conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo Cuarto.- La Coronacion de la Obra » §92.- El Siglo de los Santos

I.- Santa Teresa de Jesus

1. Nació en 1515 en Avila, ciudad fuertemente amurallada, en el seno de una familia de rancio y noble abolengo castellano. Desde los diecisiete años hasta su muerte sufrió una grave dolencia corporal. A los dieciocho años ingresó en el convento de carmelitas de Avila, que no era muy riguroso. Veintidós años después (1557) experimentó una transformación radical en su aspiración a la perfección: pronunció el sorprendente voto de hacer siempre lo más perfecto.

La obra de Teresa de Jesús consistió en: a) la devolución de la Orden carmelitana a su rigor primitivo[2] de perfecta pobreza, pese a las fuertes resistencias del clero secular y regular y de algunos círculos laicos (en 1562 se abrió en Avila el primer convento reformado); b) en sus escritos místicos (todos ellos redactados por mandato de su padre espiritual). Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582[3].

2. También en los conventos españoles se experimentaba una visible decadencia (cf. § 78). La historia de Teresa demuestra hasta qué punto de arrebato había llegado la lucha entre conventuales y observantes. El abandono de la ascética en los conventos, a consecuencia de las dispensas pontificias (de Eugenio IV y Pío II; ya no existía clausura o, en todo caso, las excepciones eran frecuentísimas), era ya una actitud formalmente justificada. El empuje del espíritu reformador cristiano (primero en los conventos de mujeres y después en los de hombres) no encontró ninguna acogida, como tampoco una oposición tranquila y razonada, sino una salvaje resistencia, en la que se emplearon todos los medios de la intriga y la calumnia, e incluso los malos tratos (por ejemplo, contra Juan de la Cruz, congenial colaborador de Teresa [† 1591], proclamado doctor de la Iglesia en 1926). Considerando las fechas en que nos encontramos (a mediados del siglo XVI), fácil es advertir nuevamente la radical e imperiosa necesidad de llevar a cabo la reforma de la Iglesia. En esta lucha, santa Teresa demostró poseer no sólo una extraordinaria energía creadora, sino también una humildad heroica. A lo largo de cinco años soportó una tempestad desatada con integridad extraordinaria, similar a la melancolía del sabio y que no se puede separar de la única realidad importante: Dios. En Teresa de Jesús se puso de manifiesto la fuerza paradójica de la obediencia, pero una obediencia que supo armonizar la humildad con la conciencia de sí misma y de su misión: «Lo propio de los soldados corrientes es pedir cada día su soldada (= la consolación); en cambio, nosotros queremos servir a Dios libremente, por puro amor, lo mismo que sirven los grandes señores a su rey». Cuando en 1571 el Capítulo General (como resultado de una larga cadena de rebeldías de todo tipo) decidió suspender la reforma, Teresa de Jesús se sometió inmediatamente[4]. Pero esta dura prueba desató en ella nuevas y más poderosas fuerzas, que acabaron favoreciendo a la obra reformadora, cuando ésta obtuvo vía libre por intervención del rey (inspirada por la princesa de Eboli, por cierto nada ejemplar desde el punto de vista moral) y con ayuda del obispo de Avila.

Mas el éxito apostólico de Teresa no fue sino irradiación de una tarea previa de santificación propia, llevada a cabo en una vida de continua oración y penitencia[5]. Muchos de los conocimientos y reformas de esta monja, tan alejada del mundo, no se explican desde un punto de vista puramente racional. Simplemente, en el caso de Teresa también se cumplió eso de que la huida del mundo de una gran personalidad en busca de la santidad no es algo ajeno a la realidad, y mucho menos antisocial, sino decisivo para la configuración del mundo. En el programa de Teresa de Jesús figuró expresamente la oración de suplencia (especialmente por los defensores de la Iglesia contra la innovación).

3. Lo más característico de esta carmelita y lo más importante para la historia de la Iglesia fue su mística, la mística que ella logró inculcar a su orden. Teresa alcanzó la cumbre más alta de la oración contemplativa y llegó a ser maestra insuperable de este tipo de oración. «Puedo decir que la vida que ahora (1557) se inició para mí en la oración es la vida de Dios en mí».

a) En esta vida no fueron las visiones (ni los hechos extraordinarios en general) lo más importante. Teresa misma consideró siempre las visiones como cosas secundarias; incluso sentía miedo de las experiencias extraordinarias y se resistía a ellas. Lo principal es el enérgico esfuerzo por cumplir la voluntad de Dios. La idea que retorna constantemente es la idea de la eternidad. La oración es el trato amoroso con Dios; pero también aquí tuvo ella que pasar catorce años de sequedad interior, que le impidió experimentar una verdadera contemplación. Con extraordinaria capacidad de autoobservación, fue registrando todos los estados y procesos por los que pasó («pues yo sé algo de esto por propia experiencia»).

b) La mística es siempre, esencialmente, piedad personal. Pero en el caso de Teresa de Jesús no se da ningún tipo de individualismo unilateral. Es una mística primaria e incondicionalmente eclesial y, por eso mismo, alejada de todo espiritualismo. Incluso en su elevado teocentrismo («Su Majestad») está fuertemente ligada a la persona del mediador Jesucristo, el que nos introduce en el ser increado, de tal modo que no existe peligro ninguno de panteísmo. Además, como en toda mística auténtica (§ 69), el arrobamiento en la divinidad se conjuga esencialmente con una intensa vida apostólica y caritativa.

La mejor prueba de todo esto la tenemos en la renovación de la Orden. La famosa estatua de Bernini en Santa Maria della Vittoria de Roma (1645-1652), que con harta frecuencia condiciona nuestra manera de imaginarnos a la Santa, reproduce tan sólo uno de sus aspectos, y esto de una forma en exceso artificiosa, un tanto dulzona y casi histérica, aunque artísticamente insuperable. En esta imagen se acentúan excesivamente la debilidad corporal y los rasgos tal vez neuróticos. En cambio, en la escultura no se echa de ver la grandiosa síntesis que es esencial en santa Teresa: no aparece ni su agudeza de entendimiento, ni su energía indomable, ni su conciencia de sí; todas estas cosas son un complemento esencial de su sentimiento y humildad. Aunque posteriormente la mística quietista se apoyó en la herencia de santa Teresa, esto fue mera consecuencia de una reducción unilateral. No sólo desarrolló Teresa una intensa actividad al servicio del prójimo, sino que practicó también, como cualquier simple cristiano, las formas más usuales de la oración vocal. Teresa no pensó jamás en prescindir de este tipo de oración como de algo imperfecto, como hizo el quietismo. No se limitó a esperar, como éste, la inspiración interna y la locución divina, sino que, para su oración contemplativa, utilizó la vida del Jesús histórico, el Jesús que predicó y padeció. Teresa poseyó, además, una exquisita naturalidad: con ella supo en ocasiones no sólo utilizar un sillón cómodo, si ello iba en provecho de su oración, sino también degustar con placer sabrosas frutas en acción de gracias a Dios.

4. Para conocer el influjo ejercido por santa Teresa en la historia de la Iglesia, es de gran interés subrayar la gran impresión que produjo en ella el avance de la innovación religiosa en Francia. No sólo de hecho, sino con plena conciencia de su papel, santa Teresa se convirtió en promotora de la reforma católica interna, con el fin de combatir de esa manera la reforma anticatólica. Al ser más tarde trasladada a Francia la reforma del Carmelo (Seminario de la Misión en París, en 1642), las ideas de la Santa se convirtieron en el más firme fundamento de la mística francesa del siglo XVII. Esta mística constituyó, por otra parte, la base de las grandes creaciones religiosas de esta época (§ 96).

5. Teresa fue fruto maduro de la más rancia aristocracia de la sangre y del espíritu, ahora otra vez lozana y floreciente. Su santidad no surgió de ningún tipo de choque con el patrimonio cultural de su país, sino que fue su expresión madura. La mejor prueba se encuentra en sus escritos, considerados como una joya clásica de la literatura española[6]. La santidad a menudo sobrehumana de esta «exaltada» mística fue a su vez expresión de una gran humanidad. Teresa poseyó también una irresistible amabilidad. Su piedad no fue en absoluto sombría. Por otra parte, en este conjunto armonioso y orgánico no faltó -además de lo ya apuntado anteriormente- esa amenaza interior que, como signo de autenticidad cristiana, suele acompañar a toda teología de la cruz o piedad de la cruz: nos referimos a esa dura tribulación interior que llega hasta la grave tentación de la duda. Pero el estilo caballeresco de Teresa, estilo desconocedor de mediocridades, fue capaz de resistir todo esto y salir victorioso.

Notas

[2] La regla más antigua (1156), de carácter muy riguroso, había estado vigente en una comunidad de ermitaños varones del Monte Carmelo (cf. § 57, II).

[3] El día siguiente, con la introducción del calendario gregoriano, se computo como 15 de octubre. Por eso su fiesta se celebra ese día.

[4] En claro contraste con esta actitud estuvo la reacción de Savonarola (§ 77), pero sólo con reservas puede considerarse como antagónica de la de la Santa de Avila.

[5] Pero la mortificación, en el sentido de dureza con el cuerpo, nunca fue el motivo principal.

[6] Obras: el libro de la Misericordia del Señor (su Vida); el libro de las Fundaciones, el Camino de perfección, el Castillo interior, canciones espirituales (por ejemplo, la famosa poesía, influida por Gál 2,20: «Vivo sin vivir en mí, / Y tan alta vida espero, / que muero porque no muero»), cartas, etc.

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