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II.- Los Principes Catolicos Alemanes

1. La propagación de la Reforma pasó a ser rápidamente un asunto político. Pero también entre los defensores de la antigua fe se dio la misma mentalidad y con similares repercusiones. Ambas cosas fueron entonces naturales, tanto porque se trataba de desarrollar los principios establecidos en la Edad Media (especialmente impulsados en la baja Edad Media) como porque se trataba de aprovechar las tendencias evolutivas de la nueva época, que por entero propendían al despertar de la conciencia nacional.

En el campo eclesiástico católico estos fenómenos no significaron ni mucho menos una ayuda para el ya mencionado universalismo pontificio. Más bien, según no pocos indicios, por una parte representaron y por otra prepararon un nuevo particularismo eclesiástico (esto vale especialmente para el galicanismo, § 96). Los representantes de estas tendencias fueron las Iglesias católicas nacionales o territoriales, mientras que las ciudades y los consejos municipales, a diferencia de lo ocurrido en el desarrollo de la Reforma, apenas jugaron como sujetos autónomos de resistencia católica.

Las iglesias nacionales católicas prestaron una vez más a la Iglesia un servicio inestimable, incluso imprescindible. Pero también le acarrearon un enorme lastre y riesgo. Todo esto se echará de ver de manera especialmente aguda durante el siglo XVII en Francia y durante el siglo XVIII en todos los países.

2. En la época que ahora estudiamos, la época de la Contrarreforma, el sistema de las Iglesias nacionales tuvo su expresión más significativa en la España de Felipe II (1556-1598). Felipe II fue el clásico ejemplo del soberano católico profundamente creyente que pretende salvar tanto la fe como la Iglesia que la guarda y proclama. Así, Felipe II, dentro de la atmósfera general cristiana, atribuyó a un mismo tiempo a la política nacional y, dentro de ella, sobre todo a la dignidad sagrada del rey («Por la gracia de Dios»), y a sí mismo como su portador, una responsabilidad esencial (querida por Dios) respecto a la Iglesia y, en consecuencia, también el correspondiente poder dentro de ella y sobre ella. Pero esto también supuso, evidentemente, la reivindicación de todas las ventajas de ahí resultantes, y entre ellas, no en último lugar, las financieras. Por el estudio de los siglos anteriores ya conocemos cuán importante papel había desempeñado aquí el derecho de presentación para la provisión de obispados y abadías. Mas ahora aparecieron modalidades nuevas: por ejemplo, al hacer la nueva edición corregida del Breviario y el Misal, los beneficios deberían ir a parar a España (mejor dicho, a la corona de España), no a los impresores privilegiados de la curia romana.

Naturalmente, el mayor peligro amenazaba en el ámbito de la política eclesiástica. En conjunto podríamos decir que se generó un cesaro-papismo español. El comportamiento de Felipe II con el papa y la curia no fue ni mucho menos el de un hijo fiel y sumiso, sino el de un igual, que propone sus exigencias con gran dureza. Permanecieron intactas su ortodoxia dogmática, sus profundas creencias y su acusada fidelidad a la Iglesia. Pero ya sabemos desde Constantino, por múltiples ejemplos de la historia de la Iglesia antigua y medieval, cuán fácilmente el poder político-eclesiástico de los soberanos ha llegado a entenderse a sí mismo como un poder autónomo y a obrar en consecuencia. En este caso, pues, el peligro principal radicó en que, dada la apostasía protestante al norte de los Alpes y la inseguridad confesional de Francia, la supremacía política y económica de la poderosa España constituía un apoyo absolutamente imprescindible para la Iglesia. La difícil tarea de los papas consistió en aprovechar esta ayuda sin caer en una dependencia mortal. Es verdad que a veces los papas actuaron con timidez y aun con egoísmo; pero en conjunto mostraron una gran seguridad en sí mismos, seguridad que constituyó un baluarte de defensa para la libertad de la Iglesia.

3. En Alemania, la posibilidad de promover y extender la Reforma por medios políticos se basó oficialmente, desde la Confesión de Augsburgo de 1555, en el principio «Cuius regio, eius religio». Ciertamente, en este principio aún sigue alentando el convencimiento de que -sobre todo en materias relativas a la salvación- sólo puede darse una verdad y, por tanto, sólo una se debe reconocer. Pero también se ha dicho con razón que esta norma es «pagana» (Krebs y Pribilla), pues según ella la religión queda sometida a la coacción externa y la convicción de muchos a la voluntad de uno. Esta regla constituye ante todo una contradicción flagrante de las tendencias fundamentales del protestantismo: tanto en su rechazo radical de la autoridad concretada en la jerarquía como en su afirmación del derecho de conciencia personal, puntos ambos que claramente constituían la base de la nueva doctrina y como tales habían sido explícitamente proclamados. En su nuda forma este principio sólo podía aceptarse después de haber negado un magisterio universal (católico) espiritual y vivo. A una autoridad eclesiástica establecida por Cristo sí se le podría conceder la intolerancia dogmática, pero no un poder político. Las raíces, evidentemente, fueron muy diversas, pero en todas partes, como siempre, se mezclaron con el egoísmo político, que no dudó en inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos para su propio beneficio. Precisamente estas formas se remontan a la época del catolicismo de la Edad Media y del período anterior a la Reforma (§§ 75 y 78).

Las tendencias de los poderes políticos a inmiscuirse en asuntos eclesiásticos tuvieron también una innegable justificación intrínseca en todos aquellos casos en que efectivamente intentaron llevar a cabo por sí mismos la necesaria reforma del clero o de los conventos sin los obispos, los abades o los tribunales eclesiásticos (incluso contra todos ellos), bien por haber recibido de Roma plenos poderes para hacerlo así (como, por ejemplo, los duques de Baviera), bien simplemente por haberse arrogado ese derecho. En esto conviene no perder nunca de vista la interdependencia, tan amplia como radical, de lo secular y lo eclesiástico en muchísimos aspectos, entre ellos el aspecto jurídico.

4. La evolución seguida por la Reforma, en lo que respecta al derecho público, registró las siguientes etapas principales (§ 81): 1) Conclusión de la Dieta imperial de Espira en 1529; 2) Confesión de Augsburgo en 1530; 3) Liga de Esmalcalda en 1531 (estamentos imperiales protestantes) y Artículos de Esmalcalda de 1537; 4) Tratado de Passau en 1552, y 5) Paz religiosa de Augsburgo en 1555.

Las razones teológicas o político-eclesiásticas aducidas por los protestantes fueron también diferentes: el mismo Lutero dio a conocer sus concepciones sobre las iglesias territoriales y su autoridad ya por los años fundacionales de la Reforma, pero no llegó a conceder a los poderes políticos el régimen de vigilancia sobre la Iglesia hasta 1525, precisamente porque entonces el orden eclesiástico comenzó a verse amenazado por un fanatismo teológico y social y también porque en el campo doctrinal se hizo urgente y necesaria la vigilancia eclesiástica y escolar. En el concepto de Lutero se armonizaban perfectamente una Iglesia popular y una Iglesia nacional («bajo» el mando de los soberanos). Pero él no sentía ningún entusiasmo especial por el «episcopado supremo» de los príncipes.

Los soberanos territoriales protestantes reivindicaron desde el principio como derecho propio el de intervenir en la administración eclesiástica y el de fundar «iglesias nacionales». El fundamento jurídico formal lo hallaron (aparte de otras muchas razones concretas) primeramente en la conclusión de la Dieta imperial de Espira de 1526 y, más tarde, en la de 1529 (§81).

La forma concreta que fueron adoptando fue la siguiente: en el centro, norte y este de Alemania se crearon Iglesias nacionales bajo soberanos protestantes; en el sur de Alemania y en Suiza, en cambio, se formaron preferentemente comunidades de ámbito local. Dentro de éstas hubo unas en que el impulsor fue el consejo municipal (a veces por medios coactivos), mientras en otras el impulsor de la Reforma fue el «pueblo», bajo la dirección de los predicadores. El modo de realización también mostró multitud de formas mixtas.

5. El desarrollo de las iglesias territoriales católicas en Alemania, durante la Reforma hasta la paz religiosa de Augsburgo, siguió las etapas siguientes:

a) 1521: Dieta de Worms, Edicto de Worms, Lutero y sus partidarios fueron proscritos del imperio.

b) 1530: los estamentos católicos del imperio rechazaron la Confesión de Augsburgo; declararon su oposición al Edicto de Worms como ruptura de la paz de los territorios.

c) 1538: formación de la Liga de los estamentos católicos.

d) 1546-1547: guerra de Esmalcalda y victoria del emperador.

e) 1555: paz religiosa de Augsburgo.

6. Con la paz religiosa de Augsburgo no se alcanzó -como hemos visto- más que un compromiso. Dicha paz no logró en absoluto un verdadero equilibrio entre los católicos y los seguidores de la Confesión de Augsburgo. Era comprensible que los católicos, cuya fuerza religiosa y cultural iba en aumento y que por ello iban tomando de nuevo conciencia de sus posibilidades, consideraran injustas tan enormes pérdidas de orden político, económico y eclesiástico. Por otra parte, y al mismo tiempo, el catolicismo tuvo que habérselas con otro peligro: la progresiva difusión del calvinismo. Estos dos factores reavivaron la reacción y restauración católica, provocando así la Contrarreforma en el sentido político- eclesiástico, es decir, los esfuerzos para reconquistar por medios políticos (dietas imperiales, alianzas, diplomacia, proscripción, guerra) los territorios perdidos y ahora en posesión de los innovadores.

Dadas las múltiples y viejas raíces del sistema de las iglesias territoriales, que ya hemos mencionado antes, no sería correcto decir que las conquistas de los protestantes en Alemania fueron total y simplemente injustas. Como quiera que esto sea, hubo y hay un factor fundamental: la situación de las posesiones, por la que entonces se luchaba, había sido trastornada no por los católicos, sino por los protestantes. Y este punto de vista cobra una importancia decisiva por el hecho de que la propagación de la innovación también se basó en la coacción política, de la que ya hemos hablado.

Por otra parte, también los católicos opinaban que para aquella recuperación no solamente podían, sino que debían emplear todos los medios a su alcance. Como consecuencia, los intentos de restauración también desembocaron en sucesos harto lamentables desde el punto de vista cristiano y humano. Las crueldades cometidas en Inglaterra (María la Católica) y en Francia (numerosísimos mártires calvinistas en las nacientes comunidades; después, la Noche de San Bartolomé) tuvieron su contrapartida en los no menos crueles derramamientos de sangre por obra de los protestantes (Isabel I en Inglaterra; represión de los irlandeses por Cromwell; violentas reacciones de los hugonotes en Francia). Pero no por ello dejan de ser hechos reprobables. Además, con frecuencia, estas acciones violentas pecaron de torpeza y falta de realismo.

7. Entre los muchos casos en los que, durante la época de la Reforma y posteriormente, los habitantes de un territorio se vieron obligados a abandonarlo por causas confesionales, destacan por su repercusión histórica dos casos de expulsión de protestantes[9].

a) El primer caso fue el de los hugonotes franceses, que en el extranjero se convirtieron en refugies y en la église du refuge. Después de una serie de condenas y expulsiones particulares, en 1535 comenzó una represión generalizada de la innovación religiosa en Francia. El número de los emigrados, varios miles según muchos, se incrementó a raíz de la Noche de San Bartolomé de 1572 y se estabilizó con el Edicto de tolerancia de Nantes en 1598 (incluso Richelieu y Mazarino tuvieron la visión política suficiente para refrenarlo), pero desde 1661 (gobierno absolutista de Luis XIV) el número siguió creciendo hasta revestir los caracteres de una emigración de gran envergadura. Hasta la derogación del Edicto de Nantes (1685) habían marchado al destierro por causa de su fe alrededor de 10.000 familias, en su mayoría hacia Suiza, los Países Bajos y Alemania (en Brandenburgo llegó a haber 33 «colonias»): ¡número realmente gigantesco en comparación con la densidad de población de la época! Y, además, una prueba de la formidable fuerza de su fe. En total, pues, incluyendo a los valdenses de los valles del Piamonte, el número de los emigrados protestantes bien pudo alcanzar la cifra de quinientos a seiscientos mil. La emigración de los protestantes de Francia no cesó hasta mediados del siglo XVIII.

b) El segundo caso fue la expulsión de los protestantes de Salzburgo por el arzobispo residente Firmiano en el invierno de 1731-1732, es decir, en una época en que la incipiente «Ilustración» debería haber hecho inconcebible semejante procedimiento. Se trató de un número aproximado de 22.000 súbditos, en su mayoría campesinos, que rehusaron (de ahí el nombre de «recusantes») a reconocer los artículos de la fe católica. Como la católica Baviera les prohibió el paso por el camino más corto, los emigrados salzburgueses hubieron de recorrer toda Alemania. Parte de ellos llegó hasta América, parte se asentó en Holanda; aproximadamente la mitad encontró acogida en Federico Guillermo I, quien los estableció en la Prusia Oriental, principalmente en la región de Gumbinnen.

8. En Alemania, la Contrarreforma se impuso por completo en el año 1558, incluso en Baviera. A finales del siglo se introdujo en la Alta y Baja Austria; en 1583, en Colonia[10] Würzburgo, Tréveris, Paderborn, Münster, Salzburgo y Bamberg. En el año 1609 se formó la Liga católica entre Maximiliano de Baviera y varios príncipes eclesiásticos (que jugó un papel importante durante la Guerra de los Treinta Años). Para comprender la labor pastoral y religiosa realizada y la transformación, más aún, la regeneración conseguida, debe uno fijarse en detalles particulares, como, por ejemplo, en los informes de los jesuitas, o en los destinos de los sacerdotes formados en el Germánico de Roma, o en los incansables trabajos de los grandes y pequeños sínodos. El cambio de rumbo se consiguió salvando graves dificultades.

9. Resulta sumamente ingenuo afirmar que la calamitosa Guerra de los Treinta Años se desencadenó en Alemania por causa de la Contrarreforma. Esta guerra fue el fruto de la división de la fe, escisión que aniquiló de raíz el equilibrio de las fuerzas. Pero si se buscan las causas más inmediatas de esta guerra, entonces no hay que olvidar la campaña difamatoria de que fueron objeto los católicos a finales del siglo XVI por parte de los protestantes, incluso desde los púlpitos. Tampoco hay que olvidar la agudización de la polémica entre los católicos, sus puntos de vista sobre la licitud de la muerte del tirano; la atmósfera de Francia, envenenada por las discusiones político-confesionales; la complicada y amenazadora situación existente entre las mismas potencias católicas, y también -una vez más- las tensiones entre territorios católicos y protestantes. Para emitir un juicio objetivo hay que sopesar conjuntamente todos estos factores. Uno de ellos -y, desde luego, no el último en importancia- es la insensatez cometida por Wallenstein con el Edicto de Restitución de 1629, que echó por tierra la victoria ya probable del emperador y con ella la pacífica liquidación de las hostilidades confesionales.

Notas

[9] Un cierto paralelismo presentan las expulsiones efectuadas por Calvino en Ginebra (§ 83).

[10] En 1547 había apostatado el arzobispo y príncipe Hermann von Wied.

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