conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Segunda época.- La Iglesia en el Imperio Romano «Cristiano» Desde Constantino a la Caida del Imperio Romano de Occidente

§33.- Invasion de los Pueblos Germanicos

1. Con el nombre de «invasión de los pueblos germánicos» se entienden las irrupciones en el Imperio romano de las tribus establecidas al este del Rin y al norte del Danubio. Ordinariamente, la fecha de su comienzo se fija en el año 375; en ese año sufrieron los ostrogodos una aplastante derrota infligida por los hunos, viéndose obligados a abandonar sus lugares de asiento en el actual sur de Rusia. Para el Imperio romano termina la invasión de los bárbaros en el año 568, cuando los longo-bardos aparecen en la Italia septentrional.

Los pueblos germánicos de la época de las invasiones suelen subdividirse en:

1) Germanos orientales (godos, burgundios, vándalos, longobardos), que emigran en masa -desde el noroeste al sureste- y atravesando Macedonia, Grecia, Italia septentrional, Galia y España, penetran en el norte de África, ocupando finalmente toda Italia (ostrogodos; Teodorico en Rávena).

2) Germanos occidentales (los luego llamados alemanes o teutones), francos, bávaros, alamanes, turingios, anglos y sajones[42]. Estas tribus se desplazaron lentamente más allá de sus fronteras, pero sin perder contacto con sus tierras de origen, ocupando la Galia, Recia, el Nórico y además la Bretaña.

El avance de los germanos orientales sobre todo se efectuó en diversas oleadas de pueblos radicalmente diferentes, que de continuo se empujaban y hostilizaban entre sí, de modo que en brevísimo tiempo ciertos territorios se vieron repetidas veces invadidos, conquistados y saqueados por un pueblo diferente, teniendo que estar a su servicio[43].

2. Mientras el Imperio romano de Oriente -a pesar de ser el primer objetivo de los germanos- no fue apenas hollado por los invasores bárbaros (excepción hecha de la península balcánica, en el año 396), sino que además empujó a los germanos hacia el Occidente (sólo mucho más tarde llegaría a padecer una invasión que, por su parte, también superaría o destruiría el elemento griego hasta entonces predominante)[44] el Imperio romano de Occidente tuvo que aguantar toda su furia, quedando destruido (y con él y tras él, poco a poco, todo el mundo antiguo). Los germanos invasores, que por largo tiempo habían sido en buena parte, no sólo como mercenarios, sino también como comandantes del ejército y como empleados, los mejores sostenes del imperio (los jefes germánicos Estilicón, Arbogasto, Odoacro, verdaderos regentes frente a los últimos emperadores fantoches) y en un amplio proceso de infiltración habían comenzado a fundirse con los pueblos románicos, destruyeron la estructura de las provincias y la administración del imperio.

Después del año 476, cuando Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, último emperador romano de Occidente, surgieron en el sur y suroeste de Europa reinos étnicos germánicos, primero dependientes nominalmente de Roma, luego cada vez más independientes.

3. A los romanos, habituados al orden unitario del imperio, aquellas masas de bárbaros que irrumpían en tropel les parecieron, y no sin razón, huestes de devastadores sin medida. En las ciudades conquistadas del Rin y de la Galia meridional los saqueos fueron continuos; los muertos se amontonaban a millares, incluso el asilo en las iglesias no siempre servía de protección. Las deportaciones y el mercado de esclavos, donde se vendían los prisioneros en pública subasta, estaban a la orden del día. La lucha destructora se desplazó desde las fronteras hacia el interior del imperio.

En resumen puede decirse que la «barbarie» fue extendiéndose progresivamente por el centro de Europa e Italia. Las continuas guerras debilitaron el orden y las costumbres. Decayó la vida espiritual, a lo que se añadió la extrema penuria material. Desgarradora suena la voz del papa Agatón y de su sínodo del año 687 (contra los monoteletas), que se lamenta de que no hay tiempo para aspiraciones culturales y que en la patria hace estragos diarios la furia de otros pueblos.

Sin embargo, la invasión de los bárbaros no trajo solamente la devastación. Ciertas descripciones, incluso las de Jerónimo (que por lo demás también estigmatiza la poco heroica resistencia de Roma), son exageraciones unilaterales. Los príncipes y los pueblos arríanos no siempre persiguieron a los católicos.

Pero fue natural que las continuas migraciones dificultasen extraordinariamente el arraigamiento del mensaje cristiano. Aunque buena parte de la población autóctona permaneció en su patria, aquello que entonces podía llamarse pastoral ordinaria entró en un inmenso y general torbellino de cambios materiales, económicos, morales, religiosos y culturales y, tal como se ha dicho, tuvo que adaptarse rápidamente a las diferentes y sucesivas concepciones de la vida pública. Aunque hay que reconocer que algunos prudentes soberanos germánicos, como el arriano Teodorico, apoyaron a los obispos, también hay que admitir que las susodichas dificultades llegaron a poner en peligro hasta las raíces.

El efecto final más importante fue que se arruinó la antigua civilización ciudadana, que hacía tiempo estaba en vías de descomposición (ante todo, el cansancio de la vida, el descenso de la población). En este proceso de descomposición y reconstrucción, que duró siglos, Europa perdió gran parte de su carácter antiguo y adquirió un aspecto «medieval». Surgió el Occidente. En nuevas formas y con un concepto más sano de la vida, la seguridad y la esperanza hicieron frente al escepticismo. Desde un punto de vista meramente biológico, del siglo VIII en adelante se multiplicó tanto la descendencia que los terrenos incultos, que en la Antigüedad tardía habían ido extendiéndose sin cesar, pudieron en todas partes ser nuevamente roturados, ganando así nuevas tierras de labor.

4. En todas estas tormentas la Iglesia fue o siguió siendo la salvadora de la cultura y la consoladora de los pobres. Lo mismo que León Magno en Roma, así también san Severino, a finales del siglo V, y sin tener ningún cargo eclesiástico, fue el protector de la población autóctona de la región de la actual Salzburgo. Generalmente fueron los obispos los que hicieron esto. Conseguían y repartían grano y asistían a los abatidos.

A estos obispos que supieron permanecer en sus puestos hay que agradecer en gran parte el hecho de que la tarea de construcción religioso-eclesiástica realizada antes de la invasión pudiera, a pesar de todo, salvarse y conservarse en estos residuos embrionarios. Pero también es cierto que la posibilidad de desempeñar semejante función conservadora y salvadora se debió a que ellos mismos, gracias a la elevación del cristianismo a religión del Estado y a la aparición de la Iglesia imperial, con sus correspondientes privilegios, habían llegado a ser algo más que simples jefes espirituales. Habían trabado relaciones muy estrechas con el Estado y, en particular, se habían convertido en expertos ejecutores de la administración. El obispo era la primera personalidad de la civitas, de la parroquia, o sea, de la diócesis (una prueba: la liberación de un esclavo decretada por él en la asamblea de los fieles tenía fuerza de ley).

5. Desde el punto de vista religioso y eclesial, no obstante, el cuadro de la gran historia continuó llevando durante los siglos VI y VII la impronta del Imperio de Oriente. Y esto, especialmente, después de que Justiniano, combatiendo con los ostrogodos de Italia y con los vándalos del norte de África, hubo logrado otra vez, más o menos, la unidad del imperio. La vida de la Iglesia estatal bizantina, de la Iglesia siro-monofisita y de la Iglesia copta de Egipto superó ampliamente la vida de la Iglesia occidental en profundidad espiritual y religiosa (una causa específica: el florecimiento del monacato allí).

Esta fuerza religioso-eclesiástica quedó plasmada hasta hoy, y de forma impresionante, en las maravillosas iglesias de Rávena, en la «frontera» de la civilización greco-romana[45].

6. En Occidente la cultura fue salvada precisamente por los monjes. Los monjes no sólo guardaron los progresos de la antigua agricultura; también custodiaron los tesoros de la cultura clásica mediante la lectura y transcripción de preciosos códices. Sin esta actividad de los monasterios la humanidad se hubiera quedado en la mayor miseria espiritual. Pero de esta «custodia» lo primero que es preciso subrayar enérgicamente es su carácter no autónomo. Hacía siglos que en filosofía había ido disminuyendo la fuerza creadora del pensamiento; de ahí que en este tiempo, en general, se echase mano de los manuales y las traducciones (¡incluso a Agustín, en todo sobresaliente, le estaba cerrado el acceso a los originales griegos!). La consigna rezaba: «¡Copiar!, ¡copiar!, ¡copiar!» (Aubin).

A esta época pertenece también una serie de importantes transmisores de la cultura antigua al Occidente: Boecio (ajusticiado en el año 524 por presunta conjura contra los godos), traductor de Aristóteles e impugnador de los herejes; el docto Casiodoro, y (en Constantinopla) Prisciano, el gramático latino de la Edad Media (primera mitad del siglo VI).

Hacia el año 500 aparecen los escritos místicos neoplatónicos del Pseudo-Dionisio, falsamente considerado discípulo de los apóstoles (Hch 17,34), los cuales, traducidos al latín, se convirtieron más tarde en uno de los fundamentos de la teología occidental; su influencia es incalculable (Tomás de Aquino se remite con más frecuencia a este «Areopagita» que a cualquier otro autor).

7. La disminución del poder del emperador de Bizancio sobre el Occidente y la primera y deplorable escisión, derivada de las controversias monofisitas, entre la Iglesia occidental y oriental en los años 484-519 (el cisma acaciano) fueron favorables a la independencia del papado. Mientras tanto hubo muchas dificultades que vencer. Los nuevos señores de Occidente eran arríanos en su totalidad. Existía una honda e íntima oposición entre ellos y los católicos romanos nativos, de modo que se hacía imposible una colaboración auténtica y duradera. El papa se encontraba entre dos fuerzas: Bizancio y los godos asentados en Italia (posteriormente los longobardos). Unos y otros amenazaban su existencia, tanto en el orden económico como en el político-eclesiástico. Su patriarcado occidental, tras haber sufrido amputaciones en el norte y en el sur de Italia (por el emperador León III, 717-741), quedó tan reducido que el papa corría el peligro de convertirse en un obispo territorial longo-bardo. No volvió a ser verdaderamente libre hasta que, como veremos, entabló relación con una familia y una casa real germanas, completamente independientes de Bizancio y que habían aceptado el cristianismo en su forma católica: los francos. Su rey, el cruel, ambicioso y ferocísimo Clodoveo, ya se había hecho bautizar en Reims por san Remigio junto con los grandes de su reino en un día de Navidad, hacia el año 496 (sólo veinte años después de la caída del último emperador romano, el año 476). A esto contribuyó su mujer, santa Clotilde, una princesa católica de Burgundia[46] y algunos obispos católicos de la Galia.

8. El mundo europeo se hallaba en un proceso de transición. La antigua unidad del imperio como tal y su unión con la Iglesia imperial ya no existía. La situación de Occidente se caracterizaba por una fuerte contraposición de innumerables fuerzas aún no perfiladas. ¿Se formaría una nueva unidad significativa? La posibilidad existía: 1) por parte del cristianismo y de la Iglesia de Occidente, y 2) porque una potencia política unificadora de primer rango -los francos- se había aliado con ellos. Los dos polos en que estaba centrada la vida entera, oscilando entre los cuales se creó la nueva forma de vida, fueron el papado y los francos. El hecho de que en la organización del Imperio franco se conservase en gran parte el antiguo sistema romano de los obispados, salvaguardando con ello la continuidad de la administración eclesiástica, fue, junto con la lengua latina de la liturgia, uno de los más inestimables factores de unión entre la Antigüedad y la Edad Media.

Listas están las fuerzas que habrán de crear y configurar la nueva época, la Edad Media del Occidente: los obispos, el papado, la herencia teológico-religiosa de Agustín, el monacato (en una palabra: la Iglesia) y los pueblos germánicos. De estos elementos unidos nacerá la cristiandad medieval. El futuro corresponde a la alianza de la Iglesia con los nuevos pueblos.

Notas

[42] Recientemente se discute sobre la legitimidad de esta distinción entre germanos orientales y occidentales.

[43] Por ejemplo, Roma se vio amenazada en el transcurso del siglo V tres veces; en el año 410 la saquearon los visigodos de Alarico; en el año 451, el papa León I logró evitar el saqueo de los hunos; en el año 455 irrumpieron en la ciudad eterna los vándalos de Genserico.
La invasión de los pueblos germánicos es sólo una parte de un desplazamiento más amplio, que comprende más de dos mil años (mil años antes de Cristo [transmigración dórica] - mil años después de Cristo [últimos movimientos de los vikingos]).

[44] En los siglos VII y VIII irrumpieron los eslavos serbios y croatas; transitoriamente, el pueblo nómada asiático de los ávaros en los siglos VI y VII, y más tarde los búlgaros turcos en los siglos VIII y IX y los selyúcidas en el siglo XI.

[45] Por ejemplo, San Vital (construcción de planta octogonal, con galería interna y tribunas) fue comenzada después del año 521 por Teodorico, y tras la conquista por los bizantinos, en el año 547, fue consagrada a san Vital, casi como señal del triunfo sobre los godos arrianos.

[46] Los burgundios fueron el primer pueblo de los germanos arrianos que abrazaron en masa la fe católica (517).

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