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Relativismo dictatorial
En el juego manipulador del lenguaje se suele asociar a los defensores de la verdad o de una verdad -en términos absolutos- con nociones como 'dogmatismo', 'intolerancia', 'cerrazón' u otras que ya rondan más abiertamente el insulto. En la sociedad española, tales partidarios de la verdad se identifican en gran medida con los creyentes católicos, aunque sería injusto no reconocer que muchos otros portan un complejo de ideas o convicciones, no necesariamente religiosas, por las que están dispuestos a dar su vida. Que se entienda bien esto último, porque si de lo que se trata es de quitar la vida por unas creencias, entramos ya en el ámbito del fanatismo que, pese a lo que algunos piensan, tiene pocos elementos en común con el territorio de los creyentes sinceros.
Siendo todavía cardenal, el hoy Papa Benedicto XVI advirtió al mundo acerca de los peligros de lo que llamó una 'dictadura del relativismo'. A poco que se analice el sintagma se descubre una aparente paradoja.
¿Puede ser dictatorial el relativismo? Es decir, ¿cabe que una sociedad que abomina del dogma, que no acepta verdades absolutas ni explicaciones definitivas trate de imponer sus ideas a los demás? En las consignas manipuladoras aludidas al principio, la postura relativista se emparenta enseguida con actitudes tan positivas como tolerancia, apertura y libertad. Por consiguiente, la persona que acepta tantas visiones del mundo como humanos existen -incluyendo los diferentes estados de ánimo o fases vitales por los que atraviesen en su devenir-, a la fuerza constituirá un paradigma de convivencia, un individuo con el que será fácil llegar a acuerdos y que favorecerá un clima de paz y de amistad.
Sin embargo, se nos alerta sobre una dictadura del relativismo. ¿Por qué?
La razón principal es que el anterior juego de palabras es falso de raíz. El relativista no es más tolerante, ni el creyente se identifica con el fanático. Sobre esto último, sería fácil indagar en la historia cómo aquellos que profesaron con sinceridad su fe se convirtieron en modelos de pacifismo y paciencia con los diferentes, hasta el punto de, en muchos casos, dejarse arrebatar la vida por ellos sin recurrir a la violencia. Por contra, en otros que se disfrazaron de creyentes o que enarbolaron con aspavientos la bandera de la fe, la cual trataron de imponer a sangre y fuego, no es difícil detectar una grave debilidad de convicciones, disimulada por el recurso a la fuerza y la imposición, o, más frecuentemente, motivos espurios o intereses soterrados que poco tenían que ver con la verdad evangélica. Volviendo a la actualidad, resulta indiscutible el ejemplo de entrega y apertura sin discriminación de la Madre Teresa de Calcuta, que mal que les pese a algunos, siempre manifestó su adhesión sin fisuras al magisterio de la Iglesia y al Papa.
¿Es esto una contradicción? De ningún modo, porque una fe profunda lo admite y resiste todo, incluso el que los demás piensen de forma diferente y tenderles una mano amistosa. No es el caso, también de hoy, de los terroristas islámicos, desgraciados que han sustituido la realidad por una idea que debe aplastar a quien se ponga por delante. El fanático no es capaz de explicarse con razones, pero sobre todo rehusa hacerlo y desprecia a quien no comparte su obcecación. En definitiva, el fanático es diametralmente lo opuesto de un creyente convencido.
La consecuencia de mi proposición es la siguiente: la tolerancia, la apertura y el respeto a la libertad sólo nacen de un núcleo de convicciones firmes que se basan en la existencia de una Verdad que viene a explicar el mundo, o al menos su porción fundamental. Y no es lo menos importante que esa verdad se identifique con el Amor. Para el que no se haya percatado, el que se encuentra convencido de lo anterior difícilmente podrá caer en la senda impositiva: el amor es tanto fin como medio, de manera que no cabe imponerlo sin corromper su esencia.
Por eso la auténtica fe religiosa está separada por un abismo de las ideologías, pues lo que caracteriza a estas es intentar encajar la realidad en un molde rígido. La Historia esta salpicada de la sangre que ha saltado en estos procesos.
Dicho lo anterior, queda por argumentar esa denunciada dictadura del relativismo. No resulta difícil. El relativismo es una falacia completa.
No puede darse en términos absolutos, por muy permisivo que sea un grupo siempre existe una moral, un código por lo que se distingue lo bueno de lo malo; y si se establece la amoralidad completa, no tarda en desencadenarse el caos que destruye la convivencia. Los que profesan el relativismo lo hacen siempre parcialmente, tan sólo respecto de algunos temas, por lo general relacionados con la moral tradicional, con lo que ya están traicionando su postura. Lo peor, y aquí es donde surge la aparente paradoja, es que el relativista suele ser intransigente con el que concibe la existencia de una verdad absoluta. Hasta entonces, ha podido vender su imagen de tolerancia amable, que no es otra cosa que burda indiferencia, la que nace de la ausencia de convicciones sólidas y de un deseo de no ser molestado por problemas que no le incumben. Pero cuando tropieza con el creyente se molesta, porque es alguien que le interpela con asuntos de alcance universal y que le presenta una verdad que, de reconocerse, le obligaría a cambiar su vida. En este punto, el relativista se desenmascara y saca a relucir la falsedad de su pose, porque ¿cómo se puede aceptar todo menos la verdad? En definitiva, resulta que el relativista sólo admite a los que piensan como él, y rechaza, a veces con la energía de un fanático, razonar o incluso hablar con quien profesa una fe firme en principios trascendentes.
La sociedad del «bienestar por encima de todo» respalda al relativista, lo que explica que el creyente se vea descalificado como intransigente incluso antes de abrir la boca. No obstante, suele ser el creyente el que tiene menos problemas de respeto hacia el otro, y esto es tan importante como fácil de identificar: hay tolerancia cuando, a pesar de las discrepancias, no se menosprecia a las personas, sino que sólo se disiente de las ideas. Las personas son las que siempre merecen respeto en su dignidad, por el mero hecho de serlo, a pesar de lo aberrantes que puedan ser sus pensamientos, que en tal caso podrán rechazarse con firmeza. Es muy frecuente, sin embargo, que hoy se inviertan los términos, admitiendo ideas inaceptables, con la excusa del respeto al otro, cuando en última instancia son destructivas para la persona, incluso con la callada conciencia de que esto realmente es así.A esto conduce la dictadura del relativismo, a una concepción completamente trastocada del mundo y del hombre, en la que éste ve disminuido su valor y su integridad en aras de una convivencia ideal que disfraza los verdaderos problemas con un lenguaje mentiroso. Mientras, los que consideran que la sociedad debe cimentarse sobre la verdad de la dignidad humana son condenados al ostracismo, porque desvelan las lacras y fragilidades de un sistema que se asienta, por pura supervivencia, sobre el pensamiento débil. La dictadura del relativismo, en última instancia, es la estrategia de la sociedad de consumo para mantener la cuenta de resultados a costa del hombre mismo.
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