conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período primero.- (1450-1517) los Fundamentos: Renacimiento y Humanismo » §75.- Situacion Religiosa y Eclesiástica Antes de la Reforma

III.- La Religiosidad Popular

1. El papa, el obispo, el sacerdote, el monje, la Iglesia, sus preceptos, su liturgia y sus sacramentos: todo ello era para el hombre del cambio de siglo, hacia el 1500, un hecho absolutamente obvio, que formaba parte de su vida como el pan de cada día. Sólo que esta mentalidad, basada en la fe, hacía tiempo que no gozaba de buena salud, ni siquiera era unitaria.

a) La relación del pueblo con el clero y el obispo, que eran sin discusión los representantes de Dios y por lo mismo la autoridad vinculante, había llegado, sin embargo, a una situación tensa, tanto menos armoniosa cuanto mayor fue haciéndose el distanciamiento de ambas partes por intereses económicos contrapuestos. Esto se puso de manifiesto especialmente en las ciudades episcopales. Noticia de ello nos dan las frecuentes luchas entre los ciudadanos y el clero (la jurisdicción eclesiástica y la exención fiscal del clero suponía una competencia económica) y entre los obispos y los ciudadanos (por el abuso de la jurisdicción eclesiástica: la excomunión y el entredicho se lanzaban con excesiva frecuencia, muchas veces por querellas mundanas, y por pura rutina, por el simple impago de deudas pecuniarias). La antinomia interna existente ya en la idea del obispo medieval, espiritual y temporal a la vez, se tradujo ahora, debido a la fuerte mundanización, en una contradicción total. De ahí el gran descontento popular (llevado a veces hasta el más exacerbado anticlericalismo), que algunos eclesiásticos sinceros reconocieron legítimo. La impresión de que el mismo orden interno de las cosas andaba trastornado sin remisión produjo gran inseguridad y conmoción en el pueblo, que se manifestó incluso en la vida de piedad, creando en ella una excitación en sí misma ajena a la realidad católica. Tal excitación quedó plasmada significativamente en la gran cantidad de escritos y cánticos de carácter profético-apocalíptico aparecidos en esa época.

b) La aversión al clero no se detuvo ante el papado romano. Al contrario, la tensión creada aquí por los abusos religiosos y los intereses económicos contrapuestos se vio aún más acrecentada por el antagonismo nacionalista. Los reformadores supieron muy bien después sacar partido de este antagonismo. De hecho, el descontento con Roma fue un factor esencial del triunfo de la Reforma. Para valorar correctamente este descontento es menester tener en cuenta que no fue un fenómeno circunscrito a un determinado lugar o un determinado tiempo, sino que tenía raíces ya seculares[7] en amplias experiencias económicas y políticas concretas y en corrientes espirituales muy extendidas (¡la idea conciliarista!). Los espíritus de finales de la Edad Media estaban llenos de ideas y exigencias antirromanas. Hombres de Iglesia como Juan Eck (§ 90) en los primeros tiempos de la Reforma y, después, el duque Jorge de Sajonia, el nuncio pontificio Aleander, el papa alemán Adriano VI, san Ignacio de Loyola y otros muchos testigos nada sospechosos nos hacen ver que estas quejas no carecían de fundamento.

2. Que, a pesar de todo este proceso, casi no hubiera en ninguna parte un movimiento antieclesiástico activo durante la segunda mitad del siglo XV se debió a la piedad eclesial del pueblo, que por entonces era muy floreciente. El auge de las fundaciones, especialmente de los beneficios de misas (o beneficios de altar), los diversos oficios de difuntos, la espléndida celebración de la liturgia y el oficio coral, la música eclesiástica con el canto y el órgano, cada vez más perfeccionado[8] el resurgimiento de los cánticos religiosos, el aumento y la profundización de la enseñanza religiosa popular con sermones mejores y más frecuentes, la divulgación de la doctrina cristiana, la literatura edificante (Biblia), explicaciones de la misa, devocionarios, libros penitenciales, manuales de confesión y de buena muerte, leyendas, uso creciente de las indulgencias, los viacrucis, el extraordinario crecimiento de las hermandades piadosas (la hermandad del rosario) con la idea de parentesco espiritual y participación recíproca en los méritos, el incremento del culto a las reliquias y a los santos (Inmaculada Concepción, santa Ana, los 14 santos protectores), las peregrinaciones (Santiago de Compostela, Aquisgrán, Wilsnack, con sus hostias milagrosas; Tréveris, primera exhibición de la «túnica sagrada» en 1512): todo ello es una muestra de la desconcertante riqueza de la piedad religiosa popular de aquella época. En todo este capítulo, naturalmente, es preciso hacer distinciones: obras como la Imitación de Cristo, por estar escritas en latín, se circunscribían a un círculo muy reducido (si bien de este importante libro se hicieron traducciones a las lenguas vernáculas). Y aun cuando aquí y allá hubo sacerdotes o monjes capaces de exponer su contenido en la lengua del país, con todo, el número de personas que pudieron comprender y asimilar tan elevada espiritualidad fue escaso.

Lo que más llama la atención y hasta desconcierta es el peligroso aislamiento de cada una de las acciones piadosas, la multiplicación de los actos religiosos externos, el fuerte progreso de la idea del mérito y el insano incremento numérico de las gracias espirituales concedidas. En las indulgencias, por ejemplo, se experimentó un aumento disparatado de las gracias espirituales obtenibles y un simultáneo descenso de las exigencias de acción del creyente. Un mal especialmente grave en este punto fue el aspecto financiero, que se hizo cada vez más patente y acabó adquiriendo un carácter repulsivo y simoníaco (en el sentido cristiano primitivo de esta palabra). El tristemente célebre comercio entre León X, Alberto de Brandenburgo y los Fugger marcó el compás de entrada de la Reforma[9] (§ 79)[10].

La multiplicación de las prácticas religiosas corrió pareja con su vaciamiento interno. Tenemos noticias, de Holanda, por ejemplo, según las cuales por los años 1517-18 los habitantes iban a misa todos los días. Por otra parte, de investigaciones recientes se deduce que en Flandes, por ejemplo, no todos los habitantes cumplían siquiera con Pascua. La teología de la misa era sumamente pobre: desde el siglo XIV la santa misa fue entendida en un sentido simbólico ficticio, en conjunción con los hechos externos de la pasión de Cristo. En cambio, en las explicaciones de la misa apenas se encuentra nada referente al misterio propiamente dicho de la muerte del Señor, que se actualiza entre nosotros. La auténtica teología católica de la cruz se había perdido.

3. Rara vez rinde el pueblo cuentas mediante palabras de sus pensamientos y sentimientos, y mucho menos de su fe y de su piedad. Sencillamente los vive y los expresa de múltiples maneras y a veces con enorme intensidad (por ejemplo, en las cruzadas, en las peregrinaciones de los flagelantes, en sus reacciones a la voz de los predicadores de penitencia y, en menor medida, en cualesquiera peregrinaciones o procesiones). Pero tales manifestaciones son, por su propia naturaleza, expresiones muy poco precisas. Queda por saber cuáles son los motivos, las ideas y los objetivos que laten en el fondo de ellas.

Por eso la descripción un tanto adecuada de la piedad popular constituye una de las tareas más difíciles de la historiografía. Ya antes de comenzar nuestro recorrido por la historia de la Iglesia reparamos en este hecho como una buena ocasión para tomar conciencia de las deficiencias de nuestro conocimiento histórico.

Recordar este hecho y su problemática tiene especial importancia en una época de despertar «espiritual» general de la población occidental, como fue el caso en el siglo XV, sobre todo en las ciudades, donde el pueblo de los burgueses y artesanos comenzó a removerse socialmente con enorme autonomía. La piedad del pueblo, esto es, su conocimiento de la revelación como presupuesto de la fe, ¿fue al mismo ritmo de su actividad autónoma en el comercio, la industria y la administración de la cosa pública?

Antes de intentar dar una respuesta a esta cuestión debemos reflexionar sobre el contenido múltiple del concepto global de «pueblo», sobre el diferente grado de capacidad y formación que el pueblo poseía precisamente en el campo espiritual[11] en el cual la piedad cristiana, por su contenido esencial, debía necesariamente prender. También debemos tener en cuenta cuán distinta hubo de ser la capacidad de recepción y reacción en los distintos países, en comarcas con muchas o pocas escuelas, con un clero que tal vez sólo en un pequeño porcentaje estaba a la altura de su misión teológica, moral y pastoral, o en parroquias próximas a un monasterio reformado que irradiaba una fe verdadera y real, o en otros sitios en los que en mayor o menor grado faltaba el buen ejemplo, la eficacia instructiva de la liturgia, etc.

De estas pocas cuestiones apenas esbozadas ya se trasluce la infinidad de investigaciones detalladas y precisas que serían necesarias para tratar exhaustivamente nuestro tema. Las indicaciones que siguen deben reducirse, casi irremediablemente, a reflejar aspectos parciales de la situación. Propiamente, sólo investigaciones monográficas, esto es, centradas en un reducido ámbito geográfico y en un período de tiempo no muy extenso, pueden determinar con relativa exactitud qué elementos permanecían vivos en el ámbito de la piedad popular, vivos en el sentido de constituir el núcleo de la vida, a diferencia de aquellos otros que eran acciones externas, mantenidas por la costumbre.

4. Después de todo lo que los testimonios directos o indirectos de la alta y baja Edad Media, con impresionante homogeneidad, nos dicen sobre la existencia de una fuerte cosificación y un déficit sacramental, no nos sorprenderá que en esta época -la anterior a la Reforma- las instrucciones pastorales de los sínodos y los datos referentes a la recepción de los sacramentos, así como sobre el número y el contenido de los sermones, presenten todos ellos actitudes y valoraciones de carácter predominantemente moral, mejor dicho, moralizante. O sea, nos dan a conocer las costumbres cristianas, pero su significado teológico profundo aparece sumamente desvaído, por ejemplo, en lo referente a la misa, al bautismo, la Iglesia o la redención. Por eso la recepción de los sacramentos era extraordinariamente rara.

Ya hemos dicho que ni siquiera una efectiva minoría del clero con cura de almas -por grande que pudiera ser su celo- tenía una formación teológica suficiente (por ejemplo, sobre la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, sobre la misa como reactualización de la pascua por la resurrección del Señor, sobre la comunión de los santos, en cuyas almas el Espíritu Santo realiza la vida espiritual y divina de la nueva creación). Y, no obstante, seguía siendo decisiva como siempre la frase del Apóstol: «¡Cómo van a creer, si no han oído!» (Rom 10,14).

Aun prescindiendo de la burda superstición, de la cual tenemos abundantísimos datos, desde el punto de vista cristiano -en el sentido evangélico- el balance resulta francamente insuficiente.

El lema de esta piedad, incluso donde era intensa, donde efectivamente buscaba a Dios, pero no el amor de Dios, no era la justificación por Jesús crucificado, sino el «ser salvado» de la condenación eterna en un sentido externo y fáctico. El contacto inmediato con la palabra de la Escritura, los evangelios y las epístolas y con la riqueza espiritual y religiosa de la liturgia era muy escaso. Había, sí, un imponente estilo cristiano de vida que lo abarcaba todo, comenzando por el bautismo y terminando con el enterramiento en sagrado. Pero el sustrato de fe, la comprensión espiritual del objeto de la fe era más bien borrosa y confusa, y la manera de entender los sacramentos de la misa y el bautismo, fuertemente cosificada.

Es cierto que no podemos juzgar a estos cristianos con arreglo a nuestra escala de valores, teniendo a nuestras espaldas el siglo de la Ilustración. La imagen y la costumbre poseían una fuerza mucho más profunda que en la actualidad.

Y el gran acontecimiento de la vida redentora del Señor, su nacimiento, su pasión y muerte, su resurrección, su ascensión y el envío del Espíritu: de todo esto hablaban al pueblo innumerables realizaciones plásticas de todo tipo y constituían para él la realidad.

La profesión de fe espiritual en esta realidad era el balbuceo del niño, a menudo muy lejos de la plenitud de la justicia mejor, interior, en la medida en que podemos constatarlo. Pero, en todo caso, era el balbuceo de la fe verdadera en el Dios uno y trino, creador, y en Jesucristo crucificado.

5. Así, pues, a fines de la Edad Media y en los umbrales de la Edad Moderna nos encontramos con una abigarrada multitud de expresiones religiosas. No se las puede considerar unilateralmente. Pero, dado que dentro de esa pluralidad había tantísimos elementos burdamente (infracristianamente) exteriorizados, se podía prever con bastante seguridad sus efectos destructores futuros. Pero esto no autoriza para 1) calificar de negativo todo el conjunto ni para 2) considerar la praxis como expresión de la doctrina auténtica de la Iglesia. En muchas ocasiones, los reformadores, especialmente Lutero y sus repetidores, han hecho ambas cosas con manifiesta injusticia. Por mor de la verdad histórica, no se les puede dar la razón. Es mucho más importante y decisivo tratar de ver y comprender que, entonces como siempre, dentro de tan turbia pluralidad, también existió la teología sana de la Iglesia, y que en la confusa práctica de las devociones exteriorizadas siguió celebrándose en la Iglesia la liturgia sublime de la santa misa, confesando la fe con las mismas plegarias que en la actualidad.

Notas

[7] Cf. las quejas de un Bernardo de Claraval y de otros muchos desde el siglo XI y XII (§ 50).

[8] A partir del 1300, aproximadamente, casi todas las iglesias de Alemania poseían un órgano. Los inventos y mejoras introducidos durante el siglo XV contribuyeron a conseguir mayor belleza y pureza de sonido.

[9] De la Reforma, decimos, no de la evolución de Lutero.

[10] A pesar de todas las exageraciones en la predicación de las indulgencias, a pesar de la perniciosa despreocupación respecto a la terminología, que tuvo por fuerza que llevar al pueblo sencillo a concepciones pelagianas groseras, a pesar de sus elementos no cristianos, no es posible constatar en ningún momento errores contra la ortodoxia dogmática. Tetzel nunca enseñó que la culpa por los pecados cometidos pudiera ser remitida sin arrepentimiento.

[11] Había muchísimos analfabetos. La gran mayoría de los contrayentes matrimoniales o de los testigos en toda clase de procesos y contratos no sabía escribir su nombre. Esto ocurría también entre personas pertenecientes a la nobleza. En todo caso, las masas poseían una formación muy rudimentaria.

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