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§110.- La Restauracion Politico-Eclesiastica en Francia
1. El resultado de la Ilustración, la revolución y la secularización en Francia había supuesto un grave debilitamiento de la vida religiosa y la casi completa destrucción de la organización eclesiástica.
El panorama no podía ser más desolador: sedes episcopales huérfanas o provistas por obispos ilegítimos, parroquias vacantes, falta de unión entre el pastor y las ovejas, falta de atención pastoral al pueblo, desorden en múltiples campos, inseguridad interna.
La tarea más urgente de la época era la restauración religiosa. Pero, sin contar con la base de una buena organización eclesiástica, las perspectivas eran escasas. El cambio interno de la situación espiritual descrito (§ 109) no podía propagarse ampliamente sin esta organización; las células aisladas no podían llegar a constituir un organismo.
2. Fue mérito del destructor de los Estados de la Iglesia, el primer cónsul, Bonaparte (1769-1821), haber ofrecido su ayuda para la creación de esas bases.
Napoleón Bonaparte no era un hombre de fe cristiana sólida ni sentía la menor atracción por la Iglesia. Al contrario: como defensor de la Ilustración, era completamente relativista en materia religiosa y galicano en cuestiones político-eclesiásticas, y, por lo mismo, defensor acérrimo de la omnipotencia del Estado. Pero poseía, a la vez, una buena dosis de realismo político. Al advertir que el ordenamiento eclesiástico y la piedad eran necesarios para el bien del Estado francés, comenzó a adoptar una postura netamente favorable, prestando su apoyo decidido.
3. Por eso, aunque los motivos que le llevaban a adoptar esta actitud no eran de una gran calidad cristiana e incluso encerraban graves peligros para la Iglesia, Bonaparte estableció relaciones con el nuevo papa Pío VII (1800-1823), que llevaron al famoso Concordato del 15 de julio de 1801 (que se mantuvo vigente hasta la separación de la Iglesia y el Estado en Francia el año 1905).
Se produce este hecho significativamente al comienzo del siglo XIX, un siglo que en ciertos aspectos había de convertirse en el «siglo de los concordatos». En este solo acontecimiento se manifiesta ya el gran cambio que distingue al siglo XIX del anterior: el papado, el hasta entonces ignorado centro «extranjero» de la Iglesia, vuelve a ser una realidad con la que hay que contar: «Trate usted al papa como si tratase con una potencia que tiene tras de sí 200.000 bayonetas» (Bonaparte a su delegado en Roma).
4. Enumeraremos algunos puntos del contenido del Concordato: se reconoce a la religión católica como confesión de la «gran mayoría» del pueblo francés y, dentro de las normas policiales vigentes, se permite libremente el culto público. Se procederá a una nueva delimitación de las diócesis (sesenta, de ellas diez arzobispados), que habrán de ser nuevamente provistas (los límites de las diócesis fueron fijados definitivamente por la Bula de circunscripción de 1802). El nombramiento era competencia de Napoleón, a quien los obispos debían jurar fidelidad, y la provisión canónica competencia del papa. El nombramiento de los párrocos requería la previa aprobación estatal. En relación con el patrimonio eclesiástico enajenado, se reconoce el hecho de la secularización, y por parte del Estado se promete al clero un estipendio adecuado.
5. Ni Bonaparte ni los cuerpos legislativos franceses se contentaron con los grandes privilegios conseguidos por el Estado. Lo que se pretendía era un galicanismo pleno. Expresión de estas pretensiones fueron los famosos Artículos orgánicos, que Napoleón añadió por su cuenta al texto del Concordato (8 de abril de 1802). Tales «artículos» dejaban a la Iglesia de Francia completamente cerrada al exterior (la publicación de los documentos pontificios requería la aprobación previa del Gobierno), mientras en el interior quedaba completamente a merced del Estado. Hasta los profesores de teología se veían obligados a aceptar los cuatro artículos, tristemente célebres, de 1682 (§ 100). Revivía la teoría conciliarista, perfectamente explicable dentro de un galicanismo encarnado en el absolutismo de las iglesias nacionales del Estado.
6. Tales ideas se manifestarán poco después con una brutalidad increíble, tal como hasta ahora sólo se había visto en la lucha de Felipe IV contra Bonifacio VIII (1303). El papa se vio obligado a coronar emperador a Napoleón[1] (1804) sin recibir nada a cambio. Cuando el papa comenzó a ofrecer resistencia a las injerencias intraeclesiásticas de Napoleón, no autorizando su divorcio de Josefina y oponiéndose a participar en la guerra contra Inglaterra, el emperador se apoderó de los Estados de la Iglesia (1809), poco después de la bula que excomulgaba a todos los «usurpadores de los Estados de la Iglesia»; hizo prisionero más tarde al papa, intentó obligar a los cardenales a que se sometiesen a su voluntad, teniendo éxito con algunos. En 1810 declaró los cuatro artículos galicanos como ley imperial y reunió un concilio nacional francés, hizo trasladar a Francia, a Fontainebleau, a través de los Alpes, al papa enfermo (1812) y le acosó de un modo mezquino, molesto y agotador. Aparentemente el éxito estuvo de parte del violento y desconsiderado Napoleón, quien forzó la firma de un nuevo Concordato (1813), en el que no sólo se entregaban a Napoleón la iglesia de Francia y los Estados Pontificios, sino que, además, el papa tenía que acceder a que las autoridades de la curia se trasladasen al lugar donde residiese Napoleón. En resumen: este Concordato significaba nada menos que un nuevo Aviñón, todavía más duro que el anterior. Pío VII revocó aquel mismo año su aprobación a este segundo Concordato, que la caída de Napoleón impidió, por otra parte, que surtiese efectos en la práctica. Con su falta total de consideración y de mesura, el comportamiento de Napoleón sólo contribuyó en sentido favorable al papado. Pío VII se convirtió en el mártir heroico y el vencedor moral del que había dominado y hecho temblar al mundo. Entre todos los pueblos y soberanos de la época, el papa adquirió un extraordinario prestigio, factor importantísimo del nuevo desarrollo de la conciencia católica y del prestigio de la Iglesia durante los primeros decenios del siglo XIX.
7. Desgraciadamente el estatalismo eclesiástico, que tan violentamente se había manifestado en Francia, se convirtió, tras la caída de Napoleón, en modelo del resto de Europa. En el Congreso de Viena (1814-1815) y en la publicación de una serie de concordatos (Baviera; los gobiernos de la «provincia eclesiástica del alto Rin», instituida por la Santa Sede en 1821, con la «Pragmática eclesiástica»; cf. § 111) se actuó de acuerdo con este espíritu y siguiendo este mismo método. No obstante, el Concordato francés favoreció finalmente a la Iglesia y constituyó una verdadera encrucijada para la evolución de la historia de la Iglesia en Francia, tanto en el aspecto positivo como en el negativo. Puntos favorables: a) la Iglesia de Francia volvió a existir de nuevo; b) el artículo tercero determinaba que todos los obispos existentes en el país (había 131, de ellos 81 habían sido expulsados por la revolución) debían dimitir; si se resistían, el nombramiento del nuevo obispo debería realizarse sin tener en cuenta esa resistencia. La protesta de un pequeño número de obispos (petite église) se fue extinguiendo sin conseguir eco. La nueva regulación (art. 2), realizada con plena autonomía por Roma, de los límites de las diócesis de un gran país que poseía una antiquísima tradición independiente y la pretensión de obligar a todo el episcopado del país a renunciar a su cargo sin mediar antes un proceso canónico, es decir, «la supresión centralista de toda la jerarquía francesa y la implantación de una jerarquía totalmente nueva», dentro de la cual Roma llegó a aceptar incluso doce obispos cismáticos, era un hecho que carecía de precedentes en la historia (Hergenröther). En tal aspecto este Concordato da carácter a todo este siglo, en el cual el sistema pontificio había de llegar a su plenitud en la dirección definida por el Vaticano I. También en esto, aunque sin pretenderlo, la gigantesca destrucción de la Iglesia llevada a cabo por la revolución y por las iglesias nacionales condujo al final a la unidad de la Iglesia.
Por encima de este tan sustancial beneficio no sería legítimo olvidar el procedimiento seguido con la jerarquía francesa, procedimiento revolucionario en el sentido histórico y de graves consecuencias para la misma jerarquía e incluso para la validez del episcopado en general. Nos encontramos en un momento de cambio radical y violento dentro de la misma Iglesia, un cambio realmente histórico. El galicanismo eclesiástico propiamente dicho quedó mortalmente tocado en virtud de las medidas típicamente galicanas de Napoleón y en el camino del absoluto centralismo papal del Vaticano I, quedando así establecido un jalón importante para el futuro.
8. La retribución del clero por el Estado era algo completamente nuevo. Por medio de los concordatos que se firmaron más tarde con Alemania, esa retribución se convirtió en un elemento importante de la historia de la Iglesia en la Edad Moderna. De hecho, esta retribución estatal hizo que el clero viniese a depender nuevamente del Estado. Pero en las repetidas crisis del siglo XIX el clero salió airoso de la dura prueba que esto suponía. El principal motivo debemos buscarlo en la creciente concentración de todas las fuerzas eclesiásticas en Roma y en el afianzamiento de esta dirección central, en la progresiva separación de las dos entidades Iglesia y Estado y en la concepción cada vez más religiosa de la Iglesia y de su gobierno. La fidelidad del clero a los principios fundamentales de la Iglesia frente a las crecientes fuerzas centrífugas de los Estados nacionales constituye una apología del creciente centralismo eclesiástico. En la exposición ulterior de la historia de la Iglesia durante los siglos XIX y XX tendremos noticia de las múltiples y decisivas medidas tomadas por este centralismo eclesiástico para robustecer la vida de la Iglesia.
Por otra parte, el centralismo solo no constituye la plenitud de la Iglesia. De hecho, el centralismo hizo retroceder ciertas energías eclesiales de la periferia, que luego se volvieron a reactivar poderosamente por obra de Juan XXIII y del Vaticano II. Sólo una concepción puramente pragmática de la vida de la Iglesia se atrevería a ignorar lo dicho y a negar tanto la «necesidad» histórica como la fecundidad teológica de este desarrollo que llevó al centralismo pontificio.
Notas
[1] En esta ceremonia estaba presente entre los altos funcionarios del Estado el antiguo obispo Talleyrand, que se había secularizado y había contraído matrimonio sin dispensa. Talleyrand fue presentado al Pontífice.
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