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§28.- La Formulacion de los Dogmas
1. Contra la formulación de los dogmas, al igual que contra la teología de los apologetas, se ha lanzado el grave reproche de que por su culpa el cristianismo se ha desviado de su verdadero quehacer religioso: en vez de ser religión, se ha convertido en teología y conocimiento, se ha helenizado (aunque no del todo).
a) Si consideramos esas interminables controversias sobre las fórmulas teológicas (y su implicación con todas las intrigas políticas) que desde el siglo IV al VII revolvieron y perjudicaron gravemente a la Iglesia y al pueblo, especialmente en Oriente, parece que tal reproche de infecundidad religiosa tiene bastante justificación. Y, sin embargo, el proceso que ahí, en el fondo, se llevaba a cabo era inevitablemente necesario para la vida de la Iglesia.
Aparte de la pugna por hallar la verdad total de la salvación, tenemos algunos testimonios singulares a favor de esta tesis. Constantino, en el fondo, únicamente quería la unidad de la Iglesia; con gusto hubiera renunciado a la verborrea de los teólogos (§ 21). Primero lo intentó con la doctrina ortodoxa y luego, sobre todo, con el arrianismo. En esta cuestión la historia misma le sobrepasó. El emperador Zenón (474-490) y, en cierto modo, el patriarca Sergio de Constantinopla bajo el reinado del emperador Heraclio (610-641) también son muestras ilustrativas de lo mismo. El emperador Zenón, con su Henotikón, quiso que por amor de la paz de la Iglesia y del Estado nadie discutiera ya más sobre el problema de las naturalezas en Cristo, sino que todos se contentasen con la profesión de fe de Nicea y de Constantinopla. El plan fracasó, con graves perjuicios para la Iglesia.
La situación era sencillamente ésta: todas aquellas controversias formaban una íntima unidad. En un medio como el europeo, en el que la ratio griega (no el racionalismo) constituía la base de la vida espiritual, las discusiones no podían acallarse mientras no fueran examinadas todas las posibles soluciones y no hubiera una respuesta única para todos, en armonía con el contenido de la revelación.
b) Aquí, en el fondo, como luego en las disputas sobre la historia de los dogmas de los siglos posteriores, nos hallamos ante una inexorable y apasionada búsqueda de la única verdad, ante un compromiso a favor de la intolerancia dogmática, tan necesaria como inevitable. Por otra parte, tanto entonces (cf. las propuestas de compromiso condicionadas por la política, § 27) como también más tarde (cf. algunas corrientes del humanismo, la Ilustración, la teología liberal protestante y, hoy, varios liberalismos vulgares), el que no se tenga interés alguno por la áspera dureza y la exclusividad en la formulación de los dogmas es generalmente un indicio de que el dogma se debilita y la verdad cristiana comienza a relativizarse y, por tanto, a peligrar.
En las controversias doctrinales de los siglos V, VI y VII se trataba, en última instancia, de asegurar el dogma fundamental del cristianismo: «Cristo es el Señor, Cristo es Dios» y, con ello, la redención. La cuestión resuelta en Nicea es la base de todo. Por eso, porque de ella se deducen lógicamente todas las resoluciones de los concilios posteriores, las últimas herejías del monotelismo en el siglo VII, si bien se reflexiona, vuelven a llevar gradualmente al arrianismo. Las definiciones de la Iglesia fueron una de las varias formas de ir salvaguardando el núcleo de la verdad cristiana y sólo ellas han impedido la interpretación unilateral (y, consiguientemente, herética) y el empobrecimiento del contenido de la revelación, guardando para nosotros íntegro el depósito de esta revelación.
2. En resumen: todo esto significa que la formulación de los dogmas no solamente no representa una rigidez teórica del cristianismo, sino que, muy al contrario, es del máximo valor religioso. Para comprenderlo en un ejemplo vivo basta con mirar a un hombre tan eminentemente religioso como el gran Atanasio. Estuvo en el centro de la lucha y supo muy bien lo que estaba en juego; ¡prefirió dejarse destituir cinco veces de su importante sede episcopal antes que renunciar a la fórmula por él defendida! Pues esta fórmula era mucho más que una fórmula: contenía la verdadera doctrina de la salvación.
Todo esto, sin embargo, no da pie para negar el peligro de endurecimiento que se esconde en la formulación de los dogmas ni la implícita tentación de creerse en posesión de la razón, o de tachar de herejes a los adversarios personales, o de cultivar una peligrosa teología silogística. En las aberraciones de las controversias mencionadas, fuertemente influidas, incluso principalmente influidas por la política, el egoísmo y el odio, radica la realidad de estos peligros. Tal cosa no se compagina con el espíritu de la buena nueva de Jesús. A menudo, en nombre de la verdad y de una forma ergotista, el amor fraterno fue lesionado profundamente y, con ello, quedó debilitada la fuerza de la predicación del cristianismo. Las controversias de las luchas cristológicas de los siglos V y VI, en realidad, disgregaron considerablemente el cristianismo, por ejemplo, en Asia Menor y en Egipto, preparando así su derrota por el Islam.
Esta violenta pugna nos obliga a reconocer en qué consiste tan elevada misión: en que toda afirmación y todo conocimiento estén impregnados por el amor, que la «verdad sea dicha con caridad» (Ef 4,15).
3. La historia es compleja por su propia naturaleza. La necesidad, la utilidad y los efectos nocivos andan en ella muy a menudo unidos, incluso entremezclados. De hecho, todas las doctrinas condenadas -arrianismo, nestorianismo, monofisismo- llegaron a cobrar tanta importancia como codeterminantes del cuadro histórico-eclesiástico (aparte del político- cultural) de una forma directa o indirecta (islamismo), que hay que considerarlas esenciales en el conjunto de la vida eclesiástica de la Antigüedad y de los tiempos siguientes.
¿Es que no hubo entonces auténtica unidad en la Iglesia, tal como pretenden las nuevas tesis protestantes? ¡Añadamos algunas consideraciones para completar nuestras anteriores comprobaciones (cf. § 15)! La unidad de los discípulos de Jesús nunca fue absoluta en sentido numérico, como se desprende de los evangelios, de los Hechos de los Apóstoles y de todos los siglos de la historia eclesiástica. Pero: 1) la unidad del cuerpo místico del Señor, o sea, de la Iglesia, nunca fue ni pudo ser aditiva, formada por la suma de partes homogéneas individuales y, por tanto, susceptible, por así decir, de comprobación aritmética; fue y es una unidad viva y orgánica. 2) Semejante unidad se basa en la unidad de su principio vital; éste es Jesucristo, y con él la autoridad por él instituida. Aquí se plantea el problema de la sucesión apostólica de los obispos y del primado de Pedro. El principio de la unidad de la Iglesia es la unidad de la doctrina con dicho primado de Pedro dentro de esta sucesión. 3) Pero lo que quita todo fundamento a esa moderna tesis, aun en el caso de que metódicamente se ponga entre paréntesis el reconocimiento del primado de Pedro, es lo siguiente: en todas las escisiones y direcciones autónomas que hemos examinado no hay ningún impulso relativista. Todas las fórmulas, sea cual fuere su contenido, partieron del supuesto de que sólo había una doctrina verdadera, y trataron precisamente de asegurarla.
Del director
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