloraba a lágrima viva».

Se preparaba con prolongadas oraciones y penitencias. Cada sermón iba precedido de «tres horas seguidas de oración, con llantos y suspiros, de modo que empapaba hasta tres pañuelos». Meditaba en el evangelio de la fiesta o del día que tenía que predicar. «Nunca estudiaba otro libro que la Sagrada Escritura, arrodillado siempre ante una imagen de la Virgen bienaventurada, con lágrimas, sollozos y suspiros...; y a medida que Dios le inspiraba, mientras estaba de rodillas, escribía las ideas que luego predicaba, sin estudiar otro libro. Y levantándose de la oración, hacía una profundísima adoración a la bienaventurada Virgen. Y su comida de cuaresma se reducía a hierbas cocidas, y ensalada con algún rábano y, a veces, un poco de pescado». Este es el testimonio de uno que vivió cerca de él durante muchos años. Hoy tenemos la suerte de poder leer las «anotaciones» que el santo escribía durante su oración, y constituyen la parte más notable de sus escritos. Son reflexiones riquísimas y muy atinadas sobre los evangelios de cuaresma, del adviento, de los domingos, de las fiestas de los santos y de la Virgen.

Después de todo lo dicho, no nos maravilla que las gentes corriesen en masa a escucharle y que las iglesias fuesen insuficientes para tanta multitud. Las conversiones, clamorosas a veces, se multiplicaban a su paso.

Además de dirigirse a los cristianos, Lorenzo tenía un interés especial en dedicarse a los hebreos; y éste fue un aspecto característico de su actividad apostólica. Sabemos que, especialmente al comienzo de la segunda mitad del siglo XVI, esta forma de apostolado era muy recomendada y hasta urgida por los sumos pontífices y por las disposiciones sinodales; pero no era muy practicada por falta de personas preparadas. San Lorenzo, en cambio, estaba perfectamente equipado gracias a su profundo conocimiento de la Biblia, de las lenguas escriturísticas y de los escritos talmúdicos y rabínicos. A esto se dedicó por propia iniciativa desde joven en Venecia y dondequiera que se le presentaba ocasión. Más tarde, de 1592 a 1594, por encargo de la autoridad pontificia, predicó a los judíos de la misma ciudad de Roma. Pero lo más importante es que demostró siempre gran paciencia y caridad, aun cuando la actitud de sus oyentes no fuese siempre, como es natural, la más propicia para captar la benevolencia del predicador. Tampoco entre los judíos faltaron las conversiones.

Primeros cargos

Fue la predicación lo que más contribuyó a que Lorenzo fuera conocido más allá de las fronteras de la región veneciana.

Después de haber ejercido el oficio de "lector" durante un trienio (1583-1586), y de desempeñar durante otros tres años (1586-1589) los cargos de guardián y de maestro de novicios, el año 1589 fue llamado a predicar la cuaresma en la ciudad de Consenza, en Calabria. Después el general de la Orden, padre Jerónimo de Pilizzi, no le permitió volver a su provincia porque quería tenerlo como colaborador.

Por aquellos años se debatía una sorda lucha entre el general de la Orden y el cardenal protector Julio Antonio Santori, porque este último pretendía inmiscuirse en el gobierno de los religiosos, provocando inquietudes y desórdenes. En la lucha se vio envuelto también Lorenzo, a quien el padre general encargó un cometido que exigía rapidez y decisión, y que Lorenzo llevó a cabo del mejor modo posible, ganándose cada vez más la confianza y la estima del superior.

Y quizás por este motivo fue elegido, al final del mismo año, vicario provincial de Toscana, en contra de la voluntad del cardenal protector.

Había comenzado ya el camino de los «honores» y, bien que a su pesar, tuvo que recorrerlo hasta el fin. De 1594 a 1597 fue provincial de Venecia, y en 1598 fue elegido provincial de Suiza. Además, el año 1596 fue nombrado definidor general.

Misionero

En 1593, por las constantes peticiones del archiduque Fernando de Austria y su mujer Ana Catalina de Gonzaga, se había fundado un convento de capuchinos en Innsbruck, capital del Tirol. Era el primer paso de la Orden hacia el centro de Europa, hacia el corazón del Sacro Romano Imperio. Tres años después, en 1596, fue Lorenzo, a la sazón provincial de Venecia, quien dio el segundo paso, aceptando una nueva fundación en Salzburgo por invitación del príncipe arzobispo Wolfgang Teodorico von Raitenau.

Las dos casas religiosas dependían de la provincia de Venecia, y era presumible que otras nuevas fundaciones surgirían en breve. Por eso era oportuno prepararse para una cadena de conventos que, a través del valle del Adigio, uniese el Véneto con el Trentino y el Tirol. Fue precisamente Lorenzo quien inició esa cadena. Ya existía un convento en Rovereto; él aceptó otro en Trento en 1597, y quizás se interesó también por otras fundaciones.

Los países del centro de Europa entraron definitivamente dentro del radio de acción de la Orden en 1599, cuando san Lorenzo recibió el encargo de conducir allá a un grupo de doce misioneros.

Desde hacía algunos años llegaban de aquellos países peticiones cada vez más insistentes de misioneros capuchinos. La más reciente era la del arzobispo de Praga Zbynek Berka von Duba. Angustiado por las desoladoras condiciones religiosas de su diócesis y de sus fieles, acosados por el recrudecimiento de la herejía, y completamente abandonados por un clero negligente y escandaloso, el prelado no veía otra salvación que la vida ejemplar y el celo apostólico de los capuchinos.

Hay que reconocer que las condiciones político-religiosas de Bohemia y, en general, del Imperio, bajo el acoso de los herejes, eran cada vez más preocupantes; sobre todo por la debilidad y el descuido del emperador Rodolfo II y por la ineficacia de sus ministros. No menos deplorables eran las condiciones intelectuales y morales del clero tanto diocesano como regular. Existía el serio peligro de que el catolicismo fuera definitivamente arrollado y desapareciese del todo en aquellos países.

La presión de los herejes se sentía de modo particular en Praga, sede de Rodolfo II y capital del Imperio. Por fortuna estaban allí los jesuitas, quienes con su colegio, el Clementinum, constituían desde 1556 un vigoroso baluarte; pero eran insuficientes para tantas necesidades. Así se explica que el pensamiento del arzobispo Zbynek se volviese con esperanza hacia los capuchinos, quienes al final del siglo XVI eran, junto con los jesuitas, los misioneros más prestigiosos y renombrados de Europa, y los más fieles portaestandartes de la ofensiva católica contra la invasión de la herejía.

Pero el envío de religiosos a lugares tan lejanos y diferentes planteaba problemas nuevos y muy graves; y los superiores estaban indecisos. Una orden de Clemente VII despejó las dudas. Así en el capítulo general de 1599 Lorenzo, que había sido reelegido definidor, fue encargado de guiar al otro lado de los Alpes a un puñado de hermanos elegidos de varias provincias.

A principios de julio partió a pie y, atravesando el Tirol, llegó a Viena el día 28 de agosto. Aquí, a causa de las penurias padecidas en el camino, cayó enfermo con casi todos sus compañeros; y como en el país se propagaba la peste, se sospechó que también ellos estaban contagiados; y se vieron abandonados y rechazados por todos, en un estado de suma indigencia. Pero habría hecho falta mucho más para acobardar a quien llegaba con la esperanza de padecer el martirio por amor a Cristo. Sanaron por fin, y, a principios de noviembre, emprendieron el camino hacia Praga, recibidos en todas partes con injurias, insultos, improperios y pedradas. No les preocupó el recibimiento; ya se lo esperaban de una gente en gran parte herética y acaloradamente anticatólica, y que se sentía más audaz y descarada por la ausencia del emperador y de casi todas las autoridades. Estas se habían refugiado en Pilsen, aterrorizadas por el espectro de la peste, que en los meses anteriores se había acrecentado y que todavía no acababa de extinguirse.

Uno de los pocos que acogió humanitariamente a los capuchinos fue el arzobispo, que los alojó provisionalmente en un hospital diocesano con iglesia. Aquí, sin perder tiempo y sin dejarse intimidar ni por los hombres, ni por el contagio, ni por el frío «que fue rigurosísimo aquel año», Lorenzo, ayudado por sus hermanos, comenzó una intensa actividad y, especialmente con su predicación, empezó pronto a atraerse un número siempre creciente de personas. Entraba también en las casas de los católicos donde sabía que podía encontrar algunos herejes, y, en diálogo abierto y familiar, dilucidaba la verdad y disipaba las dudas, facilitando el retorno a la fe católica.

En contrapartida, se agudizaba la hostilidad de los adversarios. Cuando salían de casa, los frailes tenían que encomendar su alma a Dios. «Cada día -cuenta uno de ellos-, cuando se iba afuera, se volvía a casa con muchas pedradas y muchas veces con las cabezas rotas. También a su persona (la de Lorenzo) descalabraron los herejes y tiraron por tierra». Todavía no era el martirio, pero faltaba poco. Lo peor vino más tarde, cuando los herejes lograron infundir en la mente del emperador graves sospechas contra los religiosos, que estuvieron a punto de ser expulsados de Bohemia. Pero, gracias a Dios, al final se arregló todo, y los capuchinos pudieron construir su convento cerca del palacio imperial, desarrollando con renovado celo su misión pastoral.

Lorenzo fundó al año siguiente (1600) un segundo convento en Viena y otro en Graz, en la Stiria: tres conventos que, andando el tiempo, serían el centro de tres provincias religiosas.

Alba Real

Contribuyó mucho a acrecentar el prestigio del santo y a suscitar nuevas simpatías hacia los capuchinos la intervención de san Lorenzo en la victoria del ejército imperial contra los turcos en Hungría en octubre de 1601.

Ya desde 1593 el emperador se encontraba en guerra con la Medialuna. La lucha proseguía con diversa fortuna, dirigida por jefes mediocres y cobardes. El archiduque Matías, hermano de Rodolfo II, se destacaba entre todos por su ineptitud, impericia militar y falta de prestigio. Y era precisamente el archiduque quien estaba en 1601 al mando del ejército imperial.

Por suerte, a mediados de septiembre, una partida de soldados consiguió apoderarse de Alba Real, antigua sede de los reyes húngaros, y ciudad que se encontraba en el centro de aquella región. Tal pérdida dolió a los turcos como un hierro ardiente en carne viva y mandaron contra el lugar todas las tropas disponibles. Así, a principios de octubre, frente a los imperiales, que podrían sumar de 16 a 18.000 hombres, se presentaron no menos de 60.000 turcos, armados hasta los dientes.

El choque, que pudo ser un desastre para los imperiales, se convirtió en un éxito. El mérito principal no fue ciertamente de los jefes militares, irresolutos e incapaces como siempre; sino que, a juicio de los entendidos, el triunfo debe atribuirse en buena parte a san Lorenzo. Desde que llegó al campamento, aunque al principio fue acogido con silbidos y escarnios por una parte de la soldadesca, no cesó de inflamar con ardorosos discursos a las tropas cristianas desmoralizadas; llegado el momento, acompañaba a los combatientes en los mayores peligros; algunas veces iba intrépidamente por delante, con el crucifijo en la mano, bendiciéndolos e invocando los nombres de Jesús y María. Parecía invulnerable, incluso cuando estaba cercado por una nube de saetas y proyectiles enemigos; ni los golpes de las cimitarras podían con él. Por todas partes le arropaba una fuerza invisible. El consejero imperial de guerra, Jerónimo Dentico, experto en asuntos militares, escribe en una relación oficial al nuncio pontificio: «Estaba aquel buen padre con ánimo intrepidísimo y firmísimo, como lo haría el mejor soldado y el más curtido del mundo». Y añadía que la victoria tenía algo de milagroso, y que todo había que atribuirlo a las oraciones de los buenos «y a las de este buen padre siervo de Dios que está con nosotros, como ya lo dice todo este ejército, incluidos los herejes más principales».

En cuanto a los herejes, algunos de ellos quedaron tan impresionados de cuanto sucedió en torno a Lorenzo que se convirtieron al catolicismo. Dejando de lado otros testimonios, bastará decir que el mismo santo, más tarde, reconoció que «verdaderamente Dios nuestro Señor había obrado cosas tan maravillosas que se podían parangonar con las maravillas que se cuentan en la Escritura».

El general santo

Algunos meses después de estos sucesos, Lorenzo, vuelto a Italia, fue elegido general de la Orden (24 de mayo de 1602). Con esta elección los religiosos le daban una gran prueba de estima, pero le cargaban con un pesado cometido: visitar todas las provincias, especialmente las transalpinas, que desde hacía mucho tiempo esperaban la visita de un padre general. Solamente otro superior, Jerónimo de Sorbo, había logrado hacer algo parecido; pero en un tiempo en que la Orden tenía una extensión más reducida, y valiéndose, con las debidas licencias, de una cabalgadura.

Ahora, en 1602, los capuchinos estaban repartidos en treinta provincias con casi nueve mil religiosos, diseminados por gran parte de la Europa católica. Lorenzo debía visitarlos a todos, en un solo trienio, viajando siempre a pie. Era una empresa ardua incluso para él, aunque sólo tuviera cuarenta y tres años.

Terminados los trabajos capitulares, sin pérdida de tiempo, se puso en camino. Recorrió el norte de Italia, visitó Suiza, pasó por el Franco Condado y Lorena y, en la segunda mitad de septiembre se encontraba ya en los Países Bajos, en Bruselas y Amberes. Después, sin desanimarse por los malos caminos, los hielos invernales y la nieve, continuó su marcha, visitando las amplísimas provincias de Francia: París, Lyon, Marsella y Toulouse. En la primavera de 1603, se encontraba entre los capuchinos de España, dispersos en un extenso territorio, que iba desde Rosellón a Valencia, de Cataluña a Aragón; y el día 20 de junio celebraba capítulo provincial en Barcelona.

En menos de un año había terminado la parte más difícil y pesada del cargo que se le había confiado: la visita de las provincias transalpinas.

Vuelto a Italia, se detuvo brevemente en Génova; después, en septiembre, llegaba a Sicilia, de donde subió a la Península, continuando sus visitas. Las únicas provincias que no llegó a visitar personalmente fueron las de Bolonia, Milán y Venecia. Después de todo esto, a comienzos de 1605, todavía tuvo tiempo para bajar a Nápoles a predicar diariamente la cuaresma en la iglesia del Espíritu Santo; y no se contentó con un solo sermón al día, sino que quiso predicar también por la tarde, sobre el Ave María, para difundir más la devoción a la Virgen.

Su recorrido fue verdaderamente gigantesco, de miles y miles de kilómetros, siempre a pie, en verano y en invierno, bajo el golpeteo de la lluvia o el azote del sol, atravesando ríos y cenagales, montes y llanuras, nieves y hielos, sin un momento de reposo. Un compañero de viaje afirma: «Anduvo siempre a pie; ni siquiera quería pasar a caballo los ríos, donde una vez casi nos ahogamos todos; y él siempre alegre». A veces recorría en un solo día más de veinticinco y treinta millas. Sólo un obstáculo era capaz de detenerlo: la enfermedad que, a veces, lo redujo a punto de muerte. Pero aun entonces, en cuanto podía ponerse en pie, reemprendía audazmente el viaje.

Por penosas que fuesen las caminatas, continuaba observando rigurosamente las severas costumbres de la Orden, los prolongados ayunos y las rigurosas abstinencias. A veces llegaba agotado a los conventos, en un estado que daba pena. Y ni aun entonces aceptaba distinciones ni tratos de favor. En la mesa no quería más que la comida común; como lecho, el jergón de paja, y por la noche se levantaba a maitines. Un compañero suyo nos cuenta: «Yo que sentía tanto cansancio y que me parecía imposible ir a maitines después de tanto viaje, me levantaba para ver qué haría el padre general, e infaliblemente lo encontraba en el coro para maitines y la oración».

Es natural que semejantes ejemplos suscitasen la admiración y el asombro de los religiosos y de sus propios compañeros de viaje. Era también admirable su trato con todos los hermanos, su cariño y solicitud incluso para el último fraile del convento; su humildad que lo llevaba a lavar los cacharros de la cocina. Dedicaba un afecto especial a los enfermos y se enternecía ante sus sufrimientos, «y hacía todo lo posible para ayudar y consolar a las personas dolientes».

Pero a él, general de la Orden, no podía bastarle el ejemplo. El cargo que desempeñaba lo impulsaba a ser el custodio del espíritu de san Francisco. Las Ordenaciones que dejó en varios lugares nos demuestran cuán vivo llevaba ese espíritu en el corazón. Era constante, enérgico, insistente su llamada a la observancia de la Regla y Constituciones, a las austeridades tradicionales de la Orden, especialmente a la pobreza más rigurosa. Y contra quien faltaba demasiado fácilmente sabía mostrarse hombre enérgico, especialmente si se trataba de superiores. «Tenía tacto con grandes y pequeños, abrazando y favoreciendo a los hermanos fervorosos y que juzgaba útiles en la Orden, y reprendiendo con energía a quienes no consideraba tales, aunque se tratase de padres de importancia». Sus exhortaciones eran conmovedoras. «En sus pláticas parecía que el corazón se le salía del pecho». Todo esto, unido a los prestigios que se sucedían a su paso, explicaba suficientemente que fuese llamado por todos el general santo.

Polemista

Al terminar su generalato (27 de mayo de 1605) no permaneció san Lorenzo mucho tiempo inactivo. En Praga había dejado una huella profunda, y muchos deseaban su regreso. Recurrieron al papa Pablo V, quien a principios de 1606 le ordenó encaminarse hacia el norte.

Pasando por el Tirol, llegó a Munich, donde conoció personalmente a Maximiliano el Grande, duque de Baviera y cabeza de los católicos alemanes. Fue el primer encuentro de dos grandes espíritus, llamados a comprenderse, a estimarse recíprocamente y a cooperar activamente en favor de la Iglesia católica en el Imperio.

A su llegada a Praga, Lorenzo fue acogido con calurosas manifestaciones de simpatía y se consagró celosamente a la predicación. No se trataba de una actividad de poca monta. La iglesia y el convento de capuchinos se encontraban junto a la residencia del emperador y se habían convertido en lugar de encuentro para diplomáticos y embajadores, ministros y cortesanos, quienes, después de las funciones religiosas, se detenían con discreción para tratar sus asuntos sin llamar la atención. En la iglesia de capuchinos tenían su propio puesto el nuncio apostólico, los ministros católicos y los embajadores. Por eso predicar desde aquel púlpito equivalía a predicar a los principales personajes de la política imperial y a los representantes de los príncipes católicos de Europa; y las palabras que allí se pronunciaban podían tener una enorme resonancia, como se puede comprobar hoy examinando los despachos que aquellos años llegaban desde Praga a las cancillerías de Venecia, Florencia, Roma, Madrid, etc. Ahora bien, si había un hombre que por la competencia teológica, la valentía oratoria y la creciente fama de santidad podía subir dignamente a aquel púlpito, éste era sin duda Lorenzo de Brindis. Y una voz como la suya, en aquellos momentos, era ciertamente providencial. No eran tiempos fáciles para el catolicismo. Aprovechándose de la debilidad del emperador y del apoyo más o menos descubierto de los ministros y otros personajes, los herejes ejercían crecientes presiones en detrimento de los católicos. Pero Lorenzo, que tenía sus informadores, lograba estar al tanto de cualquier maquinación, y no tenía empacho en denunciar desde el púlpito todo tipo de concesiones y compromisos.

A él se debe en gran parte el mérito de que en diciembre de 1607 se publicase el bando imperial contra la ciudad de Donauwörth que, desde hacía tiempo, conculcaba los derechos de los católicos. El duque de Baviera fue el encargado de ejecutarlo y procedió con mucha decisión y rapidez. «Todos supieron que no se habría hecho nada de no estar en Praga fray Lorenzo, quien, con gran bochorno de los ministros del emperador, les echó en cara repetidas veces desde el púlpito el poco celo que tenían de la religión católica».

No menos vigorosa fue su intervención en julio del mismo año durante la visita que hizo al emperador el duque de Sajonia Cristián II.

Entre las cuatrocientas personas de su séquito se encontraba el predicador áulico, Policarpo Laiser, uno de los más conocidos teólogos y de los más afamados representantes de la reforma luterana. Según las prescripciones entonces en vigor, en Praga y en toda Bohemia, no se admitían más que dos confesiones religiosas: la católica y la husita. No obstante, Laiser quiso predicar dos veces desde las ventanas del palacio en que se hospedaba. Las dos prédicas, convenientemente anunciadas de antemano a bombo y platillo, metieron ruido porque trataban de la salvación sin necesidad de buenas obras y de la justificación: dos temas particularmente gratos para los luteranos. Se trataba de un descarado desafío a los católicos. «Me sentí abrasado de tanto celo que no supe contenerme», escribe Lorenzo. Contraatacó a su manera con fuerza y vehemencia. «Llevó al púlpito la Biblia en tres lenguas (hebreo, caldeo y griego), y al final del sermón dijo: Quiero que sepáis qué clase de gran hombre es ese charlatán que ha tenido la osadía de predicar contra nuestra religión católica... Coged estos libros...; veréis que ni siquiera sabrá leerlos». Y con gesto enérgico los lanzó en medio del auditorio. La impresión fue enorme; el secretario imperial, Juan Barvizio, recogió los volúmenes para llevárselos a Laiser. Pero éste no aceptó el reto y, «más mudo que un pez», se batió en retirada. Más tarde, en Dresde, para remediar el descalabro sufrido, dio a la imprenta los dos sermones, precedidos de un prólogo y seguidos de un epílogo, en los que atacaba personalmente al capuchino y a un padre jesuita.

Lorenzo tomó rápidamente la pluma y escribió un esbozo de respuesta, que llamó Apologeticum. Pero poco a poco el trabajo fue engrosando hasta convertirse en una refutación universal, viva y palpitante, aunque sintética, de todo el luteranismo y sus errores: la Lutheranismi hypotyposis. Trabajó activamente, y para finales de 1608 la obra estaba ya ultimada en sus líneas generales. Por desgracia nunca pudo darle la última mano ni llegó a imprimirla por contratiempos que luego veremos y por la muerte de Laiser; no quería dar la impresión de «combatir contra los muertos ni pelear contra sombras».

La elaboración de su importante y genial obra, que lo tuvo ocupado varios meses, no le impidió ejercer el ministerio de la predicación que por su calidad se hacía cada vez más importante. Y a la predicación añadía la obra de persuasión mediante entrevistas personales y coloquios frecuentes, que sostenía con los principales personajes de la corte y de la política. Además hay que contar el nombramiento de comisario o superior de sus religiosos, en la primavera de 1608. Tenía el encargo de separar de la misión los conventos de Stiria, erigiéndolos en comisariato independiente: el comisariato de Graz.

Las denuncias y críticas de Lorenzo no bastaban para mover la oxidada y casi paralizada máquina del gobierno imperial. A la indolencia de Rodolfo II se contraponía el dinamismo creciente de los calvinistas que, dirigidos por el elector palatino Federico IV, se habían coaligado secretamente en la Unión evangélica. La situación se tornó más grave todavía cuando en abril de 1608, el archiduque Matías se levantó contra su hermano Rodolfo II, obligándole a cederle las provincias de Austria y Moravia y la corona real de Hungría. Los protestantes aprovecharon la ocasión para sacar la mayor tajada posible, y arrancaron al archiduque concesiones cada vez más perjudiciales para la Iglesia católica. Peor todavía: muerto sin herederos el príncipe Juan Guillermo von Mark, quedaban vacantes los ducados de Jülich, Cleves y Berg. Emplazados entre Francia, Países Bajos y Alemania meridional, estos territorios se encontraban en una posición estratégica y delicada. Enrique IV, rey de Francia, estaba dispuesto a todo con tal de que no cayeran en manos de los Habsburgo; por eso daba todo su apoyo a los calvinistas.

Ante tan grave situación, el duque de Baviera decidió no esperar la catástrofe cruzado de manos. Mientras trabajaba secretamente organizando una Liga de príncipes católicos para contrarrestar la Unión evangélica, pensó enviar a España y a Roma un embajador que solicitara el apoyo financiero y militar de Felipe III y Pablo V. El embajador fue Lorenzo de Brindis, con quien el duque, ya de tiempo atrás, mantenía una asidua y confidencial correspondencia. El duque sabía, por experiencia personal, que el capuchino estaba «informadísimo» de los asuntos de Alemania, que conocía hasta los «últimos entresijos», y por lo tanto estaba capacitado para informar adecuadamente al rey de España. Además, su gran prestigio y su fuerza de persuasión le abrirían muchas puertas en Madrid. Y el nuncio de Praga estaba de acuerdo con Maximiliano.

Lorenzo fue llamado a Munich. Después de haberse entendido perfectamente con el duque y con las debidas licencias, partió para Génova y se embarcó rumbo a España. Llegó a Madrid el día 10 de septiembre.

Bien pronto, como lo había previsto el duque, Lorenzo se ganó la benevolencia de todos, especialmente del rey y de la reina, a quienes podía visitar libremente cuando quería; otras veces eran los reyes mismos quienes lo llamaban. Así, superadas todas las dificultades, consiguió cuanto pedía: 300.000 ducados anuales para la Liga católica y el compromiso por parte del rey de pertenecer a la misma. Consiguió además algo que no habían logrado todavía sus hermanos de hábito: la fundación de un convento de capuchinos en Madrid.

Partió para Roma. Llegó a principios de febrero de 1610. Aquí se encontró con los enviados de los príncipes alemanes, y junto con ellos consiguió del papa una promesa firme de ayudar a la Liga. Similares propósitos obtuvo a continuación en Florencia, Módena y Parma. A finales de mayo estaba de regreso en Alemania, donde tuvo que trabajar durante otros dos meses como embajador volante entre Munich y Praga para solucionar algunas graves dificultades que habían surgido entre tanto; sólo a mediados de agosto se pudo decir que la Liga católica estaba consolidada. Maximiliano y los príncipes católicos podían estar seguros de haber plantado un firme puntal contra la superchería de los herejes y el progresivo deterioro del catolicismo en el Imperio. En cuanto a la intervención de Lorenzo, confesó el duque de Baviera que «toda Alemania y la cristiandad entera debían agradecer al padre Brindis, porque gracias a él se había formado la Liga católica de la que había derivado tanto provecho».

En los tres años siguientes, a requerimiento de Maximiliano y por mandato de Pablo V, san Lorenzo tuvo que permanecer en Munich y desempeñar ante el duque, aun sin ostentar el título oficial, el cargo de representante de la Santa Sede o nuncio papal. Su amistad con Maximiliano fue cada vez más íntima y se convirtió en una verdadera paternidad espiritual. No había asunto grande o pequeño, privado o público, religioso o político que el duque no lo tratara confidencialmente con él. El convento de capuchinos se alzaba sobre un baluarte de los muros de la ciudad y, mediante un pasadizo subterráneo, comunicaba con el palacio ducal. Por él pasaba Maximiliano cuando iba a consultar a san Lorenzo o a asistir, cada vez con más frecuencia, junto con su esposa, a la misa que celebraba el santo en un oratorio privado: una misa que duraba horas.

La presencia de Lorenzo en Munich, en una época en la que Baviera adquiría cada vez más importancia y se convertía en el eje de la defensa católica en el Imperio, resultó providencial, especialmente en ciertas cuestiones graves, y proporcionó notables beneficios tanto a la Santa Sede como al mismo duque.

Maximiliano habría querido tener más tiempo a su amigo a su lado; pero Lorenzo, en la primavera de 1613, regresó a Italia para tomar parte en el capítulo general y, por varias razones, no volvió a cruzar los Alpes. Los países septentrionales por su clima frío e inclemente no sentaban bien a su ya avanzada edad, aquejada de indisposiciones cada vez más graves, con frecuentes e implacables ataques de gota que le afectaban a pies y manos, que le hacían gritar de dolor.

Nuevos encargos y nuevas cruces

En el capítulo general de 1613 fue elegido definidor por tercera vez y enviado a visitar la provincia de Génova.

Esta provincia comprendía también la Liguria y el Piamonte, es decir, cobijaba religiosos de índole muy diferente que pertenecían a dos estados distintos. Esto explica que en el interior de los conventos hubiera cierta desazón, aumentada por el hecho de que los capuchinos piamonteses, o mejor, algunos de los más exaltados, estaban decididos a erigirse en provincia autónoma; para conseguirlo habían recurrido a su soberano Carlos Emanuel I de Saboya. Este estuvo muy decidido a apoyar la iniciativa e hizo saber a los superiores que en su Estado no quería saber nada de «extranjeros», es decir, frailes ligures.

Pero el capítulo general de 1613 no había permitido la desmembración y por toda respuesta envió a san Lorenzo como visitador. Después de recorrer la provincia, dándose cuenta del problema, convocó capítulo provincial en Pavía para el 13 de septiembre. Los religiosos, que en su mayoría estaban por la paz y la concordia, y que habían podido admirar el equilibrio y la virtud del visitador, pensaron que era él el más capaz para gobernarlos en aquellas difíciles circunstancias. Y contra su expresa voluntad, lo nombraron superior a viva voz y casi por unanimidad. A sus protestas respondieron entonando el Te Deum.

Quien no cantó el Te Deum fue el duque de Saboya. Indignado por la fallida erección de la provincia, prohibió al nuevo superior pisar su territorio y cerró la entrada a los religiosos ligures. De hecho, durante todo el trienio, Lorenzo no pudo dirigirse allá. Esta contrariedad, y otras que le ocasionaron los «independentistas», fue la cruz más pesada que tuvo que llevar durante estos años. Los habitantes de la Rivera trataron de resarcirle de esta pena; siempre y en todas partes lo acogían con manifestaciones de veneración; acudían en masa a escuchar su palabra, especialmente cuando predicó la cuaresma en la catedral de Génova. Por lo demás, no es de extrañar que la gente se apiñase en torno a un hombre a cuyo paso las gracias y portentos florecían prodigiosamente.

El santo franciscano

Al terminar su provincialato en la Liguria, en agosto de 1616, regresó Lorenzo a su provincia de Venecia y pudo por fin gozar de un intervalo de tranquilidad y de paz.

Después de haberse detenido algún tiempo en Verona, se retiró a Bassano, al pie del gigantesco macizo de Grappa, donde se enfrascó enteramente en las cosas de Dios. Pero para conocer mejor su vida en este tiempo feliz y para comprender el secreto de toda su existencia y de su actividad, es oportuno recoger, aunque sea de pasada, alguna de las características fundamentales de su espiritualidad y santidad.

Ante todo, no hay duda de que san Lorenzo fue un santo enteramente franciscano. Crecido desde joven entre los capuchinos, asimiló íntegramente la espiritualidad cristocéntrica y templó su espíritu en el clima de fervor suscitado en el Véneto por los iniciadores de la nueva reforma franciscana.

Enamorado de la pobreza como Francisco de Asís, la practicó sin componendas; cuando fue superior, se preocupó de su más estricta observancia, aceptando y haciendo aceptar todos los sacrificios y renuncias que comporta. Esto no le impidió mostrarse caritativo con sus hermanos. Durante su provincialato en Venecia (1594-1597) le llamaban «el consuelo de todos los religiosos». Y tampoco fue óbice para estar siempre alegre. «En todos sus rigores y asperezas -asegura uno de sus compañeros- se manifestaba siempre alegre»; «pero era una alegría que arrastraba a la devoción, viendo con qué sencillez, sinceridad y pureza trataba».

Con el mismo empeño practicaba la pobreza interior que consiste en la humildad. Nunca hablaba de sí mismo; había que tirarle de la lengua para que soltase prenda. En cuanto a su ciencia sagrada, «si no era provocado y más que provocado, no decía ni una palabra que diese a entender que sabía algo». Sufría profundamente al verse aclamado por las gentes, tenido por santo, promovido a los más altos cargos de la Orden. De haber dependido de su voluntad, habría vivido completamente feliz en la obediencia. Fray Juan de Monteforte, que le asistió en la última etapa de su vida, asegura que, aun siendo definidor general, «se me sometía y quería hacer mi voluntad y no la suya, y lo hacía con tal humildad que causaba asombro».

Pero la nota que caracteriza mejor su espiritualidad y su personalidad es su riqueza de sentimiento y su capacidad de amor que parecen no tener límites.

Todavía adolescente, en Venecia, en casa de su tío sacerdote, su contemplación iba acompañada de impresionantes fenómenos místicos y de incontenibles efusiones de afecto y de lágrimas. Más tarde, entre los capuchinos, especialmente en su edad madura, cuando se ponía en oración, daba la sensación de estar arrebatado por una fuerza irresistible: la cara se le encendía poco a poco, respiraba con dificultad como sacudido por una violencia misteriosa; de pronto, los suspiros y gemidos se convertían en una respiración de fuego e, incapaz de contenerse, prorrumpía en auténticos gritos de júbilo o de dolor, de amor y de ternura, de tal manera que «parecía que le estallaba el corazón en pedazos; y los gritos no eran escuchados solamente por los frailes, sino también por los seglares».

Había especialmente dos realidades sobre las que volcaba el torrente de su amor y que manifestaban su espiritualidad eminentemente cristocéntrica: la santa misa y la madre de Dios.

En cuanto a la misa, puede decirse que san Lorenzo constituye un fenómeno único en la historia de la hagiografía. Después de su ordenación sacerdotal y, especialmente a partir de los cuarenta años, fue sucesivamente prolongando el tiempo de la celebración hasta una, dos y tres horas. Obtenido más tarde un permiso de Pablo V, la prolongaba cada vez más, hasta ocho, diez y más de doce horas. También cuando la gota lo torturaba hasta el punto de impedirle apoyar los pies en el suelo -y después de 1613 esto le sucedía con frecuencia-, se hacía llevar en volandas al altar, donde parecía recobrar las fuerzas, y allí permanecía dos, tres, cuatro horas. Durante todo este tiempo se abandonaba a fervores incontenibles, prorrumpiendo en exclamaciones y ardientes invocaciones, de modo que parecía sacudido en todo su ser, y se le oía desde muy lejos aun celebrando en lugares cerrados. Recurriendo a las palabras de quien lo conoció, parecía «que el aire abrasaba a su alrededor». También: «Parecía que se quemaba todo y, suspirando, lanzaba como llamas que hacían arder el corazón de los que estaban presentes». Frecuentemente caía en manifestaciones ingenuas y conmovedoras: «¡Oh, oh, Jesús, María!», exclamaba; y aplaudía y, «como ebrio del amor divino, prorrumpía a veces en palabras como si hablase con Jesucristo o con su santísima Madre». Y no hablemos de la abundancia de sus lágrimas, que era tal que empapaba cuatro, seis y más pañuelos; bañaba también los ornamentos, el corporal y los manteles del altar. Y después de la misa se entretenía durante algunas horas en ardiente acción de gracias.

No menos profundo y ardoroso era el amor que profesaba a la madre de Dios. Celebraba casi siempre la misa de la Virgen y a ella atribuía todos los dones y gracias. Hablaba de Ella como un serafín y se llenaba de gozo con sólo pensar en Ella. Durante los viajes, «cantaba loas a la Virgen y en particular la de Petrarca Vergine bella, o el Stabat Mater, o las letanías lauretanas, con tanto sentimiento que muchas veces andaba como fuera de sí». Hemos visto cómo en Nápoles, en 1605, además del sermón cuaresmal de la mañana, predicó otro por la tarde para ganar nuevos devotos de la Virgen. Es superfluo recordar las mortificaciones y demás obsequios que le ofrecía, especialmente los sábados y la víspera de sus festividades. Cuando se le presentaba la ocasión de visitar algún santuario no dejaba de aprovecharla. Sentía particular devoción por el santuario de Loreto, en el que pasó una cuaresma completa el año 1602, antes de ser elegido general de la Orden, y al que retornó en 1605, al término del pesado cargo. También las bendiciones prodigiosas que impartía a todos, especialmente a los enfermos, las daba siempre en el nombre de la Virgen; y en su honor escribió una de sus obras más hermosas: el Mariale, donde no hay dogma, privilegio o tema mariano que no toque, aclare o defienda. Y lo hace con su estilo peculiar: con claridad y equilibrio, con apasionado amor y entusiasmo poético.

Mediador de paz

San Lorenzo tuvo que interrumpir su tranquilo retiro de Bassano por mandato del papa, que lo enviaba a Milán como mediador de paz.

No era la primera vez que debía asumir el papel de pacificador. En noviembre de 1614, para ahorrar a los ciudadanos sufrimientos inútiles, se había ofrecido para acordar la rendición de los piamonteses fortificados en Oneglia, asediados por los españoles. Dos años más tarde, por deseos del legado pontificio Alejandro Ludovisi (el futuro Papa Gregorio XV) intervino ante Candia Lomellina para buscar un acuerdo entre españoles y piamonteses, aunque el intento falló a causa de los últimos.

Ahora, a principios de 1618, recibía la orden de dirigirse a Milán para convencer al gobernador español don Pedro de Toledo, para que aceptase la paz con Carlos Emanuel I, restituyéndole la plaza fuerte de Vercelli. No fue tarea fácil persuadir al astuto y caprichoso gobernador; pero al fin, con su prestigio, su tacto y su santidad, consiguió lo que otros muchos habían intentado en vano.

Mucho más dramáticas fueron las circunstancias en las que se vio envuelto durante el otoño del mismo año, al intentar restablecer la serenidad y la paz en el reino de Nápoles.

Después de ser reelegido definidor en el capítulo general (Roma, 1 de junio de 1618), bajó a Nápoles desde donde pensaba dirigirse a Brindis, su ciudad natal, para visitar un monasterio de clarisas que el duque de Baviera había mandado edificar sobre su casa paterna.

A la sazón era virrey de Nápoles don Pedro Téllez de Girón, duque de Osuna, hombre de grandes cualidades, pero también de grandísimos defectos: impulsivo, libidinoso, bravucón, desmedidamente ambicioso y de una prepotencia y desenfreno sin límites. Con su comportamiento caprichoso e independiente era causa, desde hacía tiempo, de preocupaciones e inquietudes para varios estados de Italia, especialmente para Venecia, que el duque odiaba de corazón. En Nápoles, en donde era virrey desde 1616, para dominar más fácilmente a los súbditos y obrar a su gusto, no había encontrado nada mejor que incitar a una parte de la población contra la otra. Amenazas y abusos, arbitrariedades e injusticias estaban a la orden del día. No había casas, ni lugares sagrados, ni siquiera monasterios de monjas que se vieran libres de las lujuriosas hazañas del virrey y de sus soldados. De ahí las exasperaciones, represalias y venganzas cada vez más sangrientas.

Cuando se presentó san Lorenzo, la tensión rayaba en la desesperación. Para librarse de Osuna, los ciudadanos más responsables se dirigieron en secreto al santo, cuya virtud conocían, y también sus dotes de diplomático y la amistad que lo unía a Felipe III; y lo convencieron para que fuera a la corte de España a presentar sus quejas y conseguir la destitución del virrey antes de que fuera demasiado tarde. El santo no supo negarse y, provisto de la debida autorización, partió de incógnito del puertecillo de Torre del Greco, en una noche de tormenta, eludiendo la estrecha vigilancia del de Osuna. Durante el viaje logró evitar no pocos peligros y toda una red de trampas que le tendió el virrey; y aunque tuvo que detenerse en Génova algunos meses, a finales de mayo de 1619, pudo alcanzar al soberano en Lisboa, adonde se había dirigido el monarca para asistir a la coronación de su hijo Felipe IV como rey de Portugal. En repetidos encuentros le informó de todo; pero cayó enfermo a mediados de junio, cuando ya los asuntos tomaban un cariz favorable. No obstante la asistencia que le prestaron los médicos del rey, consumido por las fatigas y sufrimientos, murió el 22 de julio de 1619, a los sesenta años justos de edad, después de haber recibido, con conmovedora devoción y en presencia de numerosos personajes, los últimos sacramentos.

Fue grande la condolencia del rey, de la corte y de cuantos lo habían conocido. Don Pedro de Toledo, que se encontraba entre el séquito del soberano, se apresuró en hacer embalsamar el cadáver y trasladarlo a Villafranca del Bierzo (León), capital de su marquesado, donde fue sepultado en la iglesia del monasterio de las franciscanas descalzas, fundado por su hija, sor María de la Trinidad. También los objetos de su uso personal fueron saqueados por la gran veneración que le profesaban, especialmente los pañuelos empapados en lágrimas durante la misa. En particular su corazón fue embalsamado y repartido entre quienes le habían profesado más afecto. Lo veneraban como santo.

Santo y doctor de la Iglesia

Muchísimos fueron los milagros y las gracias que se atribuyeron a Lorenzo durante su vida. Pero no menos numerosos fueron los atribuidos después de la muerte; y si aquéllos le habían valido el apelativo de «padre santo», éstos impulsaron al general de la Orden, Clemente de Noto, a introducir el proceso de canonización cuatro años después de su muerte. Desgraciadamente, cuando el proceso estaba ya ultimado, se publicaron los conocidos decretos de Urbano VIII que prohibían la introducción de las causas hasta que pasaran cincuenta años a partir del fallecimiento. También la causa de Lorenzo quedó congelada y, por diversas razones, no fue reemprendida hasta un siglo más tarde. Fue beatificado el 23 de mayo de 1783 por Pío VI. Sucesivamente otros impedimentos, y en particular las repetidas supresiones de entidades religiosas, retrasaron también mucho la canonización, que por fin tuvo lugar el 8 de diciembre de 1881 por obra de León XIII, gran admirador suyo.

Pero los contemporáneos de Lorenzo no sólo admiraron su santidad sino también su ciencia sagrada. En los procesos de canonización, numerosísimos testigos elogiaron su profundidad y su riqueza. La destacaron los biógrafos y no faltaron artistas que plasmaron al santo en el momento de escribir sus voluminosas obras bajo la inspiración del cielo. Más tarde, quien, por deber de oficio, se acercaba a sus escritos, quedaba admirado y declaraba que Lorenzo era digno de ser contado entre los doctores de la Iglesia. No se trataba de una exageración, como lo demostró la publicación de su Opera omnia, llevada a cabo entre 1928 y 1956; y como lo demostró sobre todo la proclamación del santo brindisino como Doctor de la Iglesia (19 de marzo de 1959).

El documento pontificio, con el que Juan XXIII le confirió el título de Doctor Apostólico, define sus escritos como «verdaderos tesoros de sabiduría» y muestra la admiración de que un hombre, tan consagrado a la predicación y a otras tareas apostólicas, haya podido encontrar tiempo para escribir obras que abarcan toda la gama de la ciencia sagrada. Se trata de quince gruesos volúmenes. Y no encierran todo lo que brotó de su pluma. Algunos escritos han desaparecido sin dejar rastro; de otros quedan acá y allá algunos retazos.

Las obras del santo pueden dividirse en cuatro clases:

1. Obras de predicación: son las más numerosas. Contienen sermones de cuaresma, de adviento, homilías dominicales; el Santoral, con una nutrida serie de panegíricos para las fiestas y el común de varios santos. El Marial con una colección riquísima de sermones sobre la Salve, el Magníficat, el Ave María y festividades de la Virgen.

2. Obras escriturísticas: la Explanatio in Genesim con la exposición de los once primeros capítulos del Génesis; De numeris amorosis que es un opúsculo sobre el significado místico y cabalístico del nombre hebreo de Dios.

3. Una obra de controversia religiosa: Lutheranismi hypotyposis, compuesta entre 1607 y 1609.

4. Escritos de carácter personal y autobiográfico: el opúsculo De rebus Austriae et Bohemiae, redactado por orden de los superiores, narra las peripecias que vivió en tierras alemanas entre 1599 y 1612. Y un grupo de cartas.

Se ha hablado mucho sobre el valor de cada una de estas obras, y no es fácil formular una valoración exhaustiva. Lo cierto es que las obras principales son el Mariale, la Explanatio in Genesim y la Lutheranismi hypotyposis.

Ya nos hemos referido al Mariale al hablar de la devoción del santo a la Virgen, de la que es un elocuente documento. Pero es, a la vez, una verdadera mariología, rica, sólida, completa, escrita en estilo oratorio. En ella se encuentran afirmadas con claridad, e iluminadas magistralmente, incluso verdades que en tiempo de Lorenzo no estaban todavía definidas -como la Inmaculada, la Asunción, la mediación universal de María-. Bien puede decirse que el santo brindisino, con esta obra, merece figurar entre los más grandes mariólogos que hubo hasta su tiempo.

La Explanatio in Genesim nos revela en el santo al escriturista. La diligencia y meticulosidad con que indaga y determina el sentido literal de la Escritura, el conocimiento que demuestra de los Santos Padres y el dominio de las lenguas bíblicas manifiestan sus notables dotes de exegeta. Y la seriedad del método empleado puede servir de ejemplo aun después de casi cuatro siglos.

La Lutheranismi hypotyposis, escrita contra Laiser, puede considerarse como su obra principal y más orgánica. San Lorenzo se manifiesta en ella como uno de los polemistas más destacados del período postridentino. Se trata de una completa refutación del luteranismo, considerado desde tres puntos de vista: el histórico, es decir, en la realidad viva o hipotiposis del fundador, Lutero; desde el punto de vista doctrinal: en los errores y tergiversación de la verdad cristiana por parte de la Iglesia luterana; desde el punto de vista práctico: en la realidad permanente de sus secuaces, de los que Laiser es prototipo. El aspecto más insólito y genial de la obra estriba en que compendia las ventajas ofrecidas por los polemistas anteriores, es decir, las ventajas de la controversia histórico-personal, y a la vez las de la controversia doctrinal; ofrece una visión sintética y universal de los errores luteranos y proporciona los argumentos esenciales para refutarlos; es un compendio de la apologética culta y de la divulgación popular.

En cuanto a las obras destinadas a la predicación, aun dejando de lado otras consideraciones, no se puede menos que poner de relieve el uso magistral que el santo hace en ellas de la sagrada Escritura; profundiza tanto en el texto que la Escritura parece ser el alma, la vida, la sustancia misma de sus sermones. Leyéndolo, se siente uno frente a un hombre que piensa con la Biblia, discurre con la Biblia, se expresa con el lenguaje mismo de la Biblia, se emborracha de Biblia como una alondra se emborracha de cielo y de sol. Esto imprime a sus discursos un aliento extraordinario y un sabor profundamente sagrado; y al mismo tiempo corrobora todo cuanto los compañeros de Lorenzo afirman unánimemente en los procesos: que sabía de memoria la Biblia.

Y no hay que olvidar otro aspecto especial. Ninguna de sus obras, salvo la Lutheranismi hypotyposis, estaba destinada a la imprenta. Esto nos hace admirar todavía más el vigor y la profundidad de pensamiento que encontramos en sus páginas, la solidez teológica que lo distingue, la claridad y elegancia de su expresión.

Después de todo lo que llevamos dicho sobre la vida y actividad de san Lorenzo de Brindis, encaja perfectamente el juicio sintético y expresivo que encontramos en el decreto con que la Sagrada Congregación de Ritos reconocía su doctorabilidad el 28 de noviembre de 1958: «Con su actividad tan eficaz y amplia, armoniosa y oportunamente unida a una doctrina singular, refulgió como luz espléndida en medio de la Iglesia, iluminó admirablemente el tesoro de la fe, dispersó las tinieblas de los errores, aclaró las cosas oscuras, disipó las dudas, abrió los arcanos de la Escritura, así que con razón puede ser proclamado "Doctor Apostólico"».

Nota bibliográfica:

Dado que la bibliografía sobre la vida y actividades del santo es muy abundante, consúltese la siguiente obra que nos presenta un elenco general: Felice da Mareto, Bibliographia Laurentiana opera complectens an. 1611-1961 edita de sancto Laurentio a Brindisi doctore apostolico, Roma 1962.

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