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§14.- La Contienda Literaria: Polemica Pagana y Apologia Cristiana
1. Las persecuciones de los cristianos fueron principalmente obra del Estado. Pero en la práctica, como hemos visto, también participaron de uno u otro modo en ellas todas las capas de la población pagana.
Así como los predicadores del cristianismo comenzaron muy pronto, como la cosa más natural, a servirse de la palabra escrita (§ 16), también los paganos cultos (que en la nueva «filosofía» cristiana veían además un competidor) se sintieron en seguida obligados a expresar por escrito su aversión a la religión cristiana. Como contrapartida, los cristianos cultos comenzaron a su vez a refutar con escritos apologéticos propios las acusaciones y cargos contra el cristianismo que se propalaban o se llevaban ante los tribunales. Así, a la lucha cruenta se sumó la controversia literaria.
2. También en esta contienda se demostró, como se había demos trado en la vida cotidiana de los cristianos y en el heroísmo de los mártires, la clara superioridad de la fe cristiana.
Esto no quiere decir que la obra científico-espiritual de los apologetas cristianos fuera siempre intachable, o que nunca sucumbiese a los ataques literarios paganos, o que a veces no diera excesivo lugar a una falsa retórica; tampoco significa que las apreciaciones de los escritores cristianos reproduzcan siempre con fidelidad la realidad pagana de la época. Desgraciadamente, el despreocupado afán de afirmación de los escritores cristianos hace a menudo imposible tomar una postura crítica segura. También el cristianismo victorioso reaccionó más tarde contra los nocivos restos de la religión demoníaco-pagana tan radicalmente que casi destruyó todos los escritos y relatos paganos. Por eso hasta nosotros sólo han llegado escasos fragmentos de escritos paganos auténticos. Por lo general sólo conocemos lo que los cristianos dicen de sus adversarios paganos.
El juicio laudatorio antes expresado se refiere solamente a la verdad del cristianismo, a la fuerza de su fe y de su amor, en la medida en que se expresan en los escritos apologéticos. Además de esto, con Tertuliano, Orígenes y Agustín la obra cristiana, en el aspecto puramente espiritual, ya supera decididamente a la pagana.
El cristianismo encontró su primer adversario científico y realmente peligroso en el filósofo Celso, quien hacia el año 178 escribió La Palabra Verdadera. Pero el antagonista literario más relevante de la nueva religión fue el neoplatónico Porfirio († 304); sus quince libros (perdidos) contra los cristianos aparecieron durante el largo período de paz de finales del siglo III. El neoplatónico Hierocles indujo al gobernador de Bitinia a la persecución, reinando Diocleciano. También el emperador Juliano estuvo influido por el neoplatonismo.
3. Los defensores literarios del cristianismo reciben el nombre de apologetas (apología = defensa). Sus escritos apologéticos los dirigían al emperador o, como Tertuliano, a los gobernadores; otros están compuestos en forma de diálogo (el diálogo de Justino con Trifón; el de Octavio con Minucio Félix).
En los escritos de los apologetas, el cristianismo, por vez primera, pasa directamente al ataque; se echa en cara al Estado pagano la injusticia y la insensatez de la persecución. Este camino de la ofensiva, explicable por las circunstancias del momento, es precisamente el que ya emplearon los apologetas helénicos del judaísmo (por ejemplo, Filón de Alejandría).
Todos los apologetas del siglo II anteriores a Tertuliano empleaban el griego (o también el siríaco). El más relevante de todos entre ellos es el filósofo y mártir Justino de Flavia Neapolis († hacia el 165), la antigua Siquén.
4. Justino tuvo un profundo entendimiento de los valores «cristianos» que ya estaban presentes en el paganismo como esparcidas semillas (lógos spermatikós) de la verdad plena, pero no dejó de afirmar claramente la superioridad esencial de la «filosofía cristiana». Escribió dos apologías; en ellas rebate las calumnias propaladas contra los cristianos (dándonos de paso informaciones interesantísimas sobre la doctrina y sobre el culto) y defiende valientemente el derecho de los cristianos por delante del trono del emperador. No obstante su total sumisión al emperador, él no ruega, sino que, consciente de la hidalguía de su derecho, exige. En su diálogo con el judío Trifón, al principio del cual nos describe su paso por las escuelas filosóficas hasta la verdad del cristianismo[38], ataca a los judíos; demuestra con todo detalle que en Jesús se han cumplido las profecías mesiánicas. Lástima que en este escrito emplee con exceso la interpretación alegórica[39] de las Escrituras.
5. Un punto culminante del trabajo apologético lo representa el primer cristiano que escribe en latín: Septimio Flavio Tertuliano, del norte de África (nac. hacia el 160 y † después del 220).
Como romano que era, procedió de modo mucho más práctico que los apologetas griegos. Como abogado, estaba experimentado en todos los resortes y procedimientos jurídicos ante los tribunales. Era también un escritor extraordinariamente dotado y un poderoso orador, que dominaba magistralmente el latín, comprimiéndolo y en parte remodelándolo, hasta llenarlo de espíritu cristiano. Como hombre, era un batallador nato, siempre abrasado de un fuego inquietante, fanático y propugnador del rigorismo más estricto, sin humildad, sin benevolencia, sin paciencia. Esto explica que terminara por separarse de la Iglesia (como muy tarde en el 207), a la que después atacó rudamente y cubrió de las más groseras sospechas. Casi seguro, no fue sacerdote. Murió fuera de la comunidad eclesial, como montanista (§ 17).
A pesar de todo, el trabajo intelectual que Tertuliano realizó en favor de la Iglesia es extraordinariamente importante. Es el más fecundo de los escritores eclesiásticos latinos anteriores a Agustín y Jerónimo. En sus escritos, fundamentales, atacó a todos los enemigos del cristianismo (paganos, judíos y gnósticos). Su obra maestra, el Apologeticum (197), dirigida a los gobernadores, fue escrita contra los paganos. Con retórica forense rechaza uno a uno todos los ataques, sospechas y acusaciones dirigidas contra los cristianos y su religión, en especial las tres grandes acusaciones de inmoralidad, de ateísmo y de lesa majestad. A más de esto, hace resplandecer lo íntimamente valioso de la moral y la doctrina cristiana, haciendo una apologética en sentido positivo: los cristianos son los buenos, su religión responde óptimamente a las disposiciones más profundas del alma humana no deformada («el alma es naturalmente cristiana»). Al mismo tiempo da magistralmente la vuelta al argumento (in vos retorquebo) y demuestra que lo malo es el paganismo. La victoria de los cristianos es su poder sobre los demonios y su martirio. El juicio final pondrá de manifiesto este triunfo.
En su argumentación ya postula Tertuliano la introducción del principio de equidad en el derecho positivo. Con ello prepara la grande y revolucionaria penetración del espíritu cristiano en el derecho romano.
6. Muy similar al Apologeticum de Tertuliano, pero más suave, es el hermoso diálogo Octavius de Minucio Félix, en el que lo propiamente cristiano es en verdad muy escaso. Las acusaciones del interlocutor pagano y la defensa del interlocutor cristiano muestran claramente que ya entonces sobre el paganismo gravitaba un importante y paralizador escepticismo.
a) Una apología de particular interés en el siglo siguiente es la respuesta que Orígenes dedicó a la obra de Celso, hacia el 248. Celso, con notable perspicacia, había observado ciertas dificultades en la doctrina y la tradición cristiana y, exagerándolas, las usó como medio de ataque, con lo que también demostró que no tenía ni remota idea de la particularidad fundamental del cristianismo, del «Dios oculto», de la «pobreza de espíritu». Pero, a pesar de la refutación de Orígenes, sus argumentos se han vuelto a repetir de una u otra forma a través de los siglos.
A principios del siglo III crece en general la fuerza espiritual de la literatura cristiana, tanto en Oriente como en Occidente: los autores de apologías (Clemente de Alejandría, Tertuliano) escriben al mismo tiempo grandes obras filosófico-teológico-dogmáticas, que constituyen puntos culminantes del pensamiento cristiano y que alcanzan su apogeo con Orígenes. En el siglo IV, con la liberación, la literatura apologética, en el sentido que había tenido hasta ahora, pasa naturalmente a segundo plano (cf. La ciudad de Dios, de Agustín, § 30).
b) Políticamente, el trabajo de los apologetas careció de importancia; su influjo efectivo sobre el Estado fue nulo. Sin embargo, estos escritores son relevantes en la historia universal gracias a la concepción básica del cristianismo que ellos elaboraron y difundieron.
Los apologetas representan el primer intento de elaboración científica de una visión cristiana del mundo. Este intento se llevó a cabo con medios insuficientes y resultó imperfecto; pero ahí está y es básico para los trabajos posteriores.
Los apologetas muestran al cristianismo como la religión del monoteísmo, de la moralidad, de la victoria sobre los demonios y de la libertad de conciencia. Su característica más importante es la siguiente: mientras Pablo había predicado el cristianismo principalmente como religión de la redención sobrenatural por la muerte en la cruz, los apologetas, por consideraciones de prudencia (los destinatarios ya no eran judíos monoteístas, sino paganos politeístas), destacan menos la persona de Jesús y el poder de la gracia. El cristianismo está concebido principalmente (¡no exclusivamente!) como religión del monoteísmo, del conocimiento verdadero (y de la obra moralmente buena).
c) Esta concepción de los apologetas, se dice, habría «helenizado» el cristianismo, haciendo de él una filosofía. Es cierto que en la predicación cristiana, por la que los apologetas del siglo II abogan, hay una laguna muy importante: falta en su mayoría lo propiamente paulino[40]. Desde este ángulo, el punto de partida de la teología de estos escritores enlaza poco o casi nada con Agustín (y con todos los autores de la historia eclesiástica que conectan con él y con Pablo); enlazan más bien con la concepción racional de la escolástica (y en cierto modo del derecho canónico). Es cierto también que las apologías del siglo II, y de forma inequívoca, acusan el problema típico del «ámbito griego», que la filosofía se pone decididamente al servicio de la religión. En ella se manifiesta con particular intensidad, aunque a veces un poco velada por la duda y la incertidumbre, la problemática, que habrá de ser fatal para todo el cristianismo de Occidente (y sus irradiaciones), del encuentro del conocimiento antiguo y la fuerza de la fe cristiana, apuntándose así el quehacer del filosofar específicamente cristiano. Ya Tertuliano había formulado claramente el problema, preguntándose con cierta actitud de rechazo: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?». Mas cuando él mismo de alguna manera se responde en la línea del Credo, quia absurdum (palabras que textualmente no se encuentran en él), hay que pensar que se trata de una paradoja voluntariamente exagerada.
Tertuliano, como los demás apologetas, censuró pero no rechazó la filosofía[41]. El mismo la utilizaba para sus argumentaciones. Aprobaba lo natural en el mensaje y en el hombre cristiano. En este sentido, el empleo de la filosofía se demostraba útil, legítimo, incluso necesario.
Pues, en estos apologetas, por otra parte, se mantenía incólume toda la verdad e interioridad religiosa del cristianismo. Si en las apologías de estos escritores la persona del Señor pasa a segundo plano y se hace hincapié, como queda dicho, en el monoteísmo, no se trata más que de una decisión táctica y calculada, que tiene en cuenta la actitud espiritual de los adversarios, politeístas. La comparación de las obras no antipoliteístas de Tertuliano con los escritos meramente apologéticos lo pone claramente de manifiesto.
7. En este sentido, los apologetas son los representantes de esa «síntesis» católica que ha sido hasta hoy la característica de la teología católica: insisten en la posibilidad natural de conocer algunas verdades fundamentales del cristianismo, pero ante todo anuncian el cristianismo como religión y como revelación; al lado y más allá de la idea de Dios como juez que castiga está la buena nueva de Dios como nuestro Padre; hay pruebas científicas, pero por encima de todo está la fe y la profesión de fe; esencialmente unida a la doctrina está la exigencia de una vida cristiana. Especial importancia tuvieron los apologetas como propugnadores de la libertad de conciencia (expresión que no ha de ser entendida en el sentido liberal moderno). Su quehacer estaba profundamente determinado por la exigencia de que se debía hacer no lo que ordenara el poder estatal, sino lo que confiesa la fe recibida por revelación.
Los escritos de los apologetas constituyen casi las únicas fuentes de información que poseemos sobre la teología cristiana, incluso sobre la piedad cristiana del siglo II y buena parte del siglo III. Con esto se olvida fácilmente que en estas obras literarias (y filosóficas, en el sentido indicado) sólo se refleja una pequeña parte del cristianismo de entonces. Con toda evidencia se da aquí, pues, la situación de que hablábamos en la introducción. Las comunidades cristianas en el siglo II no eran escuelas de filosofía. Su vida estaba basada en la fe y en la oración. Los martirologios lo dejan entrever claramente. Pero muy poco o casi nada sabemos del modo concreto como la fe cristiana fue predicada a la masa de los incultos (que constituían la mayoría de los neófitos) ni del modo como sus grandes ideas y doctrinas se tradujeron en sus cabezas y corazones. Que también en ellos llegara a echar raíces -y quizá raíces profundas-, concentrada en la persona del Señor vivo y exaltado, es cosa que podemos deducir no sólo del Nuevo Testamento; también podemos documentarla históricamente con el hecho del martirio y con otras noticias aisladas. En su favor habla especialmente la difusión de la doctrina de Jesucristo, verificada más o menos linealmente, pero que penetró en todas las capas de la población y todas las provincias del imperio.
Notas
[38] Como maestro ambulante llegó también a Roma, donde, entre otros, tuvo como discípulo al asirio Taciano (autor de una apología, «Discurso a los griegos», hacia el año 170) y fue combatido por el filósofo cínico Crescencio.
[39] Es decir, una exégesis que entiende e interpreta el texto como una alegoría o comparación.
[40] Sin embargo, Pablo también fue leído entonces: cuando el procónsul Publio Vigelio Saturnino, el 17-7-180, preguntó a doce cristianos de Sicilia y de Numidia qué clase de libros tenían en sus bibliotecas, respondieron: «Los libros y cartas de Pablo, un hombre justo».
[41] En cambio, es exageradamente brusco al rechazar el arte. En esto puede considerarse como precursor de Bernardo de Claraval y de Calvino.
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