» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo segundo.- La Reforma Catolica » §89.- El Concilio de Trento
II.- Resultados
1. El objetivo principal de los esfuerzos (no sólo de las deliberaciones) del Concilio de Trento estaba trazado de antemano por la situación de la Iglesia: por sus graves problemas internos y por la innovación protestante, que según el sentir de los padres conciliares constituía una verdadera revolución. Estaba en juego la reforma y estaba en juego la doctrina. La intención del emperador era aplazar la fijación de la doctrina, con el fin de no imposibilitar desde el principio el retorno de los protestantes. El papa, por el contrario, exigía que se diera preferencia a las cuestiones de la fe. En la quinta sesión se llegó al acuerdo de seguir tratando ambos aspectos simultáneamente. La idea del emperador no dejaba de ser correcta, pero de suyo lo más importante era aclarar las cuestiones de la fe, ya que en ellas estaba la raíz de la discusión. De hecho, en la historia de la Iglesia han tenido una significación mucho mayor las decisiones que afectan a este sector, es decir, las definiciones dogmáticas.
a) Por lo que a la doctrina se refiere, el Concilio de Trento se mantuvo enteramente dentro de la antigua tradición cristiana. Según ella, la misión de la Iglesia y del concilio en cuestiones doctrinales consiste en salvaguardar la doctrina católica de falsas interpretaciones, explicitando su sentido con nuevas formulaciones más claras e inequívocas.
La discusión de todos los problemas referentes a la formulación de la doctrina de la fe durante el período escolástico -una discusión larga y enormemente variada- había familiarizado a los teólogos con esta tarea. Incluso se estaba muy lejos de la actitud religiosa y humilde de un san Hilario, que se mostraba extraordinariamente temeroso de semejantes clarificaciones conceptuales (no digamos nada de san Epifanio, que veía la raíz de todas las herejías en la filosofía). En todo caso, Seripando y otros padres de Trento sintieron tan gran veneración por el texto de la Escritura como la única instancia determinante, que la peligrosa manía escolástica de querer explicarlo todo no llegó a romper los límites establecidos.
b) Pero un concilio no debe confundirse con un seminario de investigación científica. Evidentemente es lamentable, y supone una deficiencia objetiva en las discusiones, el hecho de que muchos padres conciliares tuvieran harto escaso conocimiento de las doctrinas luteranas y, luego, calvinistas. Pero, como es lógico, la intención de los padres conciliares no podía ser la de elaborar un cuadro exhaustivo de las doctrinas de Lutero y de los demás reformadores, en sí tan desiguales y hasta contradictorias. Su tarea era la de discernir la verdad católica de la doctrina no católica. A raíz precisamente de este objetivo, los padres de Trento debían haber conocido las verdades cristianas que se encontraban en los escritos de los reformadores. No era estrictamente necesario tratarlas exhaustivamente en las sesiones, pero no cabe duda que haberles prestado suficiente atención habría redundado en provecho de los decretos conciliares.
A propósito de esto hemos de subrayar otro aspecto de enorme importancia para la historia de la Iglesia. Es cierto que el concilio emitió decisiones doctrinales y condenas tajante contra Lutero y contra Cal-vino, pero tanto el papa como los padres conciliares se negaron expresamente a pronunciar una condena nominal de los reformadores. Este gesto tiene un enorme alcance. En efecto, da cabida a una importante laguna en las determinaciones del concilio. A saber: los padres conciliares no pretendieron dar una interpretación auténtica de Lutero o de Calvino; por tanto, es perfectamente posible que los anatemas conciliares no alcancen siempre la doctrina de los reformadores; queda más bien abierta la posibilidad de que dicha doctrina tal vez sea en puntos determinados más católica que la doctrina expresamente rechazada por el concilio.
c) Hemos visto que la diferencia existente entre la doctrina católica y la doctrina reformadora se caracteriza formalmente por la marcada tendencia de ésta a minusvalorar el aspecto óntico y estático y a destacar, en cambio, el aspecto personal y dinámico. El contenido de la doctrina reformadora puede resumirse en los siguientes puntos: 1) unilateralidad en las fuentes de la fe (sólo la Escritura); 2) unilateralidad en la determinación del proceso salvífico: sólo Dios (sola fide), el hombre no es más que un pecador, y, en consecuencia, 3) un falso concepto espiritualista y subjetivista de Iglesia, en el sentido antes indicado.
d) Las definiciones y condenas conciliares (decretos y cánones) intentaron atajar estos rasgos unilaterales: también la tradición dogmática (no la simplemente natural y humana) es fuente de fe; de ella, por tanto, se pueden extraer contenidos de revelación. Resueltamente se hizo hincapié en que la Escritura requería una explicación, que, en último término, no podía venir más que de la Iglesia. También era la Iglesia la que determinaba lo que es Sagrada Escritura. Por ello quedó confirmado el canon de los libros inspirados. La Vulgata latina fue declarada versión auténtica (es decir, dogmáticamente correcta) de la doctrina de la Iglesia. A este respecto es sumamente importante advertir cómo el concilio subrayó, de manera positiva y expresa, el valor y la necesidad de la Sagrada Escritura, tanto que «con ello hasta el mismo Lutero hubiera podido darse por satisfecho» (Merkle)[36].
La Iglesia posee un sacerdocio sacramental y siete sacramentos, que son verdaderos medios de la gracia. El centro de todos ellos es la misa, que expresamente se define como sacrificio y, más propiamente, como sacrificio expiatorio (no sólo sacrificio de alabanza y de acción de gracias, como decía Lutero). Por eso, cuando los que la celebran se dirigen a Dios con confianza, fe, respeto, arrepentimiento y penitencia, la misa los lleva a la remisión de los pecados. El único sacrificio salvífico es el sacrificio de Cristo en la cruz, una vez por todas. La misa en su reactualización y su memorial; en ella, como en la cruz, Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima y se sirve del sacerdote como instrumento. Después del Concilio de Trento, por desgracia, «la misa siguió siendo lo que había sido durante la Edad Media: una liturgia clerical, realizada por el clero sin tener muy en cuenta al pueblo y entendida por el pueblo sólo en cierta medida» (Jungmann).
2. Especial importancia tuvo el famoso decreto sobre la justificación, principal resultado del primer período del concilio[37]. La justificación es una transformación interior operada por la comunicación de la gracia santificante, no un simple encubrimiento o una mera no imputación de los pecados. Toda la fuerza salvífica reside en la gracia de Dios; no obstante, el hombre también colabora con su libre voluntad, lesionada, sí, pero no destruida por el pecado original; esta voluntad, a pesar de todo, sólo tiene utilidad salvífica en la medida en que está santificada y movida por la gracia. Hasta los méritos del hombre son dones de Dios[38]. En la evolución del dogma, la Iglesia siguió una vez más su camino de siempre. Los decretos doctrinales del Tridentino son una charta magna del sistema del «medio entre los extremos». Frente al «sólo» herético está el «y» católico, en el sentido ya determinado anteriormente. Sólo Dios y su gracia deciden. Pero en la justificación acontece el milagro de que Dios misteriosamente eleva al hombre pecador a cooperar en la obra sobrenatural.
a) En la elaboración de la doctrina sobre la justificación hubo fuertes polémicas, pues el «partido de la expectación» (§ 90), especialmente representado por el doctísimo general de los agustinos, Seripando (1492-1563), hombre «de gran santidad y amabilidad» (Merkle), intentó imponer su doctrina. Las formulaciones de Seripando no fueron aceptadas. Pero como Seripando, a instancias del legado pontificio para las cuestiones dogmáticas Cervini (después Marcelo II), tomó parte decisiva en las sucesivas formulaciones del decreto de la justificación (nada menos que cuatro redacciones), lo más importante de la concepción bíblico-agustiniana acabó reflejándose en la exposición conciliar.
b) Sin que llegasen a ser definidas formalmente, un grupo de padres conciliares y teólogos presentaron un conjunto de opiniones sobre la fe, el pecado y la justificación, basadas en san Pablo (sobre todo en la carta a los Romanos, 7) y en el evangelio y la primera carta de Juan, que contenían una verdadera theologia crucis católica, una concepción católica del simul iustus peccator. Tal vez lo más significativo a este respecto sea la carta dirigida por el cardenal inglés Pole al primer presidente, Del Monte, al comunicarle su retirada del colegio de los legados y del concilio[39].
c) El concilio, para rechazar la certeza de la salvación, observó más o menos el mismo proceder que para determinar el proceso de la justificación: la seguridad de la revelación es, como tal, absoluta (cui falsum subesse non potest); pero de tal infalibilidad absoluta no goza la certeza personal de salvación. El concilio, no obstante, tampoco reprueba la confianza absoluta del cristiano en su salvación.
3. En los dictámenes oficiales de las comisiones de reforma de Paulo III no faltaban ni materiales ni programas para la ejecución de la reforma. La principal labor en este campo, tras algunos intentos fallidos en el primer período del concilio, no llegó a realizarse hasta su tercer período (1562-1563). Cuando menos se establecieron los principios básicos de una depuración general.
a) El sistema de beneficios había echado por tierra la religiosidad del clero. Pues bien, ahora se prohibió la acumulación de más de una prebenda en manos de un solo beneficiario (norma también válida para los cardenales); el oficio de recaudador de limosnas (relacionado con la predicación de indulgencias) fue suprimido; se previnieron los abusos del matrimonio mediante la prescripción de que debía celebrarse ante el párroco. Para la santificación del pueblo se debía procurar una predicación regular y más depurada de la doctrina en los domingos y días festivos. Se preceptuó también que el evangelio del domingo fuese leído en todas las misas parroquiales en lengua vernácula. En los sermones se debía prescindir de toda polémica; con lo cual también se corría el riesgo de hacer una predicación moralizante (la belleza de la virtud, la corrupción del vicio).
Pero, sobre todo, se pretendió formar un nuevo clero; el famoso decreto del concilio sobre los seminarios debía proveer de adecuados centros formativos al futuro clero (en su sentido originario estos seminarios tridentinos no fueron concebidos en oposición a las universidades). Este decreto sobre los seminarios se convirtió en uno de los pilares de la reforma. Se logró cubrir la carencia de instituciones formativas para el clero; todos los clérigos contaron con la posibilidad de recibir una formación teológica y ascética suficiente.
En la reforma intraeclesial fue decisivo el reconocimiento de que el obispo, e igualmente el párroco, debía ser esencialmente un pastor.
Supuesto fundamental para la realización de esta misión era que obispos y párrocos guardasen residencia. Precisamente esta residencia volvió a ser, con el concilio, una obligación estricta. Los obispos, en fin, debían asegurar la realización de las reformas mediante visitas y sínodos.
b) La reformatio in capite (la reforma de la curia), aunque se limitaron las expectativas y provisiones (§ 64), propiamente no se llevó a cabo. Tampoco se consiguió confirmar el anterior derecho de los metropolitanos a la consagración y visita de sus sufragáneos, derecho que había sido transferido al papa después del destierro y el cisma.
c) En cuanto a las órdenes religiosas, el concilio también promulgó instrucciones generales. En la sesión de clausura, en uno de los decretos se les prescribió lo siguiente: nada de propiedad privada; clausura más rigurosa para las monjas; elevación de la edad mínima para la profesión religiosa; limitación de las encomiendas.
4. La aceptación y puesta en práctica de los decretos doctrinales y reformadores del Concilio de Trento en los diversos países católicos por parte de los órganos estatales y la jerarquía fue lenta y poco uniforme, excepto en Italia y Polonia: claro indicio de la supervivencia de los distintos grupos de interés político-eclesiástico y jerárquico-teológico, que ya se habían enfrentado drásticamente en el concilio. Los decretos doctrinales fueron aceptados por los soberanos católicos. Únicamente la Iglesia nacional de España (y de los Países Bajos), en la que existía entonces el peligro del cesaropapismo, se reservó el derecho de aceptarlos «sin perjuicio de los derechos reales». También la Francia galicana (Catalina de Médicis) se opuso a la promulgación de los decretos de reforma. Estos fueron promulgados poco a poco en los sínodos diocesanos, terminando su promulgación el año 1615.
En el imperio, la situación era difícil, debido a la íntima tendencia del emperador Maximiliano III al protestantismo[40]. Los estamentos católicos aceptaron los decretos en la Dieta de Augsburgo de 1566. Venecia opuso algunas reservas por razones de política comercial (su vinculación a la Hansa alemana, que era protestante).
La auténtica puesta en práctica de los decretos tridentinos, si bien sólo en sus aspectos fundamentales, llena muchos capítulos de la historia moderna de la Iglesia. Las dificultades que hubo que afrontar vuelven a poner de relieve lo arraigado del desorden existente y permiten medir el alcance de la obra de renovación de la Iglesia en sí misma. En Alemania, en la realización de los decretos trabajaron Pedro Canisio y toda una serie de obispos (Würzburgo, Maguncia, Fulda) y legados pontificios. También meritoria fue la labor de Juan y Gaspar Gropper, sobre todo en Colonia.
Dentro de toda esta labor se han de contar también los sínodos reformadores diocesanos y provinciales de finales del siglo XVI y del siglo XVII y los ingentes y laboriosos esfuerzos pastorales del nuevo clero, cada vez más numeroso. Todo ello constituye una página gloriosa de la reforma católica.
5. La significación más profunda del Concilio de Trento no estriba en la promulgación de determinadas doctrinas y disposiciones de reforma, como tampoco en los fundamentales e importantísimos decretos dogmáticos sobre las fuentes de la fe y sobre la justificación, sino, más bien, en el hecho de contribuir decisivamente a la clarificación del concepto católico de Iglesia, y esto de una manera históricamente efectiva, pues el mismo concilio fue una manifestación concreta de tal concepto. El Concilio de Trento representó, para la Iglesia y el papado, el final victorioso de la gran lucha antieclesiástica iniciada en el siglo XIII, caracterizada siempre por sus ataques al pontificado. El Concilio de Trento, en efecto, supuso la derrota casi definitiva, al menos en el terreno de los principios, de la idea conciliarista por una parte y, por otra, la derrota de la nueva idea protestante de la Iglesia, que es consecuencia de la anterior. En ambas ideas se contenían explosivas tendencias particularistas (nacionalistas, democráticas, individualistas y subjetivistas). El Concilio de Trento presentó y (en parte) definió la Iglesia como institución de salvación, institución objetiva, anclada en el papado, universal. Contra todos los temores previos de la curia, el Concilio de Trento acabó siendo el concilio más papalista de la historia antes del Concilio Vaticano I.
Obviamente, aún no era llegado el momento para la formulación teórica del primado del papa; las corrientes eclesiástico-nacionalistas (episcopalismo contrapuesto a curialismo) eran todavía muy fuertes y el curialismo no había sido aún depurado. Además hay que tener en cuenta que el «episcopalismo» que apareció en Trento, representado principalmente por los padres españoles, era muy diferente de las tendencias registradas en la baja Edad Media y de las tendencias galicanas contemporáneas a Trento y posteriores; no iba dirigido contra el primado doctrinal del papa. Al contrario, reconocía el primado del papa sobre toda la Iglesia y la independencia papal de cualquier poder terreno, fuese político o conciliar, si bien se pronunciaba a la vez a favor del poder autónomo de los obispos por derecho divino, lo cual es correcto desde el punto de vista dogmático.
Como ya hemos dicho, todas las decisiones fueron sometidas a la aprobación del papa. Los decretos de reforma, además, se redactaron con una cláusula expresa de reserva a la ratificación papal. Esto no significaba otra cosa sino el reconocimiento por parte del concilio de la competencia personal del papa para limitar, ampliar y ratificar las decisiones tomadas y darles así definitiva fuerza de ley en la Iglesia. Esto es justamente lo que ocurrió en 1564 con Pío IV.
La misma actitud curial del concilio se puso de manifiesto al ser remitidos al papa para su posterior tratamiento todos los asuntos no resueltos. Así, las ediciones del Indice tridentino, del nuevo catecismo romano, del misal y del breviario fueron realmente ediciones papales (todas ellas bajo el pontificado de Pío V). Perfectamente trazada está ya, pues, la línea que conducirá al Concilio Vaticano I y al nuevo Código de derecho canónico, que será puramente vaticano y papal (cf. las principales limitaciones en el § 95).
6. Lutero había apelado una vez a un concilio ecuménico, con el fin de obtener de él la prueba de su ortodoxia. Pero ya sabemos que el Concilio de Trento ejerció un influjo poco menos que nulo en la Reforma. El problema de la unidad eclesial de la cristiandad se había tornado entonces insoluble.
Hay que reconocer, de todas formas: ¡sin Lutero no hubiera habido Concilio de Trento! Mas también: ¡el Concilio de Trento, con su definición de la infalibilidad pontificia y del episcopado supremo del papa de Roma, llevó de hecho al Vaticano I! También aquí podemos advertir la importancia que dentro del curso general de la historia tuvo el ataque de los reformadores para la Iglesia católica. En el Concilio de Trento hubo mucha confusión por pequeñeces y la concurrencia de participantes -en comparación con las tareas- fue francamente escasa. Pero el resultado sobrepasó con mucho los mezquinos fallos humanos. El concilio llevó, de forma lenta pero progresiva, a una metanoia, a una conversión interior radical, como se exige en el evangelio. El Concilio de Trento, mejor dicho, el Catecismo Romano, redactado según su espíritu (1566), hizo suyo, felizmente, el grito con que Lutero había comenzado la lucha, y que por entonces nadie había defendido públicamente como católico: «Toda la vida del cristiano debe ser penitencia».
Notas
[36] Consecuencia de todo esto fue un florecimiento de la exégesis eclesiástica en la segunda mitad del siglo XVI y en el siglo XVII. La fijación de la Vulgata latina como único texto auténtico de la Iglesia no significaba una toma de postura en contra de las lenguas originales. El concilio estuvo más bien a favor de su estudio.
[37] De él ha dicho Adolfo Harnack que, si hubiese aparecido cincuenta años antes y se hubiese convertido en carne y sangre de la Iglesia, no habría tenido que venir la Reforma.
[38] La idea de que sin la gracia de Dios nada sirve para la salvación es incuestionable en los decretos y cánones. Pero en las discusiones preparatorias, por tanto no vinculantes, fueron también expuestas (aunque no aceptadas) concepciones muy objetivistas. No hubo más remedio que defender la fe de tales formulaciones excesivamente filosóficas. Así que los debates son un importante documento de la confusión teológica reinante, confusión que volvería a resurgir más tarde en la historia de la Iglesia. Durante el pontificado de Pío IX, el general de los dominicos, Gaude, manifestó que en los protocolos y actas del Concilio de Trento aparecían cosas dogmáticamente dudosas o chocantes, puntos de vista tendentes al protestantismo, que en algunos casos llegaban hasta sola fide...
[39] En el campo extraeclesiástico, este intento de oponer el agustinismo a la misma altura del tomismo fue repetido por el jansenismo en el siglo XVII.
[40] Este emperador fue un ejemplo típico (anticipado) de otros intentos, mucho más frecuentes después, que trataron de tender un puente entre los distintos antagonismos dogmáticos acomodándolos lo más posible.
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