conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período primero.- El Siglo Xviii: la Ilustracion » Capitulo primero.- Origen y Naturaleza de la Nueva Ideologia » §102.- Las Raices

III.- La Filosofia Moderna

La filosofía «moderna» comienza ya, en cierto sentido, con el nominalismo (§ 68). Su evolución se caracteriza, efectivamente, en cuanto a sus relaciones con la religión, por la misma actitud fundamental de ese movimiento, es decir, por la ruptura de la armonía entre fe y ciencia, ruptura producida por diversos motivos, incluida, por ejemplo, la fuerte vinculación existente en la Edad Media entre filosofía y teología, que daba pie para una reacción en sentido contrario. Esta actitud adopta formas diversas, pero, de hecho, reaparece constantemente.

1. El sistema del primer gran filósofo de la Edad Moderna, con un pensamiento vinculado a la matemática y a la ciencia experimental, es el francés René Descartes († 1650). Descartes es «una grandiosa proclamación de la soberanía del individuo» (Scheler) y de la duda metódica[1]. Para este pensador, que es todavía plenamente creyente, Dios constituye una certeza segura e inmediata, pero no la certeza primera. Su tesis de que no puede establecerse una prueba concluyente de esa fe supone una grave amenaza para la seguridad de la propia fe. En todo caso no es la fe de Descartes lo que trajo consecuencias efectivas, sino (contra su intención) su modo de pensar racionalista e individualista.

2. En Inglaterra es donde aparece primeramente la filosofía moderna en conjunto como una crítica de la revelación. Los filósofos reducen todas las religiones a un contenido natural y a un crecimiento natural. La revelación es rechazada y, sobre todo, la significación salvífica y la obra redentora de Cristo: deísmo. El contenido fundamental es común a todas las religiones.

a) Como filósofos en tal línea podemos mencionar a Herberto de Cherbury († 1648), con sus cinco verdades fundamentales[2] en el cual advertimos claramente cómo al principio la Ilustración racionalista estaba todavía muy arraigada en los valores cristianos; Tomás Hobbes († 1679): la religión es una creación del Estado, que tiene también derecho a comprobar la seguridad de las «opiniones particulares» en materia religiosa. Con ello se va preparando el camino a la crítica de la revelación y de los dogmas; John Locke († 1704) representa todavía un intento de unir el racionalismo con un sobrenaturalismo moderado; John Toland († 1722) elimina radicalmente el misterio y todo lo supraracional en la religión; el deísta John Anthony Collins († 1729) denominó a esta filosofía «librepensamiento».

Estos principios y puntos de vista tan diversos y múltiples tienen en el fondo como elemento común los puntos ya indicados: el rasgo filosófico fundamental del deísmo es la separación de la razón y la fe, apoyándose para ello en el principio nominalista de la doble verdad (§§ 68, 82), y subrayando el concepto estoico de lo «común» y lo «natural», conceptos revalorizados también por el Humanismo. El resultado es una religiosidad superficial y moralizante de tipo estoico, con una tendencia a la duda y con los contenidos mencionados anteriormente: Dios, la virtud, el más allá. El concepto de «Dios» siguió manteniéndose, pero extraído mediante la razón y no a través de la revelación. Tal concepto de Dios constituía una tremenda mengua, e incluso una falsificación o, al menos, algo extraño a la idea cristiana de Dios. En efecto, el Dios de la revelación es una persona que ha hablado y habla a los hombres y supone sencillamente un misterio, que ha de ser captado en la fe. Una religión sin misterio no es religión. El intento de comprender enteramente la religión mediante la razón condujo al racionalismo, es decir, a la destrucción de la religión. Además, el cristianismo proclama fundamentalmente que Dios es el Padre amoroso, en cuyas manos está siempre el destino de sus hijos, el Padre que por amor envió a su Hijo Jesucristo para redimir al hombre. Este concepto de Dios Padre quedó aislado de la fe y concebido de manera racionalista y recortada, al margen del dogma de la Trinidad y la encarnación.

b) Los extensos viajes de los ingleses por razones comerciales les pusieron en contacto con las diversas religiones y confesiones y les presentaron esta coexistencia como algo cotidiano y natural. Esto condujo a un debilitamiento del concepto de verdad, que incluye por esencia tanto la unidad global como la unidad exclusiva.

La libertad de conciencia, proclamada en Inglaterra en 1689 como consecuencia de la gloriosa revolución (pero que sólo se refería a las confesiones protestantes), y la libertad de prensa, otorgada en 1694, suponen en sí mismas una realidad valiosa, por cuanto constituyen un progreso esencial de la humanidad. Desgraciadamente tuvieron una repercusión negativa, contribuyendo al desarrollo del relativismo (ellas mismas en realidad eran producto del relativismo), que concibe cualquier opinión como igualmente válida, más o menos desinteresadamente. Estas consecuencias efectivas no siempre fueron intencionadas.

John Locke, por ejemplo, tiene una idea de la tolerancia que se funda todavía en el sentido religioso de la piedad individual.

c) Las conquistas realizadas en el campo de las ciencias naturales repercutieron en la misma dirección. Estos progresos daban la impresión de hacer superfluo el misterio. Muchos comenzaban a creer que todo se podía explicar con medidas y números. Partiendo de esta concepción, los deístas utilizaban a menudo los resultados de las ciencias exactas y técnicas en contra del dogma y, sobre todo, en contra de los milagros relatados en la Biblia. Esta concepción se convirtió pronto en predominante, manifestando la incongruencia de que buena parte de los grandes maestros de la ciencia, como Pascal, Leibniz y Newton, fueron positivamente creyentes. Pero la nueva mentalidad y el descubrimiento de algunos secretos de la naturaleza, considerados hasta entonces como hechos misteriosos y sobrenaturales, fue como una especie de borrachera para los hombres de aquel tiempo. Además, en no pocas pruebas filosóficas y teológicas se advirtió una efectiva inconsistencia ignorada hasta entonces. Presentado eso de modo unilateral con audaces figuras y maestría de lenguaje, hicieron que el pensamiento racionalista se hiciera cada vez más influyente. Se consideraban más poderosas y precisas las dos causas -primera y segunda-, que sólo entonces empezaban a comprender. Cada vez era más preciso su conocimiento y la exposición del nexo inalterable de carácter mecánico-causal (tal era la opinión de entonces) existente entre ellas. Es verdad que algunos pensadores intentaron conciliar la explicación mecanicista de la naturaleza con la metafísica escolástica y el dogma católico. Entre éstos contamos ya muy pronto al sacerdote italiano Pietro Gassandi (1592-1655) y, en Alemania, a Leibniz (1646-1716), que intentó demostrar la armonía de la fe cristiana en Dios con la ciencia natural mecánica. A pesar de todos estos esfuerzos, el interés científico de la mayoría de los pensadores se fue alejando de la causa primera.

El resultado de este planteamiento fue la deletérea equiparación de toda ciencia con la ciencia exacta (natural). A su vez, esta ciencia se convirtió muchas veces en el equivalente de la incredulidad. Este sofisma prevaleció cada vez más en el pensamiento de la mayoría de los hombres cultos. Por otra parte, muchos defensores de la fe fueron poco exigentes a la hora de refutar con rigor aquellas tesis. Los sectores eclesiásticos adoptaron con demasiada frecuencia una actitud de rechazo de la ciencia natural arrogante e inconsistente, sin que las discusiones con los racionalistas diesen así el resultado apetecido. Sólo la conciencia del propio campo y de los límites de la demostración filosófica o teológica, por una parte, y los límites de las ciencias de la naturaleza, por otra -cosa que no ha ocurrido hasta nuestros días-, ha hecho posible un nuevo acuerdo entre la fe y la ciencia (§ 116).

3. Este deísmo consiguió ejercer un considerable influjo a través de la masonería y de su fecundación por la cultura francesa (influencia de Voltaire en Inglaterra). La masonería apareció en Londres en 1717 con la fundación de la «Gran Logia de Inglaterra». Su intento era crear una religión natural supraconfesional en la que pudieran encontrarse todos los «hombres eminentes».

La masonería es una sociedad secreta, con base deísta, que subraya especialmente el pensamiento humanitario. Su deísmo adoptó en seguida una actitud sumamente agresiva contra todo lo positivamente eclesiástico (contra el «dominio de los curas»). Dando de lado a sus ideales de humanidad, su objetivo esencial pasó con el tiempo a ser la lucha contra la Iglesia católica. En los países latinos especialmente, la masonería fue, a lo largo de todo el siglo XIX, la principal fuerza de choque contra el catolicismo.

Su rápida expansión se debe al ambiente de la época, dominado por la Ilustración, a sus aspiraciones humanitarias y a una organización cuyo poder de atracción y de influencia se ve aumentado por la fascinación que ejerce el velo misterioso de lo «místico», de lo oculto. Precisamente este elemento «místico», capaz de satisfacer las necesidades más profundas de la vida del espíritu, tuvo un atractivo especial que contrastaba con un racionalismo que lo rechazaba de plano. Las condenaciones de la masonería por parte de la Iglesia se inician con Clemente XII, en 1738, y llegan hasta León XIII, en 1884.

4. El máximo poder destructivo de este deísmo no se manifestó en su país de origen, Inglaterra, donde no consiguió grandes éxitos, sino en Francia, a partir de 1730, aproximadamente. El hecho de que la floreciente cultura de la Francia de Luis XIV, tanto en la ciencia como en las letras y en las costumbres, se extendiese rápidamente por toda Europa, llegando a ser la cultura europea común, proporcionó al deísmo la posibilidad de desplegar fácilmente sus efectos destructores.

a) Esta cultura se había secularizado totalmente. Su núcleo medular no era ni la Iglesia ni la fe, sino el Estado, es decir, la monarquía absoluta. La actitud de los jefes de Estado era ya desde hacía tiempo de una marcada indiferencia religiosa. Existía una gran separación entre la confesión religiosa, oficialmente católica, la carencia de fe en la política y la vida moralmente depravada. Como resultado de todo esto surgían, comprensible aunque no justificadamente, el escepticismo y la crítica contra la Iglesia y la religión. Todo ello facilitado por la estrecha unión de Iglesia y Estado y con la aristocracia en el poder, que llevaba una vida de desenfreno a costa del pueblo. En todo este entorno, la disputa jansenista restó a la Iglesia, además, gran parte de su prestigio y fuerza. Con sus interminables y egoístas disensiones sobre la gracia, los jansenistas prepararon el terreno para la aparición de la duda y convirtieron la teología y el dogma en objeto de irrisión.

b) En un terreno tan bien abonado, las ideas del deísmo ingles cobraron un aire más radical y agresivo. La personalidad más influyente fue Voltaire (su nombre propio era Françoise Marie Arouet), talento genial, cabeza privilegiada, pero poseído de una mezquina ansia de gloria, defecto típico de los humanistas. Como deísta no negaba la existencia de Dios, pero sus dudas y mofas resultaban de ese modo todavía más eficaces. Voltaire no era sólo un enemigo de la Iglesia, sino que la odiaba (su divisa era: Ecrasez l'infâme!). Renunciando (en ocasiones) a la fe en la inmortalidad individual, Voltaire promovía el materialismo. Acerca de la necesidad de la revelación se expresaba con actitud irónica y displicente. Para Voltaire, Jesús era un paranoico. La Biblia no puede tomarse en serio como documento revelado.

En su Tratado sobre la tolerancia (1763; cf. también el tratado de John Locke sobre el mismo tema) se convirtió Voltaire en propagandista de una de las ideas fundamentales de la Ilustración, que habría de ser uno de los cimientos espirituales de toda la Edad Moderna. Pero partiendo de este origen, esa gran idea se vio desgraciadamente tarada por el indiferentismo y la hostilidad hacia el dogma[3] (cf. § 103).

Denis Diderot († 1784) y Jean-Lerond d'Alembert († 1783), fundadores de la Enciclopedia, que había de imprimir en generaciones enteras de alta y media cultura un sello de hostilidad hacia la Iglesia y el dogma, llegaron al ateísmo. Según ellos, la autoridad de los reyes debe también desaparecer. A esta dirección pertenece igualmente Julien Offray de Lammetrie (1700-1751; su obra principal es El hombre como máquina), en el cual el ateísmo degenera en craso materialismo.

El origen de la presunción liberal de la cultura puede estudiarse de manera especial en Voltaire. Con extraordinaria petulancia y una ceguera llena de odio, Voltaire califica a todo lo positivamente eclesiástico de oscuro, tonto y supersticioso. Pese a su brillante talento y fabuloso ingenio, pese incluso a su admirable sentido de la justicia, Voltaire tiene una estrechísima visión del mundo. Difícilmente habrá existido generación alguna de cultura tan elevada que haya pasado por alto con tal estrechez de miras como Voltaire y el liberalismo del siglo XIX, que tanto le adoraba, el papel evidente y decisivo desarrollado por la Iglesia en la historia y en la vida de los grandes espíritus. Esta misma actitud la adoptaron algunos incrédulos teólogos protestantes (separados de sus Iglesias), como David Friedrich Strauss († 1874), biógrafo de Voltaire y con grandes afinidades, y Bruno Bauer († 1882).

Las noticias que poseemos sobre una conversión de Voltaire hacia el fin de su vida parecen ser auténticas. Pero el comportamiento que entonces adoptaba aquel anciano, todavía sediento de gloria y en modo alguno dispuesto a renunciar a su puesto de cabeza idolatrada por la sociedad incrédula, hacen de estas noticias un enigma difícilmente descifrable.

Notas

[1] La primera certeza: cogito, ergo sum (pensar = dudar).

[2] 1) Existe un solo Dios; 2) hay que dar culto a Dios; 3) este culto consiste en la virtud y en la piedad; 4) es un deber arrepentirse de los pecados; 5) bien en este mundo o en el de la otra vida existe una remuneración divina.

[3] «El dogma produce fanatismo y guerra, la moral lleva siempre a la concordia» (Voltaire, Essai sur les moeurs, 1754-1758).

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