conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo primero.- La Reforma Protestante » §84.- Frutos y Valoración de la Reforma

I.- Intenciones de Lutero

1. Lutero fue un hombre extraordinariamente religioso, un verdadero homo religiosus. Principalmente los años decisivos de su proceso y de su primera aparición pública estuvieron colmados, aparte de sus innovaciones dogmáticas y dentro de ellas, de muchísimos elementos de la más pura tradición religiosa y cristiana.

En muchos casos el valor y el atractivo de Lutero se debieron a que supo -por decirlo así- redescubrir, reformular y presentar de una manera viva todo el patrimonio cristiano (esa manera viva estribó, sobre todo, en el anuncio literal de la Sagrada Escritura). Para hacer un enjuiciamiento justo de Lutero hay que distinguir cuidadosamente sus intenciones religiosas de las formulaciones teológicas con que las revistió. Sus intenciones religiosas fueron efectivamente católicas en su núcleo. Esto se manifiesta especialmente en la doctrina de la justificación, que si llegó a ser herética fue por su interpretación unilateral del sola fide («por la sola fe»: afirmación de suyo católica) a una con el rechazo del sacerdocio sacramental y de la jerarquía (los obispos, el papado).

Lutero estuvo enteramente penetrado por el celo de la gloria de Dios. Más aún: Dios, el único Dios, debía ser por entero el contenido del cristianismo[42].

El mismo concepto de autoridad eclesiástica con que Lutero se encontró teórica y prácticamente en la jerarquía de la baja Edad Media, en el papado y el episcopado, y que él rechazó tan drásticamente, no tenía por qué acarrear absolutamente una ruptura en la Iglesia. Si entendemos este concepto -y es necesario hacerlo así- según el espíritu de la Biblia y la crítica de san Bernardo de Claraval (§ 50), lo liberamos de su concepción jurídica unilateral, condicionada por el momento histórico, y acentuamos su función esencial como diaconía a la Iglesia, el abismo se reduce. En general, cuanto más se llegue a entender los dogmas católicos según el espíritu de la Biblia, es decir, en su sentido espiritual, tanto más se facilitará la comprensión recíproca de ambas partes. La ayuda más importante se obtendrá como resultado del esfuerzo por expresar los pensamientos y discursos teológicos en las perspectivas y con las palabras de la Sagrada Escritura, no con los conceptos elegidos por los hombres[43] (esta llamada de atención también vale hoy en todo su rigor para la teología y la predicación reformadora).

2. Sin aminorar en modo alguno la seriedad y profundidad de la entrega religiosa de Lutero, es preciso considerar atentamente el nuevo estilo de su religiosidad: por toda una serie de distintas causas, pasados los años del convento, su religiosidad fue liberándose cada vez más -y acabó por liberarse del todo- de lo conventual e incluso de lo clerical. Recordemos el hecho constatado a menudo en el Medievo: que nunca acabó de cuajar del todo el intento de dar con la peculiaridad religiosa y eclesiástica del laicado. Aquella legítima reivindicación, no satisfecha, fue harto compensada por Lutero. Su doctrina sobre la «invencibilidad» de la concupiscencia y muchas de sus expresiones lo ponen de manifiesto. Tarea de la investigación es determinar dónde está la excesiva compensación y dónde los rudimentos del ministerio sacramental aún presentes en Lutero hacen posible un equilibrio objetivo.

3. El contenido de esta piedad cristiana está inequívocamente marcado por la Sagrada Escritura. Esto es válido para todos los reformadores y para el fenómeno reformador en su conjunto. El hecho originario de la Reforma es el nuevo encuentro con la Biblia. Este hecho desencadenó todo un proceso creador. El resultado fue un verdadero redescubrimiento de la Palabra de Dios y de su autoridad.

Esta autoridad no se había perdido en absoluto; tenía su expresión viva en el culto católico, en el cual las oraciones del misal se nutren de la Escritura; se reflejaba también en la obra de algunos teólogos, que volveremos a encontrar en Trento. Pero por los años 1500 y 1517 la realidad mostraba que en lo exterior la vida de la Iglesia aparecía efectivamente como algo asentado en sí mismo, algo autorizado por sí mismo, algo casi separable de la Escritura.

Pero además es preciso comprender lo que para Lutero y para la Reforma en general era la «Palabra de Dios».

La revelación es una acción de Dios: Dios envía a su Hijo al mundo para redimirlo. Para efectuar esta redención, Dios nos ofrece la verdad. Pero esta comunicación de la verdad es a su vez una obra de Dios en nosotros, la obra de la redención por la Palabra, no solamente una instrucción. La Palabra es portadora de la redención, es portadora de Dios. La Sagrada Escritura es Dios entre nosotros por la Palabra. La Palabra es, pues, acción de Dios. En ella ha depositado Dios la fuerza de la redención. Cuando acogemos esta Palabra en la fe, nos apropiamos de esa fuerzas de redención.

Uno de los grandes procesos de pérdida a lo largo de los siglos ha sido el olvido de este carácter de la Palabra como realidad redentora y el paso a considerarla propiamente como una simple enseñanza. A este vaciamiento contribuyó la teología de la baja Edad Media. Pero también fue culpable la administración eclesiástica, sobre todo pontificia, que al presentar sus desmedidas exigencias empleaba masivamente frases de la Escritura, pero también a menudo las utilizaba para fundamentar y construir ideas que no se contenían primordialmente en la Escritura o que en todo caso no estaban suficientemente penetradas del espíritu del evangelio (por ejemplo, la idea del poder político aplicada al papa; la teoría de las dos espadas). Hacia fines de la Edad Media el proceso de este vaciamiento alcanzó también a la praxis y a la interpretación de los sacramentos y de la misa. Una de las intenciones principales de la Reforma fue redescubrir lo que se había perdido.

4. Pero ¿por qué la respuesta que Lutero encontró en la Biblia lo llevó fuera de la Iglesia? Demostrar que entendió mal algunos textos decisivos de la Escritura es importante. Pero no basta. Por ejemplo, en el caso de Rom 1,17 y en el problema de la justificación (cf. § 32) se puede demostrar que la Iglesia ofrecía a Lutero la solución buscada. ¿Por qué Lutero no reconoció esta solución como la verdad y como la solución suya?

La respuesta global es la siguiente: La «Iglesia», bien como concepto, bien como realidad, nunca tuvo para Lutero, ni en su educación, ni más tarde en su conciencia, un carácter primario. Lutero la reconoció positivamente, como ya hemos visto; sólo que luego habló de la justificación y de la autoridad suprema de la Escritura con más frecuencia que de la Iglesia. Pero no tuvo idea clara de su esencia ni de su función. Y esto también fue culpa del pasado del catolicismo. Para el Nuevo Testamento la realidad de la Iglesia es sencillamente fundamental. Ser cristiano significa recibir la revelación de manos de la Iglesia; por tanto, también la interpretación que la Iglesia da de la revelación. Ser cristiano implica también que yo crea, que la doctrina y su interpretación puedan estar por encima de mi punto de vista personal. La revelación ha sido confiada a la Iglesia, no al individuo. De ahí que una rebelión del individuo contra el ser y el fundamento de la Iglesia esté excluida por definición.

La evolución de la Iglesia católica había escindido tristemente la realidad «Iglesia» en diferentes manifestaciones: 1) la presentación jerárquica, más concretamente curialista y supercurialista; 2) la presentación práctica (del catolicismo vulgar), manifestada en la administración, la predicación y el culto, y 3) el movimiento conciliarista. Era francamente difícil redescubrir la realidad única bajo presentaciones tan diferentes. Como además -para decirlo otra vez- esta Iglesia concreta apenas se nutría directamente de la Palabra de Dios, es comprensible -aunque no justificable- que Lutero no conociera con suficiente claridad el nexo vital existente entre la autoridad doctrinal de la Iglesia y la Escritura. La escritura es la puesta por escrito de la tradición; la Iglesia es tradición; la Escritura sólo está custodiada plenamente dentro de la tradición viva de la Iglesia. Esto ya no lo vio Lutero. Y de este defecto adolece todo el protestantismo (en sus diversas formas y en muchas de sus derivaciones).

5. Lo que venimos diciendo se ve notablemente apoyado por el hecho de que Lutero adquirió sus nuevos conocimientos como exegeta científico, es decir, en un entendimiento científico con otros doctos individuales del pasado y del presente, es decir, esencialmente en solitario. Esto no quiere decir que se olvidara de reflexionar sobre la Iglesia y su interpretación. De sus primeras lecciones se puede concluir justamente lo contrario.

Tan evidente como que Lutero aceptó la autoridad de la Iglesia en sus años jóvenes lo es también, vistas las cosas con más detenimiento, que tuvo un concepto insuficiente de «Iglesia», a la que vio centrada y personificada en la jerarquía. Discutible es, de todas formas, que la teología de Lutero se desarrollase fundamentalmente a partir de su visión de la Iglesia (Meinhold).

También los solitarios pueden hablar en nombre del Espíritu Santo. El supuesto previo es, de acuerdo con la Escritura, que permanezcan dentro de la Iglesia. En la práctica quiere esto decir que se esfuerzan por guardar la doctrina de la Iglesia y su interpretación de la Escritura. Pero queda por resolver la dificultad ya apuntada, que tan gravemente pesó sobre la baja Edad Media: determinar en aquel tiempo dónde estaba la verdadera Iglesia. Y además, llegados a este punto, hemos de referirnos nuevamente al rasgo fundamental individualista del ser y del pensamiento de Lutero. Como quiera que fuese, Lutero escuchó poco a la Iglesia. Por eso su propia convicción ocupó tanto más espacio en su conciencia. Su pretensión es clarísima: sólo mi interpretación corresponde a la Escritura; si tengo que enseñar algo distinto, tendría que declarar falsa mi doctrina (extraída) de la Escritura. Si bien es cierto que en medio de la polémica de Lutero esta concepción puede estar cargada de ergotismo, el fondo de la decisión fundamental nada tiene que ver con ello. Lo cual descarga de responsabilidad a Lutero, si no objetiva, sí al menos subjetivamente.

Lutero fue honrado en absoluto en sus intentos de reforma. También creyó sinceramente -a pesar de sus graves escrúpulos- en su misión. Pero, por desgracia, la eficacia de la opinión y la voluntad personales, pese a su importancia, es siempre un tanto limitada en el transcurso de la historia. Lo decisivo es siempre el sesgo objetivo de los actos y pensamientos. Y otra cosa: el fuego volcánico de la exigencia misionera de los primeros años no se conservó puro cuando menos en un punto: en sus tremendos impulsos de odio, a veces casi diabólico, en especial contra el papado.

6. Pero en esta consideración histórica no se trata de hacer el recuento de los fallos de Lutero. No se trata de un problema de «culpa» personal, sino de un problema de valoración inmanente, de un inventario objetivo. Una vez que hemos conocido a Lutero por varios lados, nos preguntamos: ¿Cómo está estructurado el hombre y su doctrina? ¿Es lógica tal estructura, o muestra fallos, contradicciones?

A menudo presentó Lutero la doctrina católica de una manera objetivamente falsa, por ejemplo, hablando de los votos, los sacramentos o el papado; en sus reproches cae en la generalización y con ello se desarma; su falta de escrúpulos es muy grande y a menudo toma su responsabilidad muy a la ligera. Es realmente trágico que Lutero, dotado de tantos talentos, no lograse traspasar la oscuridad de las anomalías de la baja Edad Media y la confusión teológica y reconocer junto a ellas la fuerza y la pureza del núcleo íntimo de la Iglesia, y que en lugar de eso acuñase el tópico - injusto en su generalización- de la «santidad católica de las obras» y lo imprimiese en la conciencia de sus contemporáneos y seguidores.

Todo esto constituye ciertamente un grave cargo contra Lutero. Pero no se debe cargar sobre él toda la responsabilidad. A Lutero le disculpan, en primer lugar, su fogoso temperamento y el tono bárbaro de su época. Sobre Lutero pesó de manera funesta su carácter unilateral, antiintelectualista, cerrado en sí mismo, y la gran efervescencia que en él provocaron su propio carácter, su formación anímico-espiritual y el entorno social que le tocó vivir. Este proceso le obligó a realizar un cambio esencial y muchas veces casi le inhabilitó psicológicamente para ver con claridad su propia imagen interior. En Lutero, como en sus compañeros de lucha, también influyó el carácter provocativo de los defectos eclesiásticos aún existentes y, finalmente, envenenándolo todo, el ardor y encarnizamiento de la lucha (Lutero también tuvo gran parte de culpa en la creación de esa atmósfera sobrecargada, debido a su talante desenfrenado y a su falta de paciencia).

Todo esto que decimos sirve para disculpar a Lutero subjetivamente. El pensamiento fundamental de Lutero era que Dios es la causa única de todo. Este concepto resumía para él el contenido global del cristianismo. Pero desde esta posición no sólo se concluía que todo lo humano es un lastre inútil y nocivo, sino que todo lo cristiano se tornaba anticristiano, demoníaco. Estaba en juego, pues, el ser o no ser del cristianismo, y ninguna palabra podía parecer demasiado dura para condenar la imagen contraria y declarar al hombre pecador.

7. Únicamente si se pone entre paréntesis el problema de la culpa subjetiva estará el camino libre para hacer una crítica más profunda.

a) Lo más importante aquí es lo siguiente: Lutero vio correctamente que el egoísmo (la famosa incurvitas, el encorvamiento del hombre hacia sí mismo) es el factor fundamental de todo pecado. Pero, a pesar de su gran humildad, que no le faltó[44] la egolatría fue bajo múltiples formas el defecto fundamental de su predicación. Lutero estuvo animado de una total entrega a la gran causa de Jesucristo y a su misión. No quería ser nada más que evangelizados Y en justicia hemos de reconocer con gratitud que en centenares de páginas de sus libros, en muchas de sus predicaciones, Lutero anunció el evangelio en toda su pureza y en toda su riqueza. Pero no hay más remedio que examinar toda la obra, y dentro de ella, naturalmente, también esas partes en que proclama la obediencia, pero de hecho destruye la unidad. Así que el problema radica en la diferencia entre intención y realización. En Lutero se borró muy pronto la sutil línea que separa el celo por la casa de Dios del afán de tener siempre razón, con que él exigía el reconocimiento de la propia convicción. Cuando se defiende un ideal con el vigor con que lo hizo Lutero, únicamente una humildad heroica, es decir, la santidad, puede impedir que esa poderosa actividad se vaya contaminando de egoísmo. Pero Lutero no tuvo tal humildad. No fue un santo.

b) Ese sutil egoísmo -que continuamente se vio contrarrestado no sólo por su doctrina teológica del hombre pecador y sin fuerzas, sino también por la confesión expresa de su propia culpa- no le vino a Lutero de fuera ni fue algo secundario en la constitución global de su actitud anímica. Más bien ese egoísmo se encontraba, fatalmente, en la raíz misma de su esencia. Sus escrúpulos de juventud (cuando luchaba heroicamente por conseguir la misericordia de Dios y el recto camino hacia él y a la vez, con tenacidad poco menos que enfermiza, sólo daba valor a su propia opinión), así como su forma de sentir y conocer, prueban suficientemente lo que decimos. Lutero fue un hombre radicalmente subjetivista: sólo veía, sólo reconocía aquello ante lo que reaccionaba su constitución y situación personal. A eso se debe que solamente asimilase una parte del material de la Biblia, a pesar de que la dominaba totalmente. Pero este material fragmentario penetró en él de tal modo, que pasó a ser lo fundamental; mientras tanto, el contenido total de la Biblia, que tan ostensiblemente complementa las parcialidades de la doctrina reformadora, el absolutizado sola fide, no llegó a cobrar vigencia suficiente. Por esto también se explica su ceguera, muchas veces total, respecto al propio pasado, cuando éste ya no cuadraba con su nueva imagen interior. Lutero quiso seguir únicamente a Dios. Pero este su querer fue muy complejo y todo él estuvo presidido por una actividad humano-espiritual tan enorme, y la solución -sentida como solución de Dios- fue reclamada, conquistada o al menos «arrebatada» (en el sentido propio de la palabra) por el mismo

Lutero con tanta fuerza, que lo que en ella triunfó fue principalmente el deseo, la voluntad y la necesidad del propio Lutero. Este mismo querer, empecinado en su propia razón, se manifestó también en la predicación de la solución (de palabra y por escrito). Lutero nunca fue por entero un «oyente» de la Palabra, por mucho que conscientemente quisiera serlo.

La distinción que aquí ante todo interesa no es fácil de ver, pero es decisiva. San Francisco de Asís nos puede ayudar a verla: no ser adoctrinado por nadie más que por Dios, vivir por entero de esa fuerza única que Dios concede, hacer la voluntad de Dios «revelada» por él mismo con una emoción interior capaz de poner en movimiento siglos enteros; pero, con toda esta espontaneidad, ser mero instrumento y mera donación, simple servidor, dispuesto en todo momento no sólo a retroceder, sino -por así decir- incluso a desaparecer, aun en medio de la máxima actividad... San Francisco realizó esta síntesis heroica; Lutero, no.

c) El subjetivismo de Lutero en la selección de la doctrina no consistió en que en sus sermones y libros no predicase equilibradamente todo el contenido de la Escritura, todo lo que ésta encierra. No es eso lo que se requiere; lo que se requiere es que cualquier declaración sobre la esencia de la revelación cristiana debe ser tal que en ella pueda encontrar lugar toda afirmación importante que en esa revelación otorgada por Dios se encuentre. Lo que Lutero dice sobre la esencia de la revelación cristiana es fruto de una selección de tipo subjetivo, porque no dice lo suficiente, porque en definitiva no hace valer importantes elementos de la revelación cristiana. Esta nada tiene que ver -digámoslo una vez más- con una intención egoísta o una mala voluntad. El subjetivismo de Lutero, visto desde su conciencia, no es más que obediencia a la verdad conocida. También es legítimo recordar aquí la radicalidad de los profetas, reacios a todo tipo de compromiso. Incluso el reproche de «carácter porfiado», que cree siempre tener razón -si lo entendemos como en el lenguaje corriente y como característica general-, es una acusación que se puede ignorar como algo de poca monta dentro de este contexto y en comparación con su seriedad religiosa. Lo que no quiere decir que retiremos lo dicho sobre la auto-conciencia de Lutero ni que minimicemos el grave cargo de su temeridad irresponsable.

El hecho es que Lutero entendió todo el Nuevo Testamento desde la Justificación, más aún (con algunas limitaciones), desde la justificación del individuo. La «justificación» es, sin duda alguna, una realidad central de la revelación cristiana. Incluso podemos decir que en cierto sentido toda la revelación gira en torno a la justificación. Sin embargo, este concepto no agota la totalidad de la revelación. Junto a ella hay toda una larga serie de valores objetivos. No es casual que en las obras de Lutero la adoración no ocupe un puesto central y que el concepto de la realeza de Jesús no tenga mucha relevancia en el protestantismo.

La crítica que aquí exponemos no queda refutada por el hecho de que Lutero conociese prácticamente todos los textos bíblicos y los utilizase, incluidos los sinópticos; este hecho ya lo hemos tenido en cuenta en el análisis. Lo importante es determinar la función (subrayada precisamente por la investigación protestante) de cada uno de los materiales dentro de todo el conjunto. Esta función, como hemos indicado, es del todo insuficiente por lo que respecta a algunos elementos importantes, especialmente las cartas a los Efesios y a los Colosenses, el Apocalipsis y, bajo otro aspecto, la carta de Santiago y, en general, el concepto de pecado de los sinópticos y la capacidad del hombre para dar respuesta a Dios con las fuerzas propias, aunque regaladas totalmente por Dios.

d) Por lo que concierne a la mencionada conciencia profética, es importantísimo advertir que Lutero no quería expresamente otra cosa que anunciar la voluntad de Dios, comunicada definitivamente en el evangelio. Jamás reivindicó para sí el cometido y la autoridad de un profeta del Antiguo Testamento (que no era solamente intérprete de una revelación ya comunicada, sino instrumento de su primera comunicación). Por desgracia, tampoco en este aspecto fue Lutero un oyente perfecto de la Palabra. Es cierto que reiteradamente, y con toda sinceridad, se declaró dispuesto a ser corregido desde la Escritura. Pero él interpretó más bien esta Escritura en el sentido mencionado.

e) El motivo más profundo que dio pie a esta postura fue, otra vez, una visión parcial. Como quedó dicho, el punto de partida fue la exageración de la causalidad universal de Dios hasta convertirla en causalidad única. Por eso quedó sumamente reducida la cooperación del hombre por gracia de Dios en la justificación, como también el reconocimiento de la figura histórica de la Iglesia.

Notas

[42] Es notorio el parentesco entre las intenciones centrales de Lutero, Calvino e Ignacio.

[43] Este esfuerzo del Concilio Tridentino (§ 89) ha vuelto a repetirse espléndidamente en el Vaticano II.

[44] Sobre todo en los años decisivos de su evolución. Luego, sin embargo, fue decayendo progresivamente; el embriagador éxito externo, así como el desarrollo de los acontecimientos, no dejaron de hacer mella en su persona.

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