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La Reforma

1. Dios es el Señor de la historia. Según el evangelio (Lc 12,6ss), nada acaece sin la voluntad del Padre, que está en los cielos. Nadie, pues, tiene menos motivos para negar un hecho -se encuentre donde se encuentre- que el cristiano. Si pese a todo lo intenta, incurre en la sospecha de que su confianza en el Padre de los cielos no es auténtica fe. La verdad se justifica por sí misma. De ahí que la historia de la Iglesia no necesite ser aderezada ni coloreada de rosa; la misma verdad defenderá a la Iglesia. Tanto más cuanto que toda realidad cristiana exige básicamente la metanoia; por tanto, también la confesión del propio fracaso, aunque sea grave. Apenas habrá otro caso en que tener presente estas ideas revista tanta importancia como en el estudio de la historia de la Reforma.

Lutero es un hereje condenado por la Iglesia. En sus doctrinas se encuentran herejías formales. Lutero causó a la Iglesia heridas más hondas que cualquier otro de sus enemigos. Todo esto es cierto. Pero con ello no está ya liquidado el juicio sobre Lutero, puesto que es incompleto. Junto a esta valoración dogmática formulada con tan gruesos trazos y junto a la valoración histórica que más tarde haremos desde el punto de vista espiritual y religioso, también es necesario dejar paso franco a una comprensión histórica de la Reforma y sus jefes, y evidentemente también de sus valores religiosos, cristianos y dogmáticos. Por ello anunciamos ya aquí el gran tema del «Lutero católico».

No resulta nada fácil, como lo prueba la interpretación protestante de Lutero, con su enorme cúmulo de contradicciones, determinar el auténtico núcleo de la doctrina y del pensamiento de Lutero. De ahí que inexcusablemente surja esta cuestión: en el reformador Lutero, ¿qué fue lo propiamente «reformador»? Y la cuestión complementaria: ¿qué hubo en él de católico y qué quedó de ello? Con toda seguridad, el reformador Lutero estuvo muy lejos de ser simplemente un hereje.

2. Sobre la Reforma y sobre Lutero poseemos una extraordinaria cantidad de fuentes, que nos informan poco menos que de todos los acontecimientos hasta en los detalles más insignificantes. Pero, a pesar de esta sobreabundancia de fuentes y del esfuerzo dedicado durante cuatrocientos años a su estudio, católicos y protestantes aún siguen hoy ásperamente enfrentados en sus respectivos juicios. La razón más profunda de esta discrepancia no puede, pues, estribar en la falta de conocimientos. De hecho, reside más bien en condicionamientos de carácter extracientífico pertinentes a la fe (o a prejuicios confesionales). Pero también reside en las tensiones, oscilaciones y oscuridades del pensamiento del propio Lutero, y las más de las veces en su peculiar modo de expresar las ideas teológicas.

Por otra parte, desde hace treinta o cuarenta años se ha iniciado una mayor comprensión entre la dos confesiones cristianas en el campo de la investigación y, sobre todo, en el del pensamiento religioso en general. Se ha reconocido que buena parte de las apreciaciones y juicios contradictorios se basaba en malentendidos, a veces sumamente crasos (cf., por ejemplo, el problema de la justificación, § 84). Para atajar todo tipo de pensamiento superficial es preciso recordar aquí que los «malentendidos» son elementos fundamentales de la discusión en las grandes controversias de la historia universal y eclesiástica. La mala inteligencia radical de sí mismo y del adversario siempre ha desempeñado un papel capital en las grandes polémicas del espíritu. Llegar a entender esto es uno de los aspectos más importantes para la comprensión de la historia. Otras discrepancias son consecuencia de los condicionamientos de la época, producto de situaciones ya pasadas y superadas. El resultado global es que, a pesar de todas las diferencias y contradicciones esenciales, lo común fue inesperadamente mayor de lo que generalmente se ha creído. En este punto todo depende de que se formule adecuadamente lo que en cada caso se quiere decir.

Una consideración serena de la Reforma no puede por menos de alegrarse de este acercamiento e intentar fomentarlo.

3. Como para tratar cualquier problema histórico que nos afecte profundamente, también para tratar éste todos los requisitos se reducen en definitiva a la obligación (o al menos disposición) de una veracidad absoluta. Pero conseguir tal veracidad depende a su vez de esta otra cuestión: ¿Qué actitud anímica he de adoptar para cumplir de la forma más segura con dicha obligación y para descartar las fuentes de error tanto en la recogida de los datos como en la valoración de los mismos? En la historia de la Reforma son tan grandes las dificultades y tan elevados los intereses contrapuestos, que merece la pena ocuparse más detenidamente de esta cuestión. Se trata de conseguir que la actitud que pretendemos se convierta en un respeto religioso a los hechos, a la verdad y a las convicciones de conciencia de cuantos la defienden.

A) 1. En la consideración histórica, toda fuente de error que no se base en la falta de material tiene como origen el interés personal y el ergotismo, es decir, una «intención» subjetiva (que muy bien puede ser inconsciente).

2. Sin embargo, en la consideración histórica también es válida esta verdad suprema: los planteamientos hechos sin interés alguno jamás penetrarán en el corazón de las cosas. Antes bien, sólo el amor inmerso en un objeto hasta el fondo conseguirá sondear plenamente su peculiaridad (san Agustín). En la actualidad, sólo los más retrógrados y de mediana cultura se entusiasman todavía con el principio pseudo-liberal de la falta absoluta de presupuestos. Pero, por otra parte, hay que seguir sosteniendo que el amor, como cualquier otra virtud, nunca debe prescindir de la prudencia. Con otras palabras: no debe prescindir de un entendimiento desapasionado de las situaciones concretas; de lo contrario, no verá realidades, sino sueños. También el amor más noble puede cegar y ha cegado, de hecho, muchas veces.

Así, pues, es necesario, por una parte, sumergirse por entero en el objeto histórico y, por otra, guardar una distancia suficiente para ganar perspectiva. La actitud correcta es la del entusiasmo sereno. Esta actitud no significa en modo alguno indiferencia o frialdad, sino plenitud de amor, porque en su interior es totalmente sincera.

3. Esta actitud, sin duda la que mejor nos permite evitar los errores que amenazan al conocimiento histórico, se adquiere en plenitud partiendo sobre todo del mensaje cristiano, pues el cristianismo es ambas cosas: verdad y amor. Su conjunción evita la crítica destructiva y favorece la constructiva; proscribe la tentación de tergiversar injustamente al adversario, aun cuando se rechace su posición con toda firmeza, y al mismo tiempo reconoce los valores que en ella puedan contenerse. La postura no es otra cosa que el respeto a la verdad. Toda verdad se basa también en el misterio. Y el curso de la verdad a través de la historia se basa también en el misterio de Dios, el deus absconditus, el Señor de la historia, cuyos pensamientos, según palabras de la Biblia, nadie conoce (cf. Rom 11,33). Desde este humilde y contenido respeto a la verdad veremos también el propio patrimonio como realmente es; es decir, comprobaremos que, además de luces, también hay sombras y estaremos dispuestos a reconocer y conllevar la culpa de la propia causa (felix culpa, § 1, 1). La mera idea de la providencia y la fe en el gobierno particular de la Iglesia por el Espíritu Santo bastan para eliminar cualquier exageración y represión dogmática ilegítima. ¡Actitud religiosa cristiana, espíritu misionero tanto en un campo como en otro! Y ambas cosas, evidentemente, lejos de todo relativismo, oportunismo e indiferentismo. La verdad es inexorable; ésa es su esencia. Y la condescendencia acomodaticia la mata. Pero también es correcto, según la tendencia del cristianismo primitivo a reconocer los gérmenes de verdad dispersos por todas las partes del mundo y según el significado pleno del concepto de «catolicidad», rastrear y reconocer las huellas de la verdad y belleza de Dios aun allí donde están mezcladas con el error y acaso con la maldad. Pero esta actitud general de apertura sólo puede adoptarse plenamente desde el cristianismo, porque es la religión del amor. Que el amor pueda conducir a un encuentro espiritual aun dentro de confesiones distintas y opuestas constituye un misterio. Pero que este misterio tiene una fuerza efectiva lo podemos comprobar nosotros mismos en el trabajo actual de la Una-Sancta y, especialmente, en la persona del papa Juan XXIII, en muchas de sus alocuciones y en la eficacia de muchas de sus iniciativas.

B) 1. Todo esto adquiere redoblada importancia cuando son los católicos quienes se proponen estudiar la historia de la Reforma. Los acontecimientos que nos ocupan ejercen todavía en la actualidad, como ya hemos dicho, una viva influencia. Y al punto se echa de ver la fuerza destructora del egoísmo, que intenta desviar la reflexión del plano de la investigación y la ponderación al plano del ergotismo y, de ahí, al de la disputa.

2. Las susodichas exigencias y medidas de prudencia bastan y sobran para garantizar también en este caso la postura espiritual correcta. Pero aún hay otros motivos especiales que pueden facilitarnos la adopción de la necesaria actitud comprensiva frente al destructor ataque de los reformadores contra la Iglesia. Las reflexiones aquí pertinentes giran, en último término, en torno a esa difícil pregunta que no podemos sino insinuar: ¿En qué sentido la Reforma tuvo una significación positiva dentro del plano de salvación de Dios? Como material que puede contribuir al esclarecimiento de esta cuestión voy a aducir tres razones: una filosófica, otra teológica y otra histórica.

3. Como fundamento y punto de partida hay que constatar lo siguiente: desde hace cuatrocientos años la Reforma es un hecho. Desde entonces, millones y millones de hombres han nacido fuera de la única Iglesia verdadera, sin poder hacer nada por evitarlo, teniendo que recorrer su camino hacia la eternidad sin la predicación de la doctrina y sin los medios sacramentales de salvación de la Iglesia católica. Podemos estimar que se trata al menos de la mitad de los hombres nacidos después de la Reforma en Occidente y en los países colonizados por él. Si a esto se añade el hecho del enorme crecimiento de la población de Europa y América durante la Edad Moderna, nos encontramos con una cifra que sobrepasa con mucho el número total de los miembros de la Iglesia desde su fundación hasta la Reforma. Es un hecho de enorme importancia, sencillamente. Y no es lícito pasarlo por alto sin más, cuando de lo que se trata es de rastrear las huellas de la obra de Dios en la historia.

4. Razón filosófica: Dice el cardenal Newman[1]:: «No puede admitirse que una parte tan grande de la cristiandad (se refiere a los protestantes) esté separada de la comunión con Roma y haya mantenido su protesta durante trescientos años por cosas sin importancia... Todos los errores se basan en una u otra verdad y se nutren de ella, y el protestantismo, que está tan extendido y existe desde hace tanto tiempo, debe encerrar una gran verdad o muchas verdades y ser testigo de ellas».

El hecho antes indicado se confirma con la constatación de que el curso de la historia del espíritu en general no se ha caracterizado por la concordancia, sino por la diversidad de soluciones. Con otras palabras: el error ha participado, de hecho, bajo múltiples formas en la evolución espiritual de la humanidad y en el desarrollo de la historia, cuyo Señor es Dios. Tal constatación, en último término, no hace más que ratificar la idea del cristianismo primitivo, ya aludida a menudo, de que también en el error se encuentran elementos de verdad, o el reconocimiento parcial que un Jerónimo y un Agustín tributaron a los herejes cristianos (§ 30).

Esto nos permite así, en una formulación radical, tomar conciencia de que en un movimiento religioso no católico, acorde con la disposición efectiva del espíritu humano y, por tanto, «querido por Dios», pueden darse verdaderos valores religiosos, cristianos.

Esta constatación es obvia y, sin embargo, reviste gran importancia. Si la tenemos en cuenta, nos será más fácil contemplar con imparcialidad al protestantismo y a sus jefes: caeremos menos en la tentación de hacer un juicio inquisitorial, como por desgracia hicieron muchos de nuestros padres, pecando así objetiva y gravemente contra la verdad de manera grave y causando de hecho un extraordinario perjuicio al crecimiento del reino de Dios sobre la tierra.

La razón teológica y la razón histórica que hemos anunciado mostrarán ahora que aquella posibilidad se ha convertido ya en gran medida, como habremos de comprobar, en una realidad.

5. Razón teológica. El concepto cristiano de Dios comprende la idea de su causalidad universal y la idea de su paternidad. Si, además, la fe en la providencia nos enseña que hemos de aceptar llenos de confianza que ningún pajarillo cae del tejado sin la voluntad del Padre, que está en los cielos (Mt 10,29), con mucha mayor razón tendremos que recurrir a esa misma voluntad de Dios para tratar de explicar el hecho de la escisión de la única Iglesia de Dios, que ha hecho que durante siglos millones de hombres nacieran y vivieran fuera de su organismo. Aquí, junto al trágico hecho de la escisión de la fe y de las Iglesias, o por encima, dentro e incluso a través de ese mismo hecho, debemos suponer que existe un fin positivo, al servicio del cual puso Dios el acontecimiento, si es que realmente tomamos en serio la fe en la providencia y no queremos reducirla a una palabra vacía de contenido.

Las fórmulas teológicas que nos permiten suponer la existencia de ese significado positivo son los conceptos de los «caminos extraordinarios de la gracia» y el «error invencible».

Las consideraciones apuntadas valen, cuando menos, para la segunda y las siguientes generaciones del protestantismo. No vamos a investigar aquí hasta qué punto valen también para los reformadores, por ejemplo, para el propio Lutero, o hasta qué punto es posible un apartamiento no culpable de la fe. Nos atenemos simplemente al hecho de que la misma Iglesia considera que el pronunciarse sobre la culpa subjetiva del hereje es algo que rebasa su competencia (Pío IX, el 9 de octubre de 1854). Respetemos el misterio del Juez Supremo. Su fallo es el único que alcanza a estas profundidades. Y a la vez recordemos especialmente aquí esa actitud fundamental del espíritu de la que hemos hecho profesión al comenzar nuestro recorrido histórico: determinar la culpa subjetiva o el mérito subjetivo no es competencia de la reflexión histórica; ésta se pregunta más bien por los datos objetivos y sus repercusiones históricas.

6. Sobre la razón histórica notemos lo siguiente: el tiempo pasado por Lutero en el convento, tiempo agitado y fundamental para el desarrollo de su personalidad, da la impresión general de haber sido un período de lucha extraordinariamente seria desde el punto de vista religioso. Decididamente habrá que reprochar a Lutero algunas de sus actitudes en el convento; se podrá encontrar en su constitución anímica ciertas «fuerzas oscuras», tal vez hasta elementos «patológicos»; habrá que considerar parte de su doctrina como opuesta a la confesión católica, es decir, como herética; no fue sólo culpa, sino también desgracia que Lutero, en su lucha interior, tomase unos puntos de partida unilaterales, psicológica y teológicamente falsos (§ 82); pero es indudable a la vez que en el convento luchó Lutero por la salvación de su alma con enorme profundidad cristiana y con gran seriedad de creyente ante Dios.

Por lo demás, lo que queremos con la susodicha razón histórica es consignar el carácter esencialmente cristiano del protestantismo originario de los reformadores. Se trata en definitiva de un punto central en el cristianismo: la entrega fiel y confiada al Padre, que está en los cielos, por medio de Jesucristo el Crucificado. Cuando reparamos en que esta entrega confiada constituye el núcleo de la doctrina de los reformadores sobre la justificación, al punto se hace patente un hecho sorprendente: que la doctrina de los reformadores, en el punto que consideraban decisivo, era una doctrina católica. (El ya mencionado -y aún hoy desagradable- tema de los «malentendidos» habidos al surgir la rebelión contra la vieja Iglesia -tema que, si no se trata aisladamente, puede conducirnos a una comprensión verdaderamente profunda del caso- entra así de manera especialísima en el estudio del acontecimiento de la Reforma).

7. La postura que aquí se requiere no es nueva en la historia de la Iglesia. La ya mencionada idea del gran converso John Henry Newman corre pareja con estas palabras de Clemente María Hofbauer, al que la Iglesia ha canonizado: «La Reforma surgió porque los alemanes tenían, como siempre tienen, necesidad de ser piadosos» (citadas por Friedrich Perthes). Antecedentes de esta misma actitud fueron ya las afirmaciones de Adriano VI, papa contemporáneo del protestantismo en sus comienzos y hombre muy consciente de su responsabilidad (§ 84), las del gran cardenal Contarini (§ 87), de san Pedro Canisio (según el cual la causa de la Reforma fue la ignorancia y la incontinencia del clero alemán) y otros.

8. Una consideración de este tipo, que prescindiendo de segundas intenciones tácticas intenta someterse al juicio exclusivo de la verdad, puede contribuir mucho al esclarecimiento de la verdadera historia de la Reforma, puesto que hará que los cristianos evangélicos estén dispuestos por su parte a ejercer la necesaria crítica sobre Lutero, sobre los demás reformadores y sobre el acontecimiento de la Reforma en general o, cuando menos, a examinar más cuidadosamente la crítica de los católicos. La vida es y debe ser un todo, especialmente dentro del cristianismo. Por ello deberíamos poner en práctica precisamente uno de los motivos fundamentales de la Reforma: hacer penitencia (Primera tesis de Lutero sobre las indulgencias, § 81).

Notas

[1] Antes de su entrada en la Iglesia católica.

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