» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §35.- Los Dos Poderes del Futuro: los Francos y el Papado. Gregorio Magno
II.- El Papado
1. En los duros y belicosos tiempos de confusión de los siglos VI y VII, como las fronteras variaban continuamente y la presión de los avances germanos se hacía sentir cada vez más fuerte en el interior de Italia, resultaba muy difícil establecer contacto desde Roma con los lejanos católicos del norte. Las comunicaciones solían ser muy raras. Es un impresionante signo de la indestructible fuerza de la Iglesia el hecho de que, a pesar de estar inmersa en la barbarie de aquellos tiempos y, además, gobernada en su mayoría por personas de poco relieve, no le faltase el ánimo ni la capacidad para proseguir, al menos en cierta medida, su tarea misionera en los puntos más importantes y más cargados de futuro y lograr resultados significativos.
2. El papa Gregorio Magno (590-604) es el hombre que por sus méritos históricos debe ser mencionado antes que todos los demás. Tan importante como el último gran papa de la Antigüedad decadente (León Magno, § 24), Gregorio Magno es el primer gran papa del nuevo mundo que despierta. Su obra fue decisiva para toda la Edad Media. Una realidad absolutamente fundamental para toda la evolución eclesiástica en Occidente fueron las Iglesias territoriales germánicas. Gregorio, el romano, reconoció que aquí acechaba un peligro de enormes consecuencias; la Iglesia universal podía verse amenazada por la escisión. Tanto más cuanto que no se podía prescindir de la organización de las Iglesias territoriales ni se debía renunciar a ella en interés precisamente de la cristianización. La obra del papa Gregorio marcó una pauta efectiva de solución: había que alcanzar el objetivo ya presente en la Antigüedad eclesiástica, sin el cual no habría habido ni Edad Media ni una Iglesia universal tal como la tenemos hoy: era preciso que el sucesor de Pedro dirigiese a toda la jerarquía con mayor rigor. Aunque la cosecha inmediata no correspondió a la siembra de ese gran hombre, desde el punto de vista histórico no resulta aventurado decir que ya en este primer Gregorio trasluce la gran idea de un Imperio cristiano occidental, mucho antes de que Carlomagno o incluso Gregorio VII revelaran su programa. Es de suma importancia religiosa para la historia de la Iglesia el hecho de que, en una situación de debilidad política tan desesperada -aunque no carente de prudencia política y económico-administrativa- surgiera una nueva (y espiritualizada) idea de Roma y fuera realizada esencialmente por las fuerzas de la fe.
3. Fueron aquéllos unos tiempos caóticos para Italia. Pocas décadas habían transcurrido desde que Justiniano, en una devastadora guerra de dieciocho años (535-553), les arrebatase Italia a los godos arríanos, aniquilándolos. Roma había sido sitiada repetidas veces[2]. Los Imperios de Oriente y de Occidente se unieron de nuevo. En el año 554 llegó a Rávena un gobernador bizantino (exarca) como jefe político del país (¡también del papa!). Residió allí unos doscientos años.
Pero ya en el 568 llegaron a Italia los longobardos arrianos (la última tribu puramente germánica que se afianzó en territorio romano), amenazando continuamente a Roma y con ello la independencia del papa. Durante siglo y medio subsistió el peligro de que el papa descendiera a la categoría de obispo territorial longobardo.
4. Cuando se busca una razón capaz de explicar los caracteres personales del papa Gregorio, la estructura de su programa y la posibilidad de sus éxitos, no se halla otra que su romanidad. Romanidad significa aquí no tanto cultura romana como sabiduría romana y rica humanidad; Gregorio quería que los subordinados fuesen tratados como hombres adultos: «Los hombres somos todos iguales por naturaleza». Gregorio, además, fue heredero del arte de gobierno de la antigua Roma (lo había aprendido y ejercitado en su anterior carrera al servicio del Estado), que tan genialmente había sabido atraerse y gobernar bajo un mando unitario a pueblos de tan distinta raza y tan lejanos lugares, respetando sabiamente sus peculiaridades; una actitud que en el monje Gregorio arraigó aún más profundamente por influjo de la mesurada regla de san Benito.
Esta romanidad, caracterizada desde el punto de vista tanto racional como operativo por su capacidad práctica de buen orden y mando, alcanzó en Gregorio tan extraordinaria profundidad en el sentido cristiano que en él ya no vivió ni fructificó por su propio dinamismo, sino por el cumplimiento de aquellas exigencias cristianas, aparentemente inconcretas, de realizar el lema de Mt 23,11: «el más grande de vosotros sea servidor vuestro».
Durante toda su vida el romano Gregorio permaneció íntimamente identificado con la antigua idea de imperio y de su representante, el emperador de Oriente. Pero no por eso dejó de querer la independencia de la Iglesia. Desde la terraza de su palacio de Letrán dirigió personalmente la defensa de su querida patria, Roma, contra los longobardos. No obstante, luego prefirió (en vez de secundar las exigencias del emperador y del exarca) conseguir la retirada del rey Agilulfo por medio de un elevado tributo anual. Frente a sus bárbaros y brutales enemigos jamás olvidó su carácter sacerdotal, tratando de ganarlos para la verdadera fe. Así obtuvo al fin que el hijo mayor del rey y heredero del trono recibiera el bautismo católico (la mujer del rey Agilulfo, la princesa bávara Teodolinda, era católica).
5. La gloria especial de Gregorio en la historia de la Iglesia proviene de su actividad misionera. Esta estuvo particularmente dirigida a los anglosajones. Pero él fue muy consciente de la importancia y del papel directivo de los francos. Las fuentes nos permiten afirmar que la misión británica se dirigió indirectamente a los francos. Gregorio, en efecto, en el año en que comenzó la misión de Inglaterra (595), escribió a Chilperico II, rey de Austrasia, la frase profética: «Como la dignidad del rey supera a la de todos los demás hombres, así el esplendor del imperio (de los francos) excede al de todos los demás reinos».
a) Al dar a cada uno de los pueblos de más allá del Mar del Norte una Iglesia estrechamente unida con el centro, con Roma, creó, por así decir, dos polos desde los cuales la vida religioso-eclesiástica católica pudo abarcar como una corriente los pueblos germánicos situados en el medio, preparando así, de forma decisiva, el gran trabajo del futuro. Como auténtico conductor de hombres sabía muy bien que de la noche a la mañana no se puede lograr una transformación interior, una conversión real de todo un pueblo, y mucho menos empleando la fuerza. Por eso defendió el principio genuinamente católico de que en la medida de lo posible hay que aceptar los usos y costumbres tradicionales de los pueblos y, en vez de eliminarlos, llenarlos de espíritu cristiano: «No se les puede quitar todo a los incultos. Quien quiere alcanzar la cota más elevada, sube paso a paso, no de una vez».
La inteligencia de aquellas escasas posibilidades espirituales y psicológicas de las misiones le llevó, por ejemplo, a permitir el uso de imágenes sagradas (¡pero no su adoración religiosa!) como medio de instrucción para los incultos que no sabían leer. (Calvino, en sus fervores puritanos, no tendrá en su día comprensión alguna para estas sanas ideas).
b) En esta misma línea estuvo también su prudente adaptación a las circunstancias eclesiásticas territoriales de los pueblos germánicos. A pesar de las escandalosas anomalías que se daban en la Iglesia merovingia (simonía en la provisión de las sedes episcopales, inmoralidad en el clero, etc.), respetó los derechos de los reyes en cuanto a la convocatoria de los concilios y el cumplimiento de sus acuerdos. Trató de conseguir la necesaria reforma con ellos y por ellos. No por propia iniciativa -como hubieran hecho muchos de sus predecesores y especialmente sus sucesores-, sino a petición del rey Childeberto, nombró vicario apostólico al obispo de Arlés. Supo también a la perfección cómo habituar a los germanos a la autoridad especial del papa, como, por ejemplo, cuando envió al propio rey la llave del sepulcro del príncipe de los apóstoles con una reliquia incrustada de la cadena que debió de llevar san Pedro estando prisionero. Apoyado en la secreta fuerza de la veneración que los germanos sentían por san Pedro, Gregorio se convirtió en una autoridad paterna exenta de todo paternalismo, que pudo llamar «hijos» a los poderosos reyes bárbaros y como tales corregirlos en caso de necesidad.
Así también se comportó con la Iglesia visigoda de España, que poco antes de su pontificado se había convertido del arrianismo a la fe católica. A su amigo Leandro de Sevilla le envió el palio, y al rey Recaredo, en agradecimiento por su declaración de lealtad, algunas preciosas reliquias y un escrito sobre los deberes de un rey cristiano. Pero en ningún momento hizo peligrar el primado de jurisdicción papal planteando exigencias inoportunas o incluso despóticas.
6. De esta manera enderezó la misión por el único camino fructífero que para bien de la cristiandad jamás debió ser abandonado: en vez de una rígida uniformidad según el modelo de la Iglesia-madre romana, autorizó y predicó una amplia y prudente adaptación (acomodación) para que la fe cristiana se encarnara realmente en el pensamiento y en la vida de los nuevos pueblos que se acercaban a Cristo. De este mismo espíritu están llenas las palabras que Gregorio dirigió a Agustín de Canterbury: «Hermano, tú conoces las costumbres de la Iglesia romana, en la cual has sido educado y que tú querrías conservar. Pero es mi deseo que, cuando encuentres algo en la Iglesia romana o gala o en cualquiera otra Iglesia que pueda agradar más a Dios todopoderoso, lo selecciones con cuidado y lo introduzcas en la Iglesia de los anglos, todavía joven en la fe... Porque los usos y costumbres no son estimables por su lugar de origen, sino el lugar de origen por sus usos y costumbres. Por lo cual elige de todas las Iglesias cuanto sea piadoso, religioso, correcto...».
Gregorio fue un pastor de almas de gran talla. Lo documenta ya cuanto se ha dicho, aunque todo ello se refiera más a la estructura externa y a la fundamentación formal (naturalmente, sin olvidar las actitudes espirituales de fondo que las determinan). Pero junto a ello y sobre todo ello -como ya se ha insinuado- fue un hombre de gran vida religiosa interior. Las raíces más hondas de su fortaleza han de buscarse en su piedad, esto es, en su fe.
Heredero de una rica familia, renunció a su brillante carrera para entrar (en diferentes etapas[3], por decirlo así) en el convento (¿de benedictinos?) que él mismo había fundado en su palacio romano. Hacia el año 575 ya había formado parte de una comunidad de vida monástica, pero sólo tras su regreso del apocrisiarado[4] y de la fundación de otros seis conventos en sus latifundios de Sicilia, renunció en el año 587 a sus derechos patrimoniales, aún considerables, y se hizo definitivamente monje.
Hay que tener muy presente lo que esto significa. ¡Conventos en Roma! ¡En la Roma de los templos y de los anfiteatros, en la Roma en otro tiempo dominadora del mundo, monjes que despreciaban y huían del mundo! ¡Y saliendo de un convento, equipado con todas las tradiciones de la noble romanidad, el salvador de Roma, el que dio forma a la Iglesia universal!
La unión de monacato y cura de almas no fue cosa corriente ni en el monacato antiguo ni en el contemporáneo; pero sí lo fue para el monje- papa, el romano Gregorio. Dio al monacato la providencial tarea misionera que ni el mismo san Benito había previsto como actividad específica de sus monjes.
Su espíritu ascético está atestiguado también en sus escritos, algunos de los cuales dominaron toda la Edad Media, haciéndola fecunda en muchos aspectos (por ejemplo, su regla pastoral para el clero, sus homilías, más de 800 cartas). Naturalmente, la alta y profunda espiritualidad de la antigua teología eclesiástica se había perdido. En comparación, las obras de Gregorio, en su contenido como en su forma, fueron de modesta categoría (aunque los viejos monjes, por múltiples caminos, supieron extraer de su exuberante estilo alegórico un vigoroso y sano alimento, muy de otra manera que nosotros). Indudablemente, su fuerza religiosa es enorme y se expresa en formas del todo válidas para las gentes de entonces (incluidos los monjes).
7. Muy en consonancia con el carácter de Gregorio discurrió también su organización del papado, del cual ha venido a ser a lo largo de la historia el representante ideal. La particularidad de su pontificado consiste en que, por una parte, está totalmente en la línea que va de León Magno a Gregorio VII y, por otra, parece contradecir en puntos esenciales esa misma poderosa corriente histórica. A este respecto es muy significativa la discusión de Gregorio con Juan el Ayunante (595), quien siendo obispo de Constantinopla se atribuyó el título de «patriarca ecuménico». El título como tal no era nuevo. Como expresión de la dignidad del patriarca de la capital del imperio, cuyo rango era superior al del patriarca de Alejandría y de Antioquía, había sido consentido durante mucho tiempo en la misma Roma e incluso por Gregorio, en contraposición con la postura de León Magno. Pero tal título podía también entenderse en el sentido de un episcopus universalis, lo que implicaba una inaceptable limitación del primado romano. Contra ello protestó Gregorio en una carta dirigida a su amigo el patriarca Juan, por otra parte altamente respetado por su piedad. En ella reivindicaba para sí el primado de la Silla de Pedro, a la vez que rechazaba el título de «obispo universal» como expresión de una injusta y poco caritativa presunción. En contra de la praxis bizantina y en conformidad con la -primera carta de Pedro (5,1-3), y fiel a su propia exhortación al clero («¡más servir que mandar!»), Gregorio se llamaba a sí mismo servus servorum Dei. Tampoco esta denominación, que en adelante emplearían los obispos de Roma para designarse a sí mismos, era nueva ni tenía un significado preciso. Ya León Magno había calificado su servicio como servitus y el emperador Justiniano, el poderoso dominador de la Iglesia, creyó poder considerarse a sí mismo como ultimus servus minimus. Pero en el caso de Gregorio este calificativo fue algo más que una fórmula de devoción o una exaltación de su cargo por vía contraria. De su alcance nos informa una carta que dirigió en el año 598 al patriarca Eulogio de Alejandría. En ella no solamente rechaza para sí el título de universalis papa, sino que explícitamente rehusa la expresión epistolar «como vos habéis mandado», que Eulogio había empleado en una carta dirigida a Gregorio. Porque -así precisa el propio Gregorio- «él no ha mandado nada, sino simplemente se ha preocupado de comunicar al patriarca lo que le ha parecido útil». El primado -al cual también se atiene Gregorio, igual que sus predecesores- debe, por tanto,, ejercerse, en su opinión, en forma de servicio, no de dominio. Gregorio rige la Iglesia en cuanto que sirve a los hermanos (cf. Lc 22,26ss).
De esta forma de entender el servus servorum Dei, típica de Gregorio, hay que distinguir la otra, según la cual el papa sirve a la Iglesia en cuanto que la rige. Es preciso tener presente esta importante distinción para comprender la íntima tensión existente entre historia y revelación en la evolución de la idea del primado desde Gregorio I hasta Gregorio VII; desde este primer papa-monje, que rechazó para el sucesor de Pedro el título de universalis papa como orgullosa presunción, degradante para los hermanos en el ministerio, hasta aquel otro monje sobre la sede del príncipe de los apóstoles, quien, no obstante su indiscutible humildad y su insuperable disposición al servicio, en su célebre Dictatus Papae (§ 48) reclamó el mismo título como derecho exclusivo del papa. Especial título de honor de este gran papa de aquella época de transición es, pues, que él mismo, siendo romano, supiera desprenderse de la romana envoltura del principatus espiritual, poniendo en práctica la simplicidad y genuinidad evangélica del ministerio de Pedro.
Este mismo espíritu, unido a una sana política realista, fue el que al parecer guió a Gregorio cuando, frente a la autoridad del emperador, llegó a tomar una postura notablemente distinta de la de sus predecesores y sucesores. Tratándose de la fe, Gregorio no sabe retroceder. Mas cuando se trata de asuntos -como el ingreso de los soldados en el estado monacal- que atañen por igual al ámbito secular y eclesiástico o corresponden a la autoridad «político-eclesiástica» del emperador, entonces se contenta, si es necesario, con una obediencia tolerante. Y así indica claramente al emperador Mauricio que el edicto de exclusión de los soldados de la vida monástica es contrario a la voluntad de Dios. Con esta dura protesta cree haber cumplido con su deber. Por lo demás acata y promulga la ley imperial. El emperador, como cristiano y como protector de la Iglesia, debe ser personalmente responsable de su determinación ante Dios.
8. Sobre una personalidad semejante hubo de recaer, poco menos que automáticamente, la dirección política de Roma al desaparecer el Senado.
Además, como con el incremento de la riqueza del patrimonio de Pedro también había ido creciendo el poder externo del papa, es comprensible que en la invasión de los longobardos no fuese considerado como el verdadero representante del Imperio romano de Oriente el exarca imperial de Rávena, sino la imponente personalidad del papa: el prestigio político del papado crece. Con la nueva ordenación económica del patrimonio de Pedro (posesiones en el triángulo formado por Perusa, Ceprano y Viterbo), Gregorio puso de hecho los cimientos de los futuros Estados de la Iglesia (naturalmente, sin que en sus propósitos estuviera la idea de semejante estructura).
La evolución que acabamos de describir, sin duda, también puede entenderse (con Erich Caspar) en el sentido de que el papa, que en un principio superó la crisis desde el punto de vista económico, social y caritativo poniendo a contribución los bienes eclesiásticos, se convirtió sin advertirlo en jefe político. Pero no hay que olvidar un supuesto evidente: que lo religioso y lo pastoral en Gregorio no fue en absoluto consecuencia de lo económico y lo político. Disponer de trigo y de dinero para los necesitados, los prófugos y los prisioneros, tal fue para él el objetivo de su labor económica. Fue el padre y con ello el prototipo de obispo de la primera Edad Media.
El trabajo llenó su vida. Y realizó su trabajo luchando con un cuerpo aquejado de continuas enfermedades. Gregorio apenas podía caminar: es el espíritu el que vivifica, el espíritu lleno de fe.
9. De los sucesores de Gregorio I en el trono pontificio sólo poseemos escasas y pálidas noticias. De cierta celebridad goza solamente Honorio I (625-638), competente discípulo del papa Gregorio e influyente en el campo tanto político como eclesiástico, cuya desacertada postura en la disputa de los monoteletas (§ 27, 32) llevó al sexto concilio ecuménico y a León II a decir de él que «trató de socavar la pureza de la fe»».
Mientras en este mismo tiempo se preparan nuevos éxitos en la evangelización de los germanos del norte y del oeste, en el suroeste surge la enorme y amenazadora potencia del Islam. En este contexto debe verse la vida de Gregorio y de sus sucesores.
Notas
[2] Desde aquel tiempo quedó abandonado e insalubre el campo romano, anteriormente feraz y floreciente.
[3] Poco a poco se sometió a todo el rigor de la regla: la llamada observantia parva.
[4] Apocrisario era en aquel tiempo el título de los legados papales en Bizancio.
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