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§103.- La Tolerancia
1. El mundo ideológico de la Ilustración está constituido esencialmente por el relativismo, el indiferentismo y el escepticismo. Uno de los principales resultados de estas actitudes es la idea de la tolerancia, nacida a lo largo del siglo XVIII. Considera que en el fondo la verdad y el error son la misma cosa, ya que la tolerancia no era solamente la exigencia de un pacto civil, sino una idea fundamental del pensamiento. La tolerancia condujo no sólo a una tolerancia efectiva de una pluralidad de convicciones (lo cual, en el sentido del pacto civil, se iba haciendo incluso necesario con el paso del tiempo), sino al abandono de la verdad, del concepto de verdad única. Surgió la tolerancia dogmática, es decir, la indiferencia dogmática. Ahora bien, esto supone la muerte de toda religión positiva y es diametralmente opuesto a la esencia del cristianismo y del catolicismo.
De todas formas, tanto en el brote como en la configuración de la idea de tolerancia intervienen diversas concepciones. De modo muy distinto al irónico racionalista Voltaire (§ 102), la tiene en cuenta Lessing en su parábola de los tres círculos (Natán el Sabio). En ella se refiere a la única verdad, que es precisamente la verdad religiosa. Esta verdad, con todo, no puede ser constatada.
Por lo que se refiere a la tolerancia política, se suele aludir con razón a J. J. Rousseau. Pero también debemos tener en cuenta su inconsecuencia: la voluntad infalible del soberano y la volonté générale pueden -según Rousseau- limitar la tolerancia. Según él, la tolerancia carece de un valor general, incluso dentro de las minorías políticas.
2. La idea de tolerancia, una vez liberada de su relativismo, encierra un germen de extraordinario valor, que resulta imprescindible para la humanidad. Ya en la Antigüedad cristiana y en la Edad Media hubo espíritus egregios (san Agustín en la lucha contra maniqueos y donatistas, § 30; Ramon Llull, Pedro el Venerable de Cluny; cf. también Seripando, §§ 76 y 89), que supieron distinguir la condenación del error y la condenación del que yerra, rechazando el empleo de la fuerza en la represión de la herejía. En ello se encerraba una concepción auténticamente cristiana de la esencia de la religión en cuanto justicia interna, en cuanto espíritu y verdad y en cuanto misterio. La religión es la confesión de la única verdad que se ha manifestado en Jesucristo y salva a los que creen en él. Al mismo tiempo constituye una afirmación de que el Logos «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), la confesión de fe en el Logos spermatikós (Justino; § 14) y el reconocimiento de que siempre, aun antes de la venida de Cristo, hubo en la tierra una religión verdadera[4].
Esta concepción auténticamente tolerante se ve robustecida ahora por la falsa tolerancia dogmática, tolerancia precursora, sin duda, de la tolerancia cívica, que resultaba inevitable en pueblos donde las diversas confesiones e ideologías se iban mezclando cada vez más. La significación de esta tolerancia para la historia de la Iglesia resulta del hecho que en la actualidad la idea de tolerancia es un ¡rasgo esencial que condiciona esencialmente el espacio vital en el que -y casi sólo dentro de él- es posible la construcción del reino de Dios.
Todo ello lleva a los cristianos y a la Iglesia católica a destacar hoy con más fuerza que nunca que la verdad del cristianismo no es un amasijo de doctrinas, sino la realidad de la revelación en Jesucristo y, por medio de él, de su vida, su obra y su doctrina. Con ello ensalza poderosamente el papel misterioso del amor en la realización de la verdad: decir la verdad y hacer la verdad de acuerdo con la norma aletheuein en agape (Ef 4,15). El problema de la realización de la verdad se ve entonces liberado de la tentación de dominar al prójimo. Aparece el papel cristiano fundamental de la diaconía, que sólo pretende servir al hermano. Reconoce el derecho humano fundamental de la libertad de conciencia del otro y respeta lo que éste considera como verdad. Es claro que, según el evangelio, la actitud de tolerancia no supone renuncia al deseo de que el hermano llegue a compartir la propia riqueza dentro de la verdad.
3. La vida moderna, de hecho, disfruta de una tolerancia «civil» menos amplia que la expuesta. Junto con las libertades políticas, otorga a todos y cada uno de los grupos espirituales y religiosos el derecho a profesar abiertamente su creencia y a hacer propaganda del propio programa. Pero esta pluralidad ilimitada lleva en sí el germen de la tolerancia dogmática y, con ella, la destrucción del concepto de verdad. En la época más reciente este proceso de confusión ha llegado hasta el caos y, con él, la consiguiente anemia espiritual.
4. La moderna tolerancia religiosa encontró su primera formulación legal en América, país que carecía de tradición. La separación de Estado e Iglesia, establecida por la Constitución de 1791, no coincide realmente con el ideal de la Iglesia, ya que, donde esa separación existe, el Estado no puede conseguir más que imperfectamente el objetivo marcado por Dios, y la Iglesia -es decir, la jerarquía y los laicos- carece de plenas posibilidades para el ejercicio de su misión divina o, al menos, se puede ver más fácilmente desprovista de ellas. En todo caso una separación neta de las dos esferas debería dar a la Iglesia (tanto al clero como a los laicos) nO sólo la posibilidad de ejercer el ministerio pastoral en el reducido marco del templo y sus dependencias, sino también el derecho a intervenir activamente, desde una perspectiva espiritual y a partir de la revelación, tanto en la política como en toda la vida cultural, como claramente advierten la encíclica Immortale Dei, de León XIII, en 1885, y otras manifestaciones de sus sucesores.
Pero esta separación puede también constituir una ventaja. Bajo su influencia la Iglesia católica adquirió en los Estados Unidos un auge inesperado, si bien de matiz peculiar. Evitó cruentas guerras religiosas manteniendo una coexistencia tranquila y pacífica y, con ella, un próspero crecimiento de la Iglesia. En Francia la separación inicialmente hostil a la Iglesia (1905, § 125) permitió en época más reciente un nuevo florecimiento eclesiástico-religioso.
Notas
[4] Lo expresó clásicamente y con gran audacia san Agustín: «Lo que ahora se denomina religión cristiana ya existía entre los antiguos y nunca faltó desde el comienzo del género humano, hasta la llegada de Cristo en la carne, a partir del cual comenzó a llamarse cristiana la religión que ya existía desde el principio» (Retractationes, lib. I, cap. XIII: ML 32,603).
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