conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » §109.- Situacion Historica de la Iglesia y Su Actividad a lo Largo de los Siglos XIX y Xx

I.- Evolucion Intelectual y Social

1. Un primer punto de referencia nos viene dado por la complejidad de los acontecimientos (§ 73, I). Esta época carece por completo de unidad sustancial y profunda.

Antes de la Revolución francesa la divergencia de las corrientes ideológicas estaba casi completamente camuflada. A pesar de los radicalismos mencionados, la ideología dominante durante el siglo XVIII era todavía muy unitaria. Los europeos, como hemos visto, permanecían bastante unidos en torno a tres temas: «Dios», la «virtud» y el «más allá». En el siglo XIX, en cambio, esta ideología unitaria no existe, fuera de la Iglesia, más que en una medida muy reducida. La razón es obvia: el siglo XIX lleva a su forma extrema las actitudes fundamentales de la Edad Moderna. Sus movimientos (especialmente a partir de 1850) muestran un radicalismo ideológico de que carecían los similares o iguales de los siglos anteriores. Las ideas disolventes, en gran parte recibidas del pasado, son ahora llevadas a sus últimas consecuencias. El siglo XIX es heredero de una múltiple labor disgregadora que había durado más de cuatro siglos y es, sobre todo, albacea de la Ilustración y de la Revolución francesa. Por otra parte, estos dos acontecimientos, así como la secularización, que comienza en Alemania en 1803 y termina en el aspecto político, aunque no en el cultural y espiritual, con la destrucción de los Estados eclesiásticos en 1870, separan teórica y prácticamente al siglo XIX del pasado. En el terreno eclesiástico esta separación constituye un hecho especialmente claro. Tengamos en cuenta la precaria situación en que se encuentran por los años 1860 y 1870 las Ordenes religiosas, que constituyen un factor primordial para la vida de la Iglesia. La mayor parte de los conventos, incluso en los países católicos, desaparecieron por obra de la secularización. Únicamente en Baviera intentó Luis I reconstruir las abadías benedictinas, y llegó incluso a fundar una nueva en su ciudad residencial (San Bonifacio)[2]. El pasado radicaba en un noventa por ciento en un pasado eclesiástico, que, mientras siguió influyendo de un modo visible en las manifestaciones religiosas y sociales del pueblo, la influencia de las ideas revolucionarias fue limitada. Pero ahora, poco a poco, habían desaparecido los obstáculos que se oponían al individualismo y al subjetivismo. Todas las formas del objetivismo y de lo objetivo fueron destruidas. No solamente los dogmas cristianos fueron puestos en cuestión, sino la propia autoridad externa, al igual que la objetividad del mundo, y las leyes universalmente válidas del pensar y del obrar, a las que se sentía ligado el entendimiento.

2. El subjetivismo degeneró en escepticismo o, más concretamente, en relativismo, en la convicción o incluso en el mero sentimiento de que nada es seguro y siempre válido, de que se puede defender cualquier opinión, por extraña y radical que sea, lo mismo en el arte que en la economía, la filosofía, la ciencia o la religión. En vez de sacar del progreso de los estudios históricos el sentido de la tradición, no se ve, con una miopía racionalista y unilateral, más que un cambio de soluciones, la falta de una consistencia firme. Este relativismo, creciente con el paso de los decenios, modificó en una medida terrible la imagen de toda la existencia espiritual del hombre. Fue y sigue siendo el más grande proceso de descomposición interna que ha experimentado la humanidad desde que la conocemos por la historia. Cada uno comenzaba, por así decirlo, desde el principio, y el resultado lógico era un caos inconmensurable de opiniones, sistemas y tendencias en todos los campos de la vida práctica, intelectual y artística. El sistema del «como si» (Vaihinger), que significa una terrible incomprensión para lo real, para lo simplemente existente, era y sigue siendo el resultado final de esa «búsqueda» y esa prueba, que habían perdido todo su sentido.

La función propiamente religiosa y, por lo mismo, la función histórico-eclesiástica de esta evolución, en sentido estricto, se va cumpliendo mediante una considerable reducción de la fe y de la moral, que se manifiesta en la progresiva mundanización, que lo va abarcando todo. Cada vez un mayor número de personas cifra el sentido de la vida en el placer; en el nivel más elevado, no es el servicio, sino el beneficio. En nuestros días ha adquirido peligrosas dimensiones la decadencia de la conciencia del deber, conciencia que debe sustentar la vida entera.

3. a) En el campo social esta época se caracteriza, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, por la aparición del «cuarto Estado» y su miseria (el proletariado). De la idea democrática se pasa a la idea socialista. Como su antagonista, el nacionalismo, también el socialismo se extiende a todo el mundo, de tal forma que llega a condicionar el cuadro cultural completo de la época.

b) La índole y el crecimiento del socialismo están fuertemente vinculados a la economía moderna (el capitalismo y la industrialización) y a los especiales problemas que plantean las grandes ciudades[3] o las ciudades industriales, en las que crecen vertiginosamente sus suburbios miserables, con falta de espacio y con un ambiente radicalmente extraño a la fe, a la oración, a la Iglesia, en cuya realidad tienen igualmente culpa los propios cristianos. Las consecuencias y repercusiones de todo ello se irán agudizando por la falta de una legislación social que proteja a los económicamente débiles, que no aparecerá hasta finales de siglo. Los elementos más importantes que gravitan sobre este gigantesco problema son los siguientes:

1) El maquinismo hace que el trabajador se vea condenado a una actividad embrutecedora, desprovisto de todo tipo de creatividad y, por tanto, sin la más mínima, o muy escasa, satisfacción en el trabajo. La lucha por la existencia material se va endureciendo cada vez más, dejando muy poco espacio que permita valorar como tal la prestación del trabajo[4] y el mundo de la fe, la redención y el amor, aumentando, en cambio, las tensiones que favorecen el odio y la amargura.

2) La destrucción de la tradición. El hecho de que decenas y centenares de miles de hombres se encuentren de repente amontonados en un mismo lugar, en un «espacio» relativamente estrecho, sin ser dueños del suelo que pisan y careciendo de todo vínculo con las generaciones pasadas, hace surgir necesariamente masas sin tradición y sin internos lazos vinculantes. «Sin tradición» quiere decir en este caso: sin relación con los poderes del orden y de la autoridad y, por tanto, con el cristianismo, con la Iglesia, con la religión, con el Estado.

3) La despersonalización del trabajo humano y su desvinculación de la naturaleza.

4) Ausencia acusada del espíritu cristiano del amor al prójimo e incomprensión tanto respecto de las indigencias corporales y espirituales del «proletariado» como de los más elementales principios de justicia social en las clases poseedoras.

5) El hecho de que, fatalmente, la Iglesia cayó muy tarde en la cuenta de la cuestión social (después de Marx y de Engels) y que luego realizó sólo a medias las vehementes exhortaciones hechas por grandes figuras (Ketteler y León XIII entre los católicos; Wichern y Stöcker en la Iglesia evangélica). La cristiandad del siglo XIX cumplió muy deficientemente sus deberes sociales y por esta razón es también culpable de la apostasía de la clase trabajadora, buena parte de la cual pasó a las filas del bolchevismo, fundamentalmente ateo.

4. Las líneas de este cuadro no parecen ser completas. A principios del siglo XIX se encuentra el romanticismo, consciente del valor de la tradición. Y, sobre todo, el ideal comunitario del socialismo parece contrarrestar el dominio del subjetivismo. Es cierto que en todo esto se encuentran reacciones muy significativas y aun puntos de arranque nuevos. Pero en el siglo XIX estos movimientos no poseen todavía fuerza suficiente para desviar de su camino el desarrollo expuesto de la época.

Por lo que se refiere al romanticismo, su nostalgia por las fuerzas y estructuras objetivas de la Edad Media estuvo sostenida por tendencias completamente subjetivas y sentimentales. Por otra parte, el socialismo del siglo XIX (al menos el socialismo del continente), con su radical negación de toda autoridad superior, se basa en la tendencia subjetivista del individuo y de una clase social en particular. El siglo XIX es la época del subjetivismo incluso en el campo político. Las excepciones son sólo aparentes. El mismo estado reaccionario de Prusia y la Austria de Metternich son resultado del absolutismo ilustrado, cuya esencia ya se había revelado en el «subjetivismo despótico» de Napoleón. Y aunque en la «Restauración» (1815-1830-1848) influyeron ideas más universales y objetivas (por ejemplo, en la Santa Alianza), tales ideas no pueden juzgarse representativas de la época. Fueron simplemente un intento, a menudo de carácter eminentemente subjetivo y egoísta, de frenar la evolución individualista liberal en el campo político. Un ejemplo de estos intereses egoístas es la intervención de la Santa Alianza en favor de los monarcas ibéricos e italianos en el primer tercio del siglo. Este objetivo no se alcanzó. El verdadero proceso evolucionó, como es sabido, hasta llegar, a través de esta reacción y de las etapas de 1830 y 1848, al moderno Estado constitucional y a su parlamentarismo liberal. Por otra parte, en este Estado se inició ya una evolución hacia el nacionalismo moderno del Estado popular y cultural. Su objetivo consistió en el desarrollo autónomo de todas las fuerzas internas y de la fisonomía étnica de la nación y en conservar firmemente ese carácter frente a todos los demás Estados para asegurar su papel en el mundo y garantizar para el futuro sus intereses económicos, expresión suprema del individualismo como «personalidad popular».

5. Este particularismo nacional sólo fue superado superficialmente por las grandes relaciones internacionales, fuesen diplomáticas o culturales, que trajeron consigo al final del siglo las comunicaciones, el comercio, el telégrafo, los congresos mundiales de ciencia y de economía, de las misiones y del socialismo, y el intercambio de cultura, costumbres y bienes de consumo, provocado por los nuevos imperios mundiales. Todas estas conexiones tuvieron y tienen enorme importancia desde múltiples aspectos, pero, o bien fueron y siguen siendo expresiones del particularismo nacional (mejor dicho, nacionalista) que se repartió el mundo, o no han tenido importancia alguna en la configuración real de la época. Al enfrentarse con la primera prueba, todo este comunitarismo se desmoronó, como pudimos observar, al iniciarse la Primera Guerra Mundial (1914-1918), por no existir una verdadera comunión cristiana y católica entre los dos frentes en lucha. El fenómeno se repitió pocos años después con ocasión de la Segunda Guerra Mundial (cf. § 125, 12). El nacionalsocialismo, el estalinismo y el comunismo chino son pruebas todavía más espeluznantes de lo dicho. En este confuso período de nacionalismo los pueblos «jóvenes» africanos y del Tercer Mundo dan la impresión de sufrir un retroceso.

Notas

[2] Todos los conventos fueron obligados a fundar y mantener escuelas.

[3] La gran ciudad reúne a cientos de miles de hombres en un territorio en el que desde hace siglos había apenas algunos miles o decenas de miles.

[4] La única cuestión que puede plantearse es tan sólo la cuestión del salario.

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