conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo segundo.- Lineas Definitivas de la Estructuracion de la Iglesia » §115.- Las Iglesias Estatales y el Liberalismo en Alemania

I.- Situacion de la Epoca

A pesar de los indicios mencionados de una transformación espiritual y político-eclesiástica, en el primer cuarto de siglo la Iglesia católica de Alemania parecía a los ojos de no pocos observadores una ruina de la que sólo cabía esperar su desmoronamiento total[14].

1. Lo esencial en la vida de la Iglesia, es decir, la vida sobrenatural a partir de la fe, no es susceptible muchas veces de ser constatada como un hecho. Por otra parte, el historiador tiene que remitirse necesariamente a declaraciones formuladas. Teniendo en cuenta estos dos aspectos, hemos de conceder que las manifestaciones de la vida de la Iglesia en aquella época fueron muy pobres en comparación con la constante y ascendente pujanza de las iniciativas y estímulos procedentes de los Estados y de la vida general de la cultura y del espíritu. Para tener una visión correcta de la situación histórica y valorar adecuadamente sus funciones es preciso examinar conjuntamente tanto los aspectos positivos como las deficiencias.

Ya en 1848 encontramos una situación muy cambiada. El catolicismo de Alemania tiene vida y se da cuenta de que se halla en los umbrales de una nueva época. Y, por último, a final del siglo, desde los años ochenta nos encontramos con el catolicismo político-social, que se dispone a hacer nuevamente de la vida católica un fenómeno del mismo rango que todas las demás fuerzas de la vida pública. El catolicismo social lo conseguirá en gran parte profundizando en la sustancia religiosa.

2. ¿Dónde están las raíces de esta transformación?

a) En primer lugar hemos de guardarnos de aislar demasiado unos de otros los episodios y diversas etapas de esta transformación. El proceso de que aquí tratamos constituye una unidad con múltiples formas, crece lentamente a partir de fuentes muy diversas, con ritmos diferentes y no sin momentos de cansancio, a lo largo de un siglo entero. Es necesario considerar y comprender este proceso como una totalidad si se quiere penetrar en sus fuerzas fundamentales.

b) Junto a la idea nacional, hay también otro factor que domina todo el siglo XIX: la idea democrática que se va desarrollando y acaba triunfando. En su encuentro con la religión católica, esta idea democrática contribuyó en Alemania a robustecer la conciencia y el concepto de «pueblo católico», llegando a ser una de las raíces más fuertes de las que había de brotar el catolicismo alemán moderno, la Alemania católica. Los dos actos principales -e impresionantes- del drama (los disturbios de Colonia en los años treinta y el Kulturkampf en los años setenta) lo atestiguan fehacientemente. A cada ataque contra el catolicismo responde un rechazo vigoroso, que convierte la pérdida en ganancia. En ambos casos se trata de intromisiones a) de la iglesia estatal; b) del liberalismo, en la libertad de la Iglesia católica. En ambos casos la fuerza eclesiástica más importante es esa sintonía sorprendente entre el pontificado y el pueblo católico (en parte por encima del episcopado). Esta sintonía la conocíamos ya desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.

c) Una dificultad considerable a la hora de inventariar los hechos y de valorarlos es la multiplicidad de significados de la palabra «liberalismo». En las páginas siguientes la entendemos como exageración unilateral y, por tanto, inaceptable de la actitud irrenunciable expresada por la palabra «liberal», es decir, «libre», libertad de espíritu, ausencia de ataduras, como se entendió a partir del siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, en sentido anticristiano y anticlerical.

Faltaríamos a la objetividad si olvidáramos que en el siglo XIX se dio también un catolicismo liberal completamente fiel a la Iglesia. No se puede, con todo, asegurar que los grupos dirigentes de la Iglesia tuvieran celo suficiente ni especial para reconocer la justa función que esa actitud liberal podía tener dentro de la Iglesia.

3. En el fondo se trataba ni más ni menos que de la admisibilidad y el reconocimiento del pensamiento y la acción católica en el mundo moderno. La cultura moderna negó al catolicismo el derecho a existir dentro de su esfera e intentó convertir el deseo en realidad valiéndose del poder político. Ahora bien, el gran lema del liberalismo había sido siempre libertad de pensamiento y libertad de conciencia. ¿En virtud de qué razones podía negar a los católicos su libertad? Eran cuatro los motivos: a) filosófico; b) confesional; c) psicológico; d) histórico.

a) El motivo filosófico radica en la diversa concepción de la libertad: libertinaje subjetivista frente a convicción que libremente se somete a una autoridad. No se concibe una autoridad vinculante en el terreno de la conciencia y hasta en el religioso (por eso se opone también al protestantismo, ligado a un credo). En la obediencia religiosa ve el liberalismo únicamente oscurantismo esclavizador, dominio clerical e hipocresía. Aunque tal actitud sea lamentablemente estrecha, no hay que olvidar, como factor importante de la vida de esa época, que no pocos, por lo demás personas intachables, combatieron al catolicismo desde tal postura hasta comienzos del siglo XX e incluso hasta nuestros días. En innumerables ocasiones pudieron comprobar con sorpresa el infantilismo y la inconsciencia con que habían tratado a la Iglesia. Lo cierto es que la incapacidad para comprender la realidad católica durante el siglo XIX causa estupefacción.

Pero también hay que expresar el mea culpa. Esa sumisión de conciencia, tal como la exigen el evangelio y la Iglesia, necesita, para ser algo vivificador y convincente, ir unida a la libertad cristiana, sin la fosilización de las obras de la ley. En este punto nosotros los católicos hemos faltado con frecuencia.

b) Un motivo confesional es la renovada aversión del protestantismo hacia el catolicismo.

Por su misma naturaleza, el espíritu «interconfesional» de la época romántica sólo en algunas personalidades aisladas de gran altura espiritual o en pequeños círculos podía ser auténtico sin que degenerase en confusionismo. A partir del gran jubileo de la Reforma, celebrado en 1817, y del resurgimiento del protestantismo (tanto del protestantismo dogmático como, sobre todo, del protestantismo liberal), aparece de nuevo, más fuerte que antes, el antagonismo entre las confesiones.

Por el lado católico, Baviera es, en parte, culpable de este endurecimiento. En el «Walhalla» de Ratisbona, consagrado a las grandes figuras de Alemania (1842), no fue colocado el busto de Lutero. Una real orden de 1838 mandaba a todos los soldados (y, por tanto, también a los protestantes) que en las procesiones rindieran honores al Santísimo Sacramento rodilla en tierra (hasta el mismo Döllinger apoyó esta medida). Por su parte, Federico Guillermo III ordenó a sus soldados católicos que asistieran al culto protestante una vez al mes. Al final del siglo las victorias de la Prusia protestante (1866) y la coronación final de la unidad alemana en un imperio «protestante» trabajaban en esa misma dirección. El mismo resultado obtuvo la actitud político-eclesiástica de la católica Baviera. Luis I, rey positivamente católico (1825-1848, discípulo de Sailer, protector de Görres, Döllinger y Möhler), se había ido abriendo progresivamente a la iglesia estatal de la Ilustración. Tras su abdicación (a causa del affaire Lola Montes), Baviera quedó bajo el gobierno del ministro Lutz (desde 1848), cayendo en la corriente del liberalismo y haciendo suyos los objetivos anticatólicos.

c) La razón de tipo psicológico general es la antipatía realmente mezquina y estrecha que los hombres no religiosos sienten hacia la religión y, más en concreto, contra la Iglesia, tendencia que llega a veces hasta el odio.

El hombre de mentalidad normal se resiste a afirmar que exista ese odio instintivo. La palabra de la Biblia nos prepara y nos advierte sobre el particular: «Si a mí me han odiado, os odiarán a vosotros» (Jn 15,18ss). Se trata de una frase cargada de misterio. Lo que aquí se llama odio no se manifiesta siempre históricamente revestido de ese impulso que habitualmente calificamos de odio; a menudo consiste en una oposición interna tenaz y obstinada a la religión, a Cristo y a la Iglesia, a los sacerdotes. Una consideración de la historia libre de prejuicios nos lleva a afirmar con abrumadora certeza que la existencia de este odio, bien en su forma impulsiva, bien en su forma objetiva y tenaz, constituye una fuerza fundamental del desarrollo de la historia también durante el siglo XIX (aunque no debemos olvidar tampoco la parte de culpa que corresponde a la jerarquía por su estrecha unión a la Restauración). En los movimientos de que a continuación vamos a tratar este odio se manifiesta sobre todo en un segundo momento. La injerencia de círculos incrédulos y materialistas antes, en y después del Kulturkampf, más aún, la misma manera como se impuso la ley contra los jesuitas dentro y fuera de la Dieta Imperial[15] son prueba suficiente de lo que decimos. Es necesario subrayar fuertemente esta actitud de odio casi patológico si no queremos encontrarnos completamente desorientados ante muchos acontecimientos del Kulturkampf. Sólo este odio, unido a la incapacidad de amplios círculos del protestantismo de entonces para comprender de alguna forma la vida católica, y la desconfianza innata a los fantasmas de los conventos, los votos y los frailes, y ahora, por si fuera poco, a la infalibilidad pontificia, explican el éxito que tuvieron en épocas completamente tranquilas los salvajes rumores acerca de las supuestas conjuras de los católicos contra el Estado, que justamente ellos habían contribuido a erigir con su propia sangre. No debemos olvidar que la secularización y los acontecimientos siguientes colocaron a los católicos casi necesariamente al margen de la vida política y cultural. Pero precisamente ellos resistieron en gran parte esa prueba. No siempre se habían reconocido ni favorecido suficientemente las nuevas posibilidades de la Iglesia y los nuevos deberes de ésta frente al Estado y frente a todo el pueblo.

d) Razón histórica de la intolerancia del liberalismo: el siglo XIX es un siglo lleno de fe en el progreso de la ciencia y también de experiencia efectiva en sus conquistas. Por ignorancia y timidez, muchos católicos y una buena parte de la Iglesia oficial adoptaron una postura pusilánime de oposición a este progreso, sin distinguir suficientemente lo real de las exageraciones. Semejante actitud supuso dificultades absurdas y enojosas a un hombre como J. H. Newman (§ 118) en su acercamiento a la Iglesia. Y además suscitó el escándalo general y justificado (o al menos dio pretexto para ello) de que especialmente el mundo culto se pusiera en contra de la Iglesia. La Iglesia -dice en muchos pasajes el cardenal Newman-, sin ceder nada en su pretensión de verdad, hubiera podido mostrarse en una actitud más abierta. El problema es típico de toda la historia eclesiástica de la Edad Moderna. La deficiencia que acabamos de indicar se convirtió muy frecuentemente en una hipoteca para la causa de la Iglesia, hipoteca que hubiera podido evitarse por completo.

4. En el lado protestante la evolución seguida a lo largo del siglo XIX es en general inversa a la de los católicos. Se caracteriza por una gran acogida de toda la ciencia «moderna», es decir, de la ciencia crítica o «protestantismo cultural», tan fuertemente atacada por K. Barth y otros teólogos evangélicos, que, fuera del luteranismo confesional, constituyó una amenaza para el depósito de la revelación y en buena medida lo destruyó. La Iglesia católica supo evitar en todo lo fundamental ese peligro. Las luchas que en seguida vamos a describir dan prueba de que su fuerza estaba intacta en situaciones decisivas y que en circunstancias tan distintas fue capaz de volver a crear una expresión robusta.

Notas

[14] El arzobispo de Colonia, Geissel, expone esta idea de manera realmente conmovedora en una carta pastoral del 18 de enero de 1861 (en relación con los disturbios italianos de aquellos meses).

[15] Windthorst llegó a decir en la Dieta Imperial que la expulsión del país de aquellos jesuitas que durante la guerra del 70 habían puesto en peligro su vida por defender a la patria constituía una deshonra cultural de Alemania.

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