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§9.- Comienzos de la Comunidad de Roma. Pedro
1. El cristianismo fue predicado por los apóstoles y por evangelizadores de oficio, itinerantes. Mas todo cristiano convertido también era un misionero. En el gozoso convencimiento de haber hallado la salvación en Cristo, y apoyando activamente la súplica «venga a nosotros tu reino», cada cual, agradecido, llevaba la revelación cristiana a los aún no convertidos.
a) No sabemos cuándo llegó a Roma la primera noticia del evangelio. Es cierto que ya bajo el emperador Claudio (41-54) hubo allí judeocristianos, que por mandato imperial tuvieron que abandonar la ciudad en el año 43 junto con los judíos, de los cuales aún no se dife renciaban.
Esta medida no pudo impedir el crecimiento de la comunidad. Prueba de esto es la carta de Pablo a los Romanos (hacia el año 57). Por ella sabemos que la Iglesia romana ya gozaba entonces de inusitado prestigio en la cristiandad.
b) Para el renombre de la Iglesia romana fue de gran importancia su lugar de actuación, la Roma «eterna». Pero la suprema autoridad no le sobrevino hasta más tarde, por el hecho de que Pedro y Pablo trabajaron en ella, la gobernaron, la promovieron y la consagraron con su martirio y con sus restos, que fueron sepultados en Roma.
Sabemos por los Hechos de los Apóstoles, y esto nunca ha sido puesto en duda, que Pablo estuvo y trabajó en Roma. En cambio, a partir de la Edad Moderna[17] teólogos e historiadores protestantes han puesto en tela de juicio la presencia de Pedro. Fácil es demostrar que en este asunto jugó un papel importante la oposición confesional al primado. Hoy día, los ataques desde la ciencia a la presencia y el martirio de Pedro en Roma han decrecido extraordinariamente[18]. En todo caso, científicamente no puede aducirse nada decisivo en contra de esa tradición, que ha estado siempre viva en la Iglesia. Al contrario, las antiguas noticias[19] literarias a este respecto se han visto hace poco corroboradas por las excavaciones bajo la iglesia de san Sebastián en la Vía Apia y, aún más recientemente, por las realizadas bajo el altar de la confesión en la basílica de san Pedro en Roma.
Muy significativo es el hecho de que en la Antigüedad jamás, ni en Oriente ni en Occidente, haya sido impugnada la reivindicación de los obispos de Roma de ser sucesores de Pedro, ni aun por sus más enconados enemigos eclesiásticos o político-eclesiásticos.
Además, el papado, en cuanto sucesión en el ministerio de san Pedro, va ligado a la persona y no al lugar[20].
2. El derecho de esta reivindicación viene avalado también por otras consideraciones.
En el marco de la estructura jerárquica de la Iglesia primitiva Pedro es, como senior entre conseniores (1 Pe 5), el «primer hombre» de la comunidad. Claramente preferido por el Señor (según Mt 16,18 y Jn 21,15ss), desempeña un papel decisivo en el concilio de los apóstoles (Hch 15,7); Pablo, que también había recibido su evangelio por revelación del Señor, «marchó a Jerusalén para ver a Pedro», no viendo en esta ocasión a ningún otro apóstol excepto a Santiago (Gál 1,18; cf. 2,8).
Del mismo modo que el ministerio apostólico como tal, es decir, la dignidad de elegido y enviado directamente por el Señor y la función de testigo ocular de su vida, pasión, muerte y resurrección no era transferible, así tampoco lo era el ministerio apostólico de san Pedro. Pero dentro del ministerio apostólico hay un ministerio cuya transmisión y conservación en la Iglesia no sólo continuaba la línea de la constitución comunitaria judía, sino también se basaba en el mandato misionero del Señor; por eso se transmitió y conservó legítimamente en la Iglesia. Desde los primeros tiempos, la potestad recibida de Jesús fue transmitida a otras personas. El ministerio vivo fue desde el principio un elemento esencial en la Iglesia de Dios.
También Pablo y Bernabé fueron investidos de un ministerio eclesiástico (Hch 13,1-3). Ambos, tras la oración y el ayuno, constituían presbíteros para las comunidades por la imposición de manos (Hch 14,23). Timoteo recibió asimismo un ministerio eclesiástico (1 Tim 4,14). Por tanto, no se comprende por qué precisamente el ministerio petrino, encomendado por el Señor a Pedro (Mt 16,18) como fundamental para la Iglesia, tenía que limitarse al tiempo de la vida de Pedro. Es cierto que éste, no obstante su posición privilegiada, como hemos señalado, no era sino un colega entre colegas; pues también los otros apóstoles habían recibido del Señor el poder de atar y desatar (Mt 18,18).
Debido a esta coexistencia de primacía y colegialidad, desde el principio se dieron tensiones espinosas, pero no menos fructíferas, en la dirección a la par monárquica y colegial de la Iglesia.
Con lo cual, el texto de la promesa (Mt 16,18) no hace sino cobrar mayor importancia. Su fuerza radica precisamente en el hecho de que las palabras no pudieron, ni en el tiempo en que Jesús las pronunció ni en el tiempo en que Mateo las fijó por escrito, ser entendidas de forma natural y plena (como derivadas de la organización de las comunidades y de la conducta de los apóstoles entre sí). Era una palabra profética, que creó una realidad efectiva, pero cuyo contenido no fue aclarándose sino paulatinamente en el curso de la historia de la Iglesia. Como tal, además, participa del carácter misterioso de toda profecía, que contiene mucho más de lo que eventualmente comprenden sus inmediatos receptores. Para la correcta interpretación de toda la Sagrada Escritura es de suma importancia tener en cuenta esta característica.
También el primado cae dentro del vaticinio de comprensión progresiva que el Señor había pronunciado para toda la revelación en general: «El espíritu de verdad os guiará hacia la verdad entera» (Jn 16,13). Todo esto significa, en síntesis, que el anuncio profético-religioso no siempre fija su contenido de modo explícito y unívoco en todos sus detalles (Poschmann). Mas hay que tener asimismo presente que la Sagrada Escritura es la fijación más excelente de la transmisión viva de la fe (tradición) de la Iglesia, y que esta tradición, naturalmente, ya existía antes de la Sagrada Escritura, siendo ésta simplemente fijación de aquélla.
3. Realizados en plenitud cristiana, no hubo más procesos que los resultantes del despliegue del fundamento vivo de toda la Iglesia, base firme de la verdad (1 Tim 3,15), en estrecha conexión con la palabra del Señor en la Escritura y bajo la dirección del Señor de la historia. Cuando la Iglesia penetró en nuevos ambientes culturales y tuvo que expresarse a sí misma y revestir su predicación con un ropaje lingüístico nuevo, existió siempre la posibilidad y el peligro de que los contenidos no cristianos encerrados en los nuevos conceptos quedasen adheridos a su auténtica esencia, basada en la revelación. Ya se acusa un cambio importante, por ejemplo, en la traducción posterior de la palabra griega diakonía (=servicio), al principio traducida por ministerium, por la palabra latina officium (=oficio, cargo). Una densa corriente de pensamiento administrativo romano se infiltró por este conducto: la finalidad del oficio o cargo continuó siendo el servicio, sí, pero el concepto romano de officium también hubo de amortiguar, de diversas formas, los efectos de la diakonía cristiana.
Algo parecido debió de ocurrir con el papado: el primado de Pedro está claramente basado en la Escritura; pero que los conceptos posteriores de «vicariato» y «principado», conceptos originariamente romanos, fueran adecuados para interpretar exactamente el ministerio de Pedro fundado por el Señor o sólo para influir favorablemente en su evolución, eso es ya otro problema.
En todo esto no debe perderse de vista el texto literal de Mt 16,18: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». La piedra no es la Iglesia; la piedra se considera como la base estática de un acontecer enteramente dinámico, que se prevé en el futuro. La historia de la Iglesia es la fecunda acción de Cristo en los hombres, mediante la cual los salva. Sin desechar el fundamento ya colocado, continuará en el futuro edificando su Iglesia: sobre la roca fundamental de los apóstoles y mediante la palabra de los profetas. Algo parecido vienen a decir muchas parábolas del Señor, que para el reino de Dios profetizan un crecimiento orgánico y dinámico (Mt 13ss). La Iglesia es reino de Dios incipiente, crecimiento enderezado al reino definitivo que no ha aparecido todavía.
En el proceso de estructuración del papado a lo largo de los siglos encontraremos, efectivamente, muchas cosas condicionadas por el momento histórico que podrán nuevamente desaparecer. Como de todos los dones de Dios, también del primado se puede abusar, pero él mismo, amparado como está por una promesa, no se vería afectado en su esencia. El abuso del poder espiritual por afán de dominio y de placer lo podemos constatar en la historia, y con muchas variantes. Son éstas una pesada cruz para la Iglesia y una severa advertencia para el católico en concreto («llevamos este tesoro en vasos de barro», 2 Cor 4,7), pero no constituyen una objeción legítima contra la institución misma.
Sólo una interpretación escatológica del mensaje de Jesús en su sentido más estricto podría descalificar como ilegítima la continuidad del ministerio de Pedro en la Iglesia. Mas semejante interpretación llevaría forzosamente a violentar las palabras de la Escritura: tendría que negar la divinidad de Cristo y no podría justificar, en concreto, ni la predicación del incipiente reino de Dios, ni las palabras de la misión (hasta los confines de la tierra, Mt 28,19), ni la promesa del Señor de que estará con los suyos hasta el fin del mundo.
Notas
[17] Ya Marsilio de Padua (§ 65) afirmó que no se podía demostrar la presencia de Pedro en Roma.
[18] Aún se muestran contrarios, sobre todo, Karl Heussi († 1961) y sus discípulos.
[19] 1 Pe 5,13 (la Iglesia de Babilonia = Iglesia de Roma. Ésta equiparación Roma- Babilonia la hallamos también en otros lugares, no solamente en la literatura judaica [Apocalipsis de Baruc y de Esdras, ambos apócrifos de finales del siglo I]; también varias veces en el Apocalipsis de san Juan); Carta a los romanos de san Ignacio («no como Pedro y Pablo os mando yo»); el sacerdote romano Cayo hacia el año 200; san Ireneo, que nos dice que Marcos estuvo en Roma con Pedro y que escribió su predicación; además, Dionisio de Corinto (estos dos últimos según sus propias declaraciones, conservadas por Eusebio en su Historia de la Iglesia). Tertuliano escribe que Pedro murió en Roma. Desde el siglo IV esta tradición es general; la construcción de la iglesia de san Pedro en Roma por obra de Constantino no sería comprensible sin estar claramente convencidos de este hecho.
[20] Para la evolución posterior del primado romano, cf. §§ 18 y 24.
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