conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período primero.- Preparacion, Fundacion y Primera Expansion de la Iglesia. De los Judíos a los Paganos

§4.- El Entorno del Cristianismo Naciente

1. El Imperio romano surgió poco antes del nacimiento de Cristo. Con Octavio, que recibe del Senado el nombre de Augusto (30 a. C-14 d. C), y con sus inmediatos sucesores el Imperio se extiende cada vez más. Abarca las tierras del Mediterráneo, con su cultura mediterránea entonces dominante, además de las Galias y partes de Britania; el Rin y el Danubio forman sus fronteras continentales. El siglo I d. C. es a un tiempo el punto culminante del poderío del Imperio romano y el comienzo de su (lenta) decadencia.

Al nacer Cristo, Palestina pertenecía al Imperio romano. Desde que Pompeyo conquistó Jerusalén (63 a. C), ya no hubo un estado judío independiente, aunque se les conservó el principado hereditario. Tras la muerte de Herodes el Idumeo (37-4 a. C), fue procurador en Judea y Samaria Poncio Pilato. Con Agripa I (41-44 d. C.) volvieron a unirse otra vez ambos territorios (bajo la soberanía romana).

2. Dentro del gran Imperio romano, el «rincón palestino», la tierra de los despreciados judíos, no era más que una parte insignificante. El César poseía un poder casi ilimitado sobre todo el imperio. No obstante, la administración era mesurada. Las provincias gozaban de una cierta autonomía.

a) El punto central, la capital y al mismo tiempo el modelo de todo el imperio era Roma, la «ciudad», una verdadera maravilla del mundo. Ya como idea (es decir, como encarnación del imperio eterno), Roma era una potencia real, que a lo largo de la Antigüedad y de la Edad Media ejerció una enorme influencia, de gran importancia incluso para la Iglesia. Esta influencia es uno de los grandes fenómenos de la historia, y que racionalmente sólo es posible captar por aproximación. Ciertamente (para la historia general como para la eclesiástica), la influencia ha sido a la larga positiva, pero muchas veces también perjudicial, sobre todo si se piensa en la idea de soberanía encarnada en la idea de Roma, en cómo ésta hizo posible en Constantinopla, la «segunda Roma», la competencia eclesiástica contra el papado, en cómo la fomentó y finalmente contribuyó, con los excesos de ambas partes, a la nefasta escisión de las Iglesias oriental y occidental (§ 47; para la idea de la tercera Roma [Moscú] como heredera de Bizancio desde el siglo XV, cf. vol. II).

b) En Roma concurría toda la variedad multicolor del imperio. La cara espiritual de la ciudad no era unitaria. Roma era una creación pagana. Apenas puede uno imaginarse mayor diferencia respecto a una ciudad cristiana. Estaba repleta de templos. Pero éstos sólo eran morada de las imágenes de los dioses, no lugares de oración (el culto se celebraba ante las puertas). El Capitolio y el Foro eran el verdadero centro de la ciudad: los lugares donde se promulgaban las leyes, se dictaba sentencia y discurría la vida política, a la cual tenía que someterse hasta la liturgia oficial.

Había majestuosos palacios, lujosos y refinados, que entonces, y en ritmo creciente, comenzaron a ser centros de vida regalada. Había teatros y anfiteatros, en los que celebraban sus triunfos todo tipo de artes inmorales y crueldades. Pero no existían lugares de amor al prójimo, donde acoger a los pobres y enfermos, como nuestros hospitales. El hecho de que existieran asociaciones religioso-caritativas, en las que se prestaba ayuda (especialmente para asegurar una sepultura digna), y la influencia de la filosofía estoica suavizan algo el cuadro, pero no lo cambian esencialmente. Faltaba la fuerza capaz de transformar la vida. La inmoralidad penetraba cada vez más profundamente en todos los círculos (como en el imperio en general). Un lujo exagerado y un sibaritismo refinado se daban la mano con un desprecio escalofriante de la vida humana, en especial de la vida de las capas sociales inferiores, de los esclavos. Siempre serán una prueba impresionante de ello los frecuentes combates de gladiadores, en que tantas vidas humanas se sacrificaban por el solo placer del espectáculo. Incluso en tiempos de un emperador como Tito (79-81), «el preferido de los dioses y de los hombres», fueron sacrificados en tales luchas muchos millares de hombres (¡2.500 sólo en Cesarea, después de la destrucción de Jerusalén!).

c) En el resto del Imperio romano, ante todo en las ciudades, las colonias civiles y las guarniciones militares, la vida discurría según el modelo de Roma. El imperio era en cierto modo una multiplicación de Roma. Esto tenía sus ventajas para la difusión del mensaje cristiano, mas, por otra parte, facilitaba, llegado el caso, la lucha contra él.

3. Jesucristo vino «cuando se cumplió el tiempo» (Gál 4.4; Ef 1,10). Esta gran palabra de Pablo, más allá de su contenido esencial (histórico-salvífico), cobra todo su sentido iluminador de la historia cuando se considera que tal cumplimiento se había realizado ya en todos los ámbitos de la cultura de entonces.

Para evitar equívocos, hay que tener presente que el «cumplimiento» de que hablamos no ha de ser entendido como un fundamento, del que el mensaje cristiano vendría a ser, por decirlo así, complemento natural. Se refiere más bien a una disposición espiritual y religiosa de los espíritus y de las almas, muy diversa en cada caso (que a menudo llegaba hasta la superstición), en la que podía entroncar el mensaje cristiano, y ello - decisivamente a veces- dándole una interpretación contraria. El «cumplimiento» no suprime en modo alguno el contraste, ni siquiera la contradicción del cristianismo con el mundo. Gran parte de los cristianos de la Antigüedad, a pesar de sus lazos de unión con el medio pagano y particularmente el griego, se consideraban ante todo como algo nuevo, como una contradicción con la sabiduría y la cultura de este mundo; eran los llamados a salir del mundo. Y esto era una interpretación auténtica de la persona del Señor crucificado y resucitado. El es el comienzo absoluto. La preparación de la vida y la obra de Jesús hasta esta plenitud de los tiempos se llevó a cabo a) esencialmente en la historia del pueblo escogido, el pueblo judío, mas b) también en la historia de la gentilidad greco-romana.

4. En tiempo de Jesús, en la religión judía se habían configurado diversas tendencias. Dos de esas orientaciones resultaron especialmente importantes para el destino de Jesús y de su doctrina. La una se había impuesto en Palestina; la otra, entre los judíos que vivían fuera de la tierra prometida en todas las grandes ciudades del Imperio romano, entonces mundial, es decir, en el judaísmo de la diáspora (= dispersión). La orientación palestinense se caracteriza ante todo por una estrechez y un anquilosamiento inusitados, radicalmente cerrados a todo lo no judío, si bien en muy diversa medida. Había saduceos, fariseos y esenios.

Los saduceos provenían de los círculos abiertos a la cultura helenista. Cuando se agruparon (bastante pronto), la fe en la resurrección no había llegado a ser creencia general de los judíos; de ahí que rechazaran la resurrección. En los tiempos de Jesús se habían convertido en un partido político.

Los fariseos eran aún más rígidos y cerrados, como ya indica su nombre hebreo. Eran una agrupación de chassidim (piadosos). En tiempos de Jesús estaban dominados por el grupo de los escribas.

Los esenios eran también una rama de los chassidim. Entre ellos había círculos similares a una orden religiosa (con celibato, oración común; en Egipto había comunidades parecidas, los terapeutas). Recientemente, tras el hallazgo de los escritos del Mar Muerto (por lo demás aún muy discutidos, no unitarios), conocemos de ellos una configuración especial, la de los esenios de Qumrán, en cuya comunidad destaca una figura singular, la del «maestro de la sabiduría». Tal vez Juan Bautista estuvo relacionado con ellos.

El judaísmo fariseo trataba sobre todo de conseguir la justicia mediante el exacto cumplimiento literal de las numerosas prescripciones particulares de la «ley». En lo cual había mucho de exteriorización, autojustificación e hipocresía, que Jesús repetidas veces censuró con dureza (Mt 23,13ss).

El judaísmo fariseo también tenía fuerza interna. La mejor prueba de ello es el hecho de que pudiera ligar tan fuertemente a su causa a un espíritu tan noble como Pablo (§ 8). Por lo demás, era un ideal peligroso, por el que el judaísmo finalmente se sacrificaría dándose muerte a sí mismo, mas no por eso dejaba de ser un ideal. Era la orgullosa conciencia de poseer, en toda su singularidad y exclusividad, el verdadero judaísmo, renacido de la heroica lucha de los macabeos; era el vigoroso intento de mantenerse alejados de todo lo «impuro».

Los judíos odiaban a los romanos, demoledores de su independencia política. La mayor gloria del pueblo judío consistía en no reconocer otro rey que el Yahvé de los cielos. Los judíos, a su vez, gozaban de pocas simpatías entre los romanos y los griegos. No obstante, la religión monoteísta y la moral interiorizada de los profetas y de algunos salmos y escritos didácticos poseían tal fuerza de atracción, que un considerable número de paganos se convirtieron en prosélitos (es decir, advenedizos) del judaísmo. Muchos se convertían del todo y se sometían a la circuncisión y a todo el ceremonial de la ley; otros buscaban una relación más estrecha con el judaísmo por la sola y exclusiva razón de aceptar la fe en el Dios único; éstos eran los «temerosos de Dios», que conocemos por el Nuevo Testamento (por ejemplo, Hch 2,5; 13,43; 17,17). Los prosélitos y «temerosos de Dios» son una prueba de la inquietud religiosa dentro del paganismo de entonces.

La fuerza de atracción de la religión y la moral judías ejercía su máxima influencia en el judaísmo de la diáspora. Este mantenía su adhesión a todo lo esencial de la religión judía, pero libre de la exagerada estrechez y rigidez del judaísmo palestino. Estaba más abierto al mundo y a la universal filosofía greco-helenista. A mediados del siglo II a. C, el filósofo Aristóbulo había intentado en Alejandría demostrar la armonía entre la ley mosaica y la filosofía griega. Esta relación se echa de ver de forma impresionante en los escritos del judío Filón de Alejandría, filósofo de la religión (contemporáneo de Jesús, 25 a. C.-40 d. C). Escritos que fueron no menos importantes para la evolución de la doctrina eclesiástica. Ofrecen una exégesis alegórico-místico-filosófica del Antiguo Testamento y muestran una verdadera conexión entre la religión judía y la filosofía helenista. Este tipo de judaísmo se convirtió en el puente más importante entre el joven cristianismo y el paganismo. En él encontramos claramente estructurado por vez primera un aspecto de la posterior síntesis cristiana: segura de sí misma e inflexible en lo fundamental, pero ensayando sin cesar el diálogo para comprender mejor sus fundamentos y radicalmente abierta a todos los valores espirituales para transmitir a todos los hombres la única religión verdadera.

También el judío Flavio Josefo (segunda mitad del siglo I) escribió sus obras históricas (Antiquitates judaicae; De bello judaico) según el patrón helenístico y para helenistas ilustrados.

La religión judía está expuesta en los escritos del Antiguo Testamento en hebreo y en parte en griego. La traducción de este libro sagrado al griego por los presuntos setenta sabios (LXX = Septuaginta) de la comunidad judía de Alejandría (siglos III y II a. C.) significó la mayor transmisión de la religión monoteísta paleotestamentaria al mundo pagano. Con esta traducción, el Antiguo Testamento se convirtió en la Escritura Sagrada del cristianismo antiguo. No era uno de tantos libros de los cristianos; para ellos era el libro sagrado. Los escritos del Nuevo Testamento fueron apareciendo paulatinamente, siendo coleccionados más tarde (§ 6).

Mas el contenido del Antiguo Testamento no es filosofía, sino revelación religiosa, escritura inspirada y testimonio de la acción salvadora de Dios en la historia de su pueblo elegido. Encierra un claro monoteísmo y el mensaje religioso-moral de los profetas, basado en la autoridad divina.

Este libro apunta más allá del judaísmo, al tiempo de la salvación mesiánica. Aunque los judíos, al comienzo de nuestra era, por un lado alentaban una esperanza mesiánica tintada de muchos matices políticos, los escritos «apocalípticos» y el mensaje profético, por otro, habían preparado los ánimos para entender la inminente doctrina religiosa del Mesías Salvador. En este sentido el mismo judaísmo es un testimonio a favor de la Iglesia, cuando ésta toma posesión de la herencia del pueblo elegido.

También fue de gran importancia para la historia de la Iglesia la clara conciencia de Israel, basada y alentada en los escritos sagrados, de creerse el pueblo elegido. Este convencimiento, acrecentado por las promesas y el mandato misionero del Señor, pasó como legítima herencia al cristianismo. Y dio lugar a una concepción cristiana, no judeocéntrica, del mundo y de la historia. Lo característico de esta concepción, en cuanto a su contenido, es que en última instancia todo depende de Dios; y lo importante de su orientación es que hay primero un anuncio y, en consecuencia, la historia no sigue un movimiento circular de retorno, sino que verdaderamente progresa, apuntando a una meta final, que de una vez para siempre clausurará toda la historia (pero con un nuevo ser del «eón venidero»).

El hecho de que el cristianismo resultase de este modo heredero del judaísmo dio a su vez ocasión en la Iglesia a una síntesis enormemente fructífera: la Iglesia goza del título legal y honorífico de un pasado antiquísimo, respetable y probado, siendo al mismo tiempo nueva y joven.

5. A pesar de lo dicho, al comienzo de nuestra era las religiones paganas del Imperio romano no habían dejado de tener importancia. Toda la vida, pública y privada, aún estaba sembrada de sacrificios, oráculos y magias de todo tipo en honor de los dioses. Una numerosa e influyente casta sacerdotal ejercía un variado y perfeccionado culto.

A todo ello vino a añadirse entonces, por exigencia de los emperadores, el culto de nuevas divinidades. Junto a la personificación del Estado en la diosa Roma, aparece la persona del emperador rodeada de honores divinos. El culto del César floreció especialmente en las provincias orientales (el Oriente es la patria del culto al soberano en general). Este culto al emperador, ya insinuado con César y consumado con Augusto, Domiciano lo hizo preceptivo para todos.

Mucho de la religiosidad pagana de aquel tiempo era pura exterioridad. En conjunto, la antigua religión mitológica y pagana de los dioses olímpicos había sobrepasado ya su punto de apogeo mucho tiempo atrás, tanto en Oriente como en Grecia y en la misma Roma. Los intentos (de Augusto) de hacerla revivir tuvieron poco éxito. La ilustración filosófica, junto con un creciente deseo de interiorización, habían ejercido una crítica victoriosa sobre las antiguas divinidades, como Cronos, Zeus y Hera. Semejante propagación y difusión efectiva del culto al emperador no es simplemente una prueba de creciente religiosidad. El culto del emperador, en el fondo, no era más que una expresión del oscuro concepto pagano de Dios, carente de santidad y de carácter absoluto.

Por otra parte, en el paganismo de entonces existía un positivo afán religioso; de ordinario no insistimos en él lo suficiente, pero el hecho es que fue distanciándose progresivamente del culto oficial estatal, prescrito y practicado. Las personas cultas, en caso de no haber sucumbido al escepticismo como los más, se refugiaban en una religiosidad filosófica que no raras veces propendía fuertemente al monoteísmo o, cuando menos, a una especie de universalismo religioso. Las capas sociales más inferiores (pero también cultas) buscaban salvación y redención, en los antiguos misterios renacidos o en los nuevos misterios de procedencia oriental, en los cuales, a través de enigmáticos e impresionantes signos exteriores («bautismo», alimento sagrado), creían encontrar la expiación y la unión con la divinidad. Mas el contenido religioso de estos (perfeccionados) misterios helenistas era muy diferente y a menudo problemático. Esto vale especialmente para sus pretendidos paralelismos con la muerte y resurrección de Jesús: son crasa (y oscura) superstición e idolatría, en contraste con la figura del Señor, que es la vida (Jn 1,4) y da la vida en la fe; fantasmagorías, frente a los múltiples testimonios históricamente probados de aquellos a quienes se apareció Jesús después de su resurrección. Particularmente significativa es la diferencia entre la autojustificación pagana y la confesión cristiana de la culpa y la remisión gratuita.

Extraordinariamente importantes, y durante muchos siglos fuertes competidores y enemigos del cristianismo, fueron los misterios de Mitra, en los que se daba una especie de «bautismo». Del culto de la Gran Madre (Cibeles, Attis) conocemos el taurobolio, en el que el iniciado se hacía rociar con sangre de toro para quedar limpio de pecado.

A la mencionada interiorización también había contribuido el derecho romano. Su aplicación por parte del Estado, tolerante e intolerante al mismo tiempo, era marcadamente positivista. Pero, gracias a la jurisprudencia, el concepto de la aequitas (= justicia basada en la interioridad, o sea, en el derecho natural) había adquirido una preponderancia decisiva. Basándose en él, dado que era un principio reconocido también por los paganos, los apologetas cristianos del siglo II pudieron ejercer una crítica terminante contra el proceder del Estado, hostil a los cristianos, y contra sus correspondientes principios jurídicos.

6. Estas nuevas corrientes de la religiosidad pagana demuestran que, junto al judaísmo, también el paganismo fue un «educador para Cristo» (Clemente de Alejandría).

Lo más importante, aparte del ansia de redención, fue el proceso de evolución hacia el monoteísmo. Este ya estaba abierto desde hacía mucho tiempo en la religiosidad filosófica: primero con Jenófanes († 475 a. C), el primer monoteísta de la Antigüedad clásica, y luego con Platón († 348 a. C.) y Aristóteles (Fe 322 a. C); y se convirtió en característica general de la situación espiritual de la época, después del viraje hacia la religión que dio al estoicismo el gran pensador griego Posidonio de Siria (135-50 a. C). Séneca, Epicteto, Marco Aurelio y, antes, también Cicerón, discípulo de Posidonio, son los representantes más notables de esta tendencia a principios de la era cristiana. Muchos hombres cultos, contemporáneos de Jesús, se sentían atraídos por la elevación moral del estoicismo. El monoteísmo de Séneca y su ideal de la enseñanza filosófica apartaron a muchos hombres de la antigua idolatría, preparándolos así para el cristianismo. Mas, por otra parte, la brillante espiritualidad de este contemporáneo de Pablo satisfizo a muchos, impidiéndoles a su vez su adhesión al cristianismo. Más tarde, la ética y los valores vitales estoicos siguieron influyendo de diversos modos en el pensamiento cristiano; la aguda elocuencia de Séneca y partes de su antropología entusiasmaron a muchos humanistas cristianos, que lo tomaron por modelo (lo que pudo luego favorecer tanto la interpretación moralista del mensaje cristiano de la salvación como la reducción del campo de la gracia).

De forma aún más directa en la preparación al cristianismo influyó la superación práctica de la diversidad de dioses, gracias a las ansias de unidad que se manifestaban en todos los ámbitos culturales del Imperio romano.

Como consecuencia de un largo proceso, que entró en su fase decisiva con la expedición de Alejandro Magno al Oriente (334-324 a. C.) y la consiguiente transmisión de la cultura oriental al Occidente, en el Imperio romano había ido formándose una cultura unitaria: la helenístico-romana. Intensas mezclas de pueblos y sus diversos modos de pensar, especialmente en las grandes ciudades como Alejandría y Roma, dieron lugar a una general igualación de las imágenes de los dioses y sus cultos respectivos (sincretismo; cf. § 16). A esto se añadía la poderosa unidad del Imperio romano, dentro del cual podía uno entenderse en todas partes en latín o en el griego koiné, con su administración unitaria y una amplísima red de comunicaciones. Entonces la idea de unidad brotaba por todos lados ante los paganos de manera ostensible y permanente. La unidad estatal, como las otras aspiraciones unitarias en la cultura y la religión, exigían de algún modo como complemento la unidad de la verdad, de la religión, de Dios. En este orden de cosas estaba perfectamente abonado el suelo para el mensaje de Jesús, que interpela al hombre como tal, esto es, a todos los hombres y pueblos, y para la unidad de la Iglesia, que abarca toda la tierra.

Los romanos eran plenamente conscientes de ser los protagonistas de la historia mundial. ¡Qué enorme fuerza supuso esto después para los romanos convertidos al cristianismo! ¡Qué gran robustecimiento de la misión divina de Roma como sede del papado! ¡Qué relevancia para el Sacro Imperio romano-germánico de la Edad Media!

El valor de la revelación cristiana no disminuye por el hecho de reconocer valores religioso-morales en el paganismo. Al contrario: el cristianismo no gana sólo cuando encuentra error y podredumbre; también gana cuando topa con otros valores y sale victorioso de la confrontación. De esta manera se manifestó en un principio, en este momento decisivo de la evolución humana, la grandeza del concepto cristiano de Dios o, mejor dicho, el poder transformador del mensaje divino en Jesucristo.

A este respecto, como ya se ha dicho, hay que tener en cuenta que al penetrar la revelación cristiana en el mundo pagano toda la vida pública y privada, el día, la semana y el año, el tráfico y el comercio, toda la realidad, en una palabra, estaba como de la forma más natural, impregnada de politeísmo; esto condicionaba de una u otra forma todo el modo de pensar y de hablar. El enmarañado confusionismo de esta situación había ensombrecido el espíritu del hombre de la época en lo referente a la ecumene de un modo difícil de comprender para nosotros, pero enormemente real. Un ejemplo bastante significativo en el cristianismo primitivo es el caso de Simón Mago. Y no deja de serlo aun cuando hagamos caso omiso de ciertas concepciones particulares sobre las emanaciones de divinidades inferiores, de la materia y del hombre, tal como informa Ireneo, y nos atengamos exclusivamente al relato de los Hechos de los Apóstoles (8,9ss): él se declaraba a sí mismo como un ser superior, hasta el punto de que grandes y chicos le llamaban «la gran fuerza de Dios» a causa de su magia; y, no obstante, se hallaba tan cautivo de la magia politeísta, que con toda seriedad trató de comprar a Pedro y a Juan el Espíritu Santo con dinero.

El mayor peligro de estas y similares ideas paganas residía en lo siguiente: se estaba tan acostumbrado a la jerarquización y gradación de los dioses que por ninguna parte aparecía un Dios absoluto, esencialmente separado de todos los demás; todo, más bien, parecía nacer de todo y retornar a todo, en una especie de ritmo orgánico-cósmico (véase sincretismo y gnosis, § 16,2).

No obstante esta general preparación del cristianismo en el ámbito judío y pagano, surge el siguiente interrogante: ¿por qué el cristianismo apareció precisamente entonces y no antes? Este problema ya preocupó a los primeros cristianos, fue una objeción que les echaron en cara sus adversarios[1]. Para lo cual sólo hay dos respuestas, e íntimamente relacionadas: 1) los misterios de Dios son inescrutables (Rom 11,33); 2) precisamente entonces había llegado la «plenitud de los tiempos» (Heb 1,1s) según la voluntad de Dios, el Señor de la historia.

7. Otro aspecto del mismo problema: pese a toda su preparación, a los hombres de entonces el cristianismo les pareció algo por completo desconocido, algo inaudito. Cuando hizo acto de presencia en el mundo, hasta los espíritus más elevados lo sintieron como algo totalmente nuevo. Los cristianos, junto con los judíos y paganos (griegos) y después de ellos, son verdaderamente la «tercera raza», un «pueblo» realmente «nuevo», una «nueva alianza». Ellos mismos lo entendieron así. ¿Por qué?

a) Al monoteísmo pagano de la época le faltaban dos cosas: claridad y exclusividad. La tendencia de la religión propendía al reconocimiento de un solo Dios, pero no lo conseguía; los otros dioses seguían existiendo de una u otra forma. El concepto de «dios» se entendía de múltiples maneras; en el mejor de los casos significaba más el «supremo» que el «único» dios. A su lado había mucho panteísmo e incluso dualismo (= la materia como segundo principio, igualmente eterno, junto a Dios: toda una serie de oscuras ideas panteístas, que prácticamente invadían toda la vida y el pensamiento).

b) En los principios morales la falta de amor y misericordia no era total, pero casi. Privaba el egoísmo más refinado, sin principios superiores preceptivos que se le opusieran.

El más noble pensamiento ético del paganismo (salvo el caso de Sócrates y algunos estoicos) nunca logró establecer la unidad entre vida y doctrina. Para el cristianismo, sin embargo, esto es lo decisivo. Aunque muchas veces la realización del ideal no se haya correspondido con la exigencia, siempre se ha mantenido una diferencia esencial: la doctrina cristiana no se detiene en el campo del conocimiento; fundamentalmente exige ser vivida sin atenuaciones. Sólo que la exigencia la establece Dios, y a la vista de su gracia. Y fracasar es pecar. Para los cristianos esto iba en serio.

c) Antes que se anunciase el mensaje cristiano, los hombres percibían en su interior la voz de la «ley», tenían una conciencia (Rom 1,19s). Sin embargo, dejando a un lado la autoridad, la claridad y el éxito, puede decirse que sólo la revelación cristiana dio una conciencia a la humanidad. El concepto de religión se vio como algo nuevo, el valor del hombre se cifró primeramente en su inmortalidad. Todos los hombres aparecen como miembros de una familia (como hijos de un mismo Padre celestial y consiguientemente hermanos). Queda ennoblecida la familia y el matrimonio (unidad, indisolubilidad, santidad; situación de la mujer)[2]. El trabajo, como la vida entera, entra en el ámbito de la fe, experimentando así una revalorización esencial.

d) Y, sobre todo, el cristianismo es la religión de la revelación del Dios que toma figura humana en una persona histórica: «De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17). Lo nuevo del cristianismo es el mismo Jesucristo, su vida, su maravillosa personalidad, y la llamada y la posibilidad para todos de tomar parte en esta vida, por la que son librados del pecado en que han caído. Y esto por la fe obrada por Dios en el hombre. Esta fe es una fuerza determinante, implica la convicción absoluta de poseer la verdad en Cristo Jesús. En virtud del mandato misionero del Señor, se sabe lo suficientemente fuerte para vencer al «mundo» (Jn 16,33).

Desde estas premisas, el cristianismo del amor vive también de la intolerancia dogmática, como muy expresivamente ha formulado Pablo: «Y aunque un ángel bajara del cielo para enseñaros otro evangelio, sea anatema» (Gál 1,8).

Cuando se consideran todas y cada una de las mencionadas características, se echa de ver el sello de verdad que el cristianismo tiene en exclusiva, su incomparable síntesis. Todo lo humanamente valioso halla en él su plenitud; toda verdad pertenece a su verdad. «Cualquier verdad que haya sido dicha en alguna parte, ha sido dicha por el Espíritu Santo» (Ambrosio, sobre 1 Cor 12).

Notas

[1] En la carta a Diogneto del siglo II o III y en el ataque de Celso, hacia el 178 (cf. Orígenes, § 15).

[2] Su dignidad no sólo fue ensalzada en el misterio del matrimonio (Pablo: como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, Ef 5,25); también la alta estima de la virginidad influyó en este sentido.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=4875 el 2006-07-21 11:59:22