» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » §34.- Caracteristicas Generales
IV.- Regimen de la Iglesia Privada
Su interdependencia con el mundo
1. Es en el régimen de la iglesia privada que acabamos de mencionar donde el pensamiento germánico ejerció su más fuerte e indiscutible influencia sobre la vida de la Iglesia medieval. Tanta importancia tuvo este régimen para toda la historia de la Iglesia, que tendremos que volver a ocuparnos de él con mayor detalle. En buena parte confluyeron en él todas aquellas desventajas que el mundo germánico implicó para la misión de la Iglesia. También en él se echa de ver con toda claridad la ambivalencia de aquellos hechos y situaciones histórico-eclesiásticos del Medievo que dieron lugar a la poco menos que inevitable tragedia de la historia de la Iglesia medieval, tragedia que una y otra vez nos ocupará e inquietará en el contexto de la lucha entre el sacerdotium y el imperium.
a) La iglesia fundada por el señor feudal germánico estaba de tal modo sometida a su dominio, que no sólo disponía de ella por derecho patrimonial, sino que sobre ella ejercía el pleno poder de la dirección espiritual (U. Stutz). Es cierto que el propio altar, o el santo patrón de la iglesia cuyas reliquias descansaban en él, llegó a ser el centro o el «titular» del patrimonio necesario para el funcionamiento y sostenimiento de la iglesia (edificio y decoración del templo, camposanto, casa parroquial, tierras y tributarios, parte correspondiente de la dula y los ingresos propiamente eclesiales). Pero el altar, por el suelo sobre el que estaba erigido, seguía siendo indefectiblemente propiedad del señor. La dotación de un altar no significaba para él más que el traspaso de ciertos bienes inmuebles, ciertos valores y ciertos derechos usufructuales de su patrimonio libre a un patrimonio colectivo especial. Originariamente libre para modificar o suprimir el status de pertenencia, el señor del altar, debido a la legislación carolingia, tuvo después que admitir una limitación de sus derechos, en cuanto que los bienes, una vez entregados al altar, ya no podían volver a ser enajenados. Pero como un todo, la iglesia privada pudo, tanto antes como después, ser vendida, hipotecada o heredada. También la copropiedad o la participación de los derechos de propiedad fue posible y, a la larga, inevitable por la complejidad de la sucesión hereditaria. En caso de que los bienes de la iglesia no se requiriesen para el funcionamiento y mantenimiento de la misma, era al señor a quien correspondía el usufructo del excedente y hasta el derecho a tomar parte de las primicias, ofrendas y derechos de estola de los fieles[16]. Si el señor tenía en funcionamiento varias iglesias o lograba heredar derechos parroquiales o diezmos, sus ingresos aumentaban considerablemente. La posesión de iglesias se convirtió así, posteriormente, en una empresa económica rentabilísima en nombre del santo patrón de la iglesia.
Cuando el señor era sacerdote, él mismo ejercía sin otro intermediario la dirección espiritual de la iglesia. En caso contrario designaba un sacerdote, que al principio solía ser un siervo o un mercenario pagado (mercenarius o conductus). Desde el año 819 el sacerdote tenía que ser necesariamente un hombre libre o al menos liberado para este fin, el cual luego, en caso de empréstito (en sus distintas formas y con distintas tasas) también era prestado a una con la iglesia privada. Estando así las cosas, la influencia del obispo quedaba poco menos que excluida. Desde luego, sólo el obispo podía consagrar el altar y la iglesia y conferir las órdenes a su sacerdote oficiante. Pero el clero de las iglesias privadas era enteramente dependiente de la corte y del pan del señor, de forma que resultaba punto menos que imposible controlar su acción ministerial. Tras un estado de anarquía eclesiástica, al final del reinado de Carlos Martel, la Iglesia logró limitar parcialmente las atribuciones del señor del altar, fijando los bienes de la Iglesia, asegurando la posición de los sacerdotes y estableciendo ciertos derechos de inspección episcopal.
b) En iguales condiciones que las iglesias menores se hallaban también los monasterios. En vez de los conventos constituidos al modo romano, con derechos de corporación y con un abad libremente elegido y confirmado por el obispo, aparecieron los monasterios privados germánicos, que, salvo pequeñas variantes, compartieron la suerte de las iglesias privadas. Cuando ya había gran número de reglas monásticas, el propio señor decidía por cuál de ellas tenían que regirse los monjes de su convento.
En su raíz, el sistema de la iglesia privada es romano y germánico. Por eso lo encontramos tan difundido en Occidente. Dondequiera que este sistema, en el curso de la invasión de los bárbaros y de su progresiva cristianización, chocó con la vieja constitución episcopal pública y jurídica de la Iglesia, hubo discusiones, pero en ellas la iglesia privada casi siempre se impuso sobre la iglesia episcopal. En la Franconia, el sistema de la iglesia privada se dio ya desde mediados del siglo VII.
2. Un derecho foráneo conquistó, pues, incluso la constitución de la Iglesia. Obispos y monasterios poseyeron desde entonces la mayor parte de sus iglesias en la modalidad de iglesia privada, y de este modo hicieron la competencia a los señores laicos de las iglesias germánicas.
a) Toda la importancia de esta acometida se hizo patente en un hecho: fue que el concepto jurídico de la iglesia privada marcó de forma imperceptible las relaciones de los reyes y nobles francos con las iglesias episcopales, los obispados e incluso las abadías hasta entonces libres. El modelo de los emperadores romanos orientales, supremos señores de la Iglesia, experimentó desde este momento una transformación específicamente germánica, cuya peculiaridad se manifestó de forma más intensa en la creciente feudalización del poder espiritual. Desde finales del siglo IX los reyes, grandes propietarios ellos mismos de iglesias y conventos privados, consiguieron progresivamente imponer frente a los obispos los principios del sistema de la iglesia privada.
Ya en Hincmaro de Reims (§ 41) había traslucido la idea (que llegaría a parecer obvia en la época poscarolingia) de que los obispos recibieran su obispado como beneficio de manos del rey. Desde esta perspectiva está claro que la investidura seglar (§ 48) debe contemplarse sobre el trasfondo del sistema de iglesia privada. De otra manera sería inexplicable que frente a los obispados y abadías libres pudieran alzarse tales derechos (típicos del sistema de iglesia privada) de usufructo provisional y testamentario. Pequeños obispados acabaron siendo propiedad de duques y condes y, como las iglesias privadas, fueron vendidos, pignorados, heredados o dados como dote.
Este derecho extraño, gracias a su preponderancia, llegó hasta obtener por algún tiempo el reconocimiento papal (con Eugenio II en el sínodo romano del año 826; con León IV en el sínodo del año 853). Hay que tener presente, además, que en algunos de sus elementos típicos aún siguió en vigor, incluso allí donde la Iglesia más duramente lo combatió y finalmente superó (en la lucha de las investiduras). En la legislación eclesiástica por todas partes encontramos sus huellas mediatas o inmediatas, como, por ejemplo, en la erección del monasterio privado papal y de su consiguiente exención, en la institución de los beneficios eclesiásticos, en el derecho de patronato y, sobre todo, en aquellas exigencias de usufructo financiero de los bienes de la Iglesia que aparecen en el fiscalismo papal de las postrimerías del Medievo (para las diferentes formas de tributación, cf. § 64).
b) En lo que atañe a la valoración religioso-teológica del sistema germánico de las iglesias privadas, a la vista están sus inconvenientes. En primer lugar está la peligrosa dependencia del ministerio espiritual de los poderes materiales y patrimoniales; la posesión del suelo sobre el que se alza la iglesia lleva directa e indirectamente a la posesión de unos derechos eclesiásticos espirituales. Apenas habrá un ejemplo mejor y más craso de la mezcolanza germánica de ambos campos, y además con esa típica tendencia a hacer descender lo espiritual y sobrenatural a lo terreno y mundano. En esta actitud se manifiesta un egoísmo extrañamente contradictorio: uno regala, dona incluso iglesias para el culto divino, pero «se regala ricamente a sí mismo»; la fundación, de primera intención espiritual, obtiene elevados ingresos, lo que a la larga no puede dejar de repercutir en la misma intención. También aquí se hace ostensible la mentalidad del do ut des. Es una ofuscación que debe tenerse presente al enjuiciar la dadivosidad medieval y especialmente su cultivo por parte del clero y de los monjes.
No obstante la multitud de fórmulas piadosas, estas donaciones no siempre fueron expresión de perfección cristiana: por ejemplo, en tiempos de carestía, a muchos «libres» más pobres sólo les quedaba la posibilidad de entregar sus bienes a un convento o a un obispo si querían verse exonerados del servicio militar o de la obligación de acudir a las reuniones solemnes.
La incompatibilidad de todo este sistema jurídico con el cristianismo ya se evidencia en el mismo nombre de «iglesia privada»: el hombre no puede tener su «iglesia propia privada». El hecho de que en los tiempos siguientes el sacerdotium y el regnum, por distintas motivaciones, contraviniesen esta exigencia fundamental cristiana fue lo que hubo de provocar la gran crisis del universalismo medieval.
Por otra parte, sin embargo, tampoco se debe olvidar la inevitabilidad histórica ni las beneficiosas consecuencias del sistema de la iglesia privada: a él se debe la floreciente vida cristiana que a través de las parroquias de pueblo y de innumerables oratorios y capillas alcanzó las más dilatadas zonas rurales de la Europa medieval.
3. De múltiples formas tratará la Iglesia de superar el peligro del aislamiento y de la cosificación. Si buscamos una palabra clave, capaz de aglutinar formalmente los diversos medios, podríamos mencionar el universalismo. El cristianismo es el mensaje salvador del Dios hecho hombre; religión de la humanidad y, por lo mismo, expresión de un universalismo religioso esencial que la Iglesia jamás puede perder. En la Edad Media, sin embargo, este universalismo evolucionó, dentro de un proceso muy razonable, pero trágico, hacia un universalismo peculiar y específico, sobre todo hacia el universalismo del poder político-eclesiástico del papado. Por medio de él pudo la Iglesia reprimir los impulsos disgregadores de los nuevos pueblos y, mientras tuvo éxito en esta empresa, conservó viva la unidad de la ecclesia universalis, unidad abarcadora del imperio y la Iglesia. A este universalismo unificador de la Iglesia sirvió de ayuda una idea todavía viva en las mentes de los doctos y en la fantasía de los pueblos, la idea del Imperio romano universal (en el orden tanto cultural como político) y de la Iglesia imperial universal estrechamente unida a él. De este modo, el universalismo en todo sentido (cf. supra, III, 3) y en todo orden de cosas constituyó la característica de la alta Edad Media.
Los susodichos peligros fueron, pues, vencidos en cuanto la problemática de la iglesia territorial particularista se elevó al plano de la Iglesia imperial universal. Pero con ello, y a pesar del decisivo influjo de las concepciones sacro-espirituales, el modo del pensamiento y gobierno político siguió penetrando en la Iglesia. Esto fue lo que impidió la coordinación autónoma, de suyo necesaria y entonces oportuna de ambas esferas, la eclesiástica y la mundana, cosa que contribuyó a preparar la hostil separación ulterior. Aquí se puede ver incoada la inmanente tragedia de la historia eclesiástica medieval, precisamente como telón de fondo de su gran tentativa de erigir en la tierra un reino de Dios universal.
Mas el peligro de ruptura de aquella unidad, que abarcaba todos los ámbitos de la vida, no fue conjurado para siempre. La enorme tarea educativa de los clérigos y monjes medievales entre los pueblos occidentales también tuvo como meta, por su propia naturaleza, su maduración y autonomía. El proceso educativo hizo que la vida cristiana cultivada por la Iglesia alcanzara un espléndido desarrollo; con ello hizo también que se desarrollaran las peculiaridades del carácter germánico. En cuanto estas peculiaridades comenzaron a interferir la tarea de la Iglesia, sembraron el germen de su posterior decadencia. Así surgió esa forma de realidad eclesiástico-medieval, fuertemente condicionada por el tiempo histórico, que en parte y a la larga impidió precisamente la necesaria solución armónica.
La autonomía que en el Occidente se desarrolló durante la alta Edad Media en todos los órdenes de la vida superior representó ya de por sí un elemento que no se integró fácilmente en la unidad de la vida eclesiástica (hasta entonces preferentemente objetiva y totalmente basada en la tradición). Pues tanto el pensamiento como la vida independiente de los pueblos germánicos se acercaba ahora al cristianismo con sus propios problemas o aspiraciones, tratando de imprimir en él sus particularidades aun en aspectos esenciales, igual que lo hicieron en la Antigüedad la civilización judaica, griega y romana (§ 5). Entre los germanos, y especialmente entre los teutones y los escandinavos, este peligro revistió particular gravedad en la baja Edad Media. Pues todas las peculiaridades del carácter germánico llevaban dentro de sí una radical inclinación al particularismo, tendían al separatismo en todos los sentidos[17] y todo ello con proclividad a absolutizar lo separado (ilícitamente separado de la armonía de la comunidad).
4. Las causas de la disolución se concretan y evidencian en el trágico conflicto entre el papado y el Imperio, en el fondo del cual el problema que late no es otro que el de la relación cristianismo-mundo. Un entendimiento correcto de esta relación hubiera exigido el reconocimiento de la relativa autonomía del ámbito secular frente a la absoluta superioridad de lo eclesiástico-religioso; hubiera exigido el rechazo tanto de una mezcla inadmisible como de una separación hostil; hubiera exigido, en fin, para ambos órdenes una regulada coordinación. Semejante concepción, en teoría, fue algunas veces propugnada y hasta difundida enormemente, por ejemplo, en la extraordinaria y equilibrada síntesis de Tomás de Aquino; pero en la baja Edad Media fue rechazada incluso en teoría, como consta en declaraciones muy influyentes (legistas, Ockham, Marsilio de Padua). En la práctica ni siquiera llegó a realizarse en serio. Lo que se realizó fue más bien una mezcla progresiva con la tendencia de cada uno de los dos poderes a la hegemonía. Así, desde dentro, es como se preparó la separación (hostil).
A grandes rasgos, así se nos presenta la evolución interna: tras la reunión masiva de los pueblos en la Iglesia (primera Edad Media), tras la dirección de todo el entorno de la vida occidental desde Roma como centro (parte de la alta Edad Media), en la baja Edad Media se advertirá una fuerte tendencia a la separación. La jerarquía y el monacato tendrán que luchar con el producto de su propia educación: a) se irán formando las individualidades nacionales (los modernos Estados o «naciones» frente al Sacro Imperio romano universal), que extenderán sus particularidades a todas los ámbitos de la vida superior: se disolverá el universalismo y aparecerá la característica determinante de los nuevos tiempos, el particularismo, b) Frente a la unidad del objetivismo medieval surgirán brotes de subjetivismo, c) El clero, representante nato de la Iglesia universal, será sustituido como agente de la cultura por el representante de la pluralidad nacional, el laicado. Este proceso de disolución llegó a su plenitud en el humanismo y en el Renacimiento. Fue fatal que dicho proceso afectase también al campo religioso-eclesiástico propiamente dicho, desembocando así en las grandes creaciones de las Iglesias sectarias y nacionales de los husitas y la Reforma. Esto, desde luego, sólo fue posible históricamente porque en la misma Iglesia la idea del universalismo objetivo ya había perdido mucho de su pureza y seguridad en el sentido antes indicado y, especialmente, por las superestructuras irreligiosas.
5. Un rasgo fundamental hubo que penetró, guió y coloreó esta evolución interna: la vuelta de la Iglesia a la cultura.
a) En la Antigüedad la actitud de la Iglesia ante la cultura había sido muy variable. Y no pudo haber sido de otro modo porque, vista desde la perspectiva del cristianismo, la cultura entonces existente estaba escindida: contenía valores provenientes de Dios y, no obstante, en su conjunto era contraria a Dios, pagana.
Mas desde que la Iglesia quedó libre en el Imperio romano, pudo expresar cada vez más y mejor su propio modo de pensar y de entender la vida, incluso públicamente. Ella misma y sus representantes, los obispos, llegaron a constituir un factor determinante de la vida pública; la vida pagana adquirió rasgos cristianos. No obstante, no se llegó a una cultura nacida por entero de raíces cristianas. Ahora, en cambio, en la primera Edad Media, los hombres de la Iglesia pudieron crear una vida cristiana en su aspecto exterior y, poco a poco, también en su realidad interior: el curso del año se dividió según las fiestas y tiempos del calendario cristiano, el curso de la semana comenzó con el domingo cristiano (en el cual todos los fieles van juntos a la iglesia). Posteriormente, la imagen de la ciudad o del pueblo comenzó a caracterizarse por la iglesia y su torre, o por un convento dentro de la ciudad o en las afueras, y por los hospitales. En el siglo VI se introdujeron las campanas, procedentes de Oriente (muy pequeñas hasta el siglo XI), que anunciaban el comienzo de la misa y del oficio divino, señalando así la distribución del día (el toque del ángelus sólo a partir del siglo XIV). Las casas se adornaron con motivos cristianos (imágenes conmemorativas de Jerusalén, donde surgió el culto de la cruz; imágenes de la crucifixión, en paulatino incremento desde los siglos IV/V); la literatura se ocupó de temas cristianos, incluso durante mucho tiempo sólo teológicos; las leyes comenzaron a llevar en su encabezamiento la confesión del Dios trino; los procesos judiciales adoptaron el juramento cristiano. Para los pueblos jóvenes la Iglesia se convirtió en «la fuente de toda la tradición política y jurídica, de toda la formación, de toda la cultura y la técnica... Aquí la Iglesia configuró el Estado y lo dominó, y con su espíritu reguló la ciencia y el arte, la familia y la sociedad, la economía y el trabajo» (Troeltsch).
b) Con esta positiva colaboración en la cultura la Iglesia operó una transformación que resultó decisiva para su trabajo y para el juego de las fuerzas occidentales.
Se realizó una transformación interior que dominó directamente toda la vida medieval, elevándola a su máxima altura y florecimiento, pero que luego también fue causa de su decadencia religiosa y eclesiástica. Es importante poner de relieve desde el principio que esta decadencia no sobrevino por azar, sino que acechaba como peligro inmediato en la misma orientación de la Iglesia hacia la cultura: ¡un ineludible dilema entre el deber, la altura de miras y el fruto visible por una parte, y una implícita amenaza del mensaje cristiano por otra!
Nuevamente nos hallamos ante el problema fundamental de la historia de la Iglesia: revelación y mundo o, más exactamente, ante la cuestión fatídica de la Edad Media: ¿logró el Medievo eclesiástico el bautismo del mundo, de la política, de la ciencia, en una palabra: de la cultura, o tal vez sólo consiguió una espiritualización excesivamente rápida y superficial de lo terreno, que de rechazo debía provocar, con toda certeza moral, una secularización de lo espiritual? ¿Nos hallamos quizá ante una consecuencia de la insuficiente separación de ambos campos, o sea, ante una satisfacción insuficiente de las legítimas exigencias de ambas esferas, esto es, ante una incompleta libertad en el ámbito de lo terreno junto a una deficiente pureza de lo religioso-eclesiástico?
6. Por otra parte, el hecho de que aquellos pueblos jóvenes fueran culturalmente pobres en el sentido indicado, así como el hecho de que la misión de la Iglesia como única y verdadera fuente de salvación había de ser la de conformar en lo posible toda la vida y todo el mundo a la voluntad de Cristo, hizo que este giro hacia la cultura apareciera como un deber innegable. Sólo un pensamiento lleno de prejuicios y antihistórico podría ver en ello una censurable ansia de poder de la Iglesia romana. Más bien vuelve a expresarse aquí de forma impresionable (muy distinta de lo que la antigua historia de la Iglesia nos ha enseñado) la plena catolicidad de la Iglesia, su espíritu de síntesis, que le permite afirmar todo aquello que de alguna forma es valioso y puede ayudar al hombre en su camino hacia el destino eterno. Todo el Medievo, creado con el concurso de la Iglesia, que culmina en tantas obras positivas del papado y de los emperadores, en figuras como Bernardo, Francisco, Tomás de Aquino, Dante, los místicos alemanes y los arquitectos de las catedrales románicas y góticas, es una grandiosa expresión de este espíritu y al mismo tiempo su más brillante apología.
El Medievo eclesiástico es, pues, un tiempo de evolución en sentido especialmente profundo (en el sentido de que algo todavía amorfo al principio llegó a adquirir su forma).
Su contenido religioso-cristiano, sin embargo, debe ser perfilado con precaución. Hay que guardarse de toda estimación exagerada o superlativa. El Medievo está repleto de esplendores cristianos. Pero en manera alguna es un tiempo de la ecclesia triumphans en la tierra. En la medida en que el Medievo tuvo ese juicio de sí mismo y las sucesivas generaciones se lo apropiaron, en esa misma medida tienen el uno y las otras una idea equivocada. El cristianismo exige la metanoia personal, vive de la palabra de Dios por la fe y por el sacramento. Justamente partiendo de estos elementos esenciales es preciso que el juicio sobre la cristiandad de la Edad Media sea muy diferenciado. Los límites de la conversión interior en el sentido del evangelio se hacen patentes en el problema de las conversiones de masas, en el moralismo medieval (§ 35,3) y en las dificultades que impiden la penetración del mensaje de salvación en la totalidad del pueblo, como también en el escasísimo acceso de las masas al sacramento de la eucaristía, actitud esta a la cual se oponía la idea satisfactoria y fuertemente moralista de la penitencia (§ 36, Iglesia iro-escocesa).
Notas
[16] Derechos de estola son ciertos donativos que se hacen con ocasión de la administración de sacramentos o de otros servicios religiosos. En la Iglesia primitiva estaban absolutamente prohibidos y únicamente entraron en el derecho eclesiástico a través del régimen de iglesia privada propia.
[17] Naturalmente, con esto no se niega el alto valor de este rasgo característico: las más grandes obras alemanas en el campo espiritual tienen sus profundas raíces, posiblemente las más profundas, en ese particularismo individualista: música, literatura, filosofía, mística, piedad popular. Pero siempre queda el interrogante de si la integración de valores objetivos, universales, no presentaría dificultades especiales.
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