» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » Capitulo tercero.- Iglesia y Cultura Industrial Moderna » §116.- La Iglesia y la Civilizacion
I.- La Industrializacion
1. Con el comienzo de la edad contemporánea, hacia 1830 o 1850 aproximadamente, nos encontramos ante una situación histórica en la que se producen cambios en todos los ámbitos de la vida con una amplitud, una profundidad y una rapidez desconocidas hasta entonces.
Aunque ahora, en la segunda mitad del siglo XX, la vida de hace cien años nos parezca patriarcal, dotada de envidiable y pacífica seguridad, es entonces cuando se van asentando las fuerzas que han configurado nuestra actual situación. Si queremos comprender en toda su trascendencia las fuerzas que caracterizan esta segunda mitad del siglo XX, no podemos quedarnos en su aspecto puramente externo. Será preciso incluir en nuestra reflexión las consecuencias que ha ido trayendo el desarrollo posterior de los acontecimientos. Hoy podemos percibir fácilmente esas consecuencias.
Necesitamos ante todo contemplar como una unidad las fuerzas que hoy actúan y las de entonces, ya que de ellas procede la actual realidad. La multitud incalculable de los acontecimientos y la extensión del escenario en que se desarrollan encierra en sí el peligro de quedarse en la enumeración de una serie interminable de hechos. Para afrontarlo no nos queda más remedio que seguir el curso de los acontecimientos a lo largo de períodos de cien años, que, por su parte, nos obligan con frecuencia a volver sobre los mismos puntos fundamentales de partida. Las grandes figuras que nos irán saliendo al paso podrán servirnos de puntos necesarios de reposo.
2. Antes de proceder a fijar los rasgos que caracterizan un determinado período de tiempo debemos destacar aquel hecho que al principio podría parecer puramente artificial, pero que, sin embargo, modifica directa e indirectamente, y de forma tan inexorable como una ley de la naturaleza, nuestra existencia y las posibilidades de influir sobre ella y, por tanto, las posibilidades de anuncio de la fe y de la consiguiente reacción del hombre ante ella. Este hecho no es otro que el dominio de la cantidad en todos los órdenes de la vida. Nace poco a poco a mediados del siglo XIX y va adquiriendo constantemente una creciente aceleración que alcanza en nuestros días, en la segunda mitad del siglo XX, una velocidad vertiginosa, una velocidad que, por así decirlo, se adelanta a sí misma. El crecimiento y perfeccionamiento, antes insospechado, de las ilimitadas posibilidades técnicas de comunicación que nos ofrecen los mass-media, actuando por todo el globo bajo múltiples formas cada día y cada hora, han llegado a sobrecargar peligrosamente la receptividad anímica y espiritual del hombre. Las múltiples posibilidades de influir sobre «la humanidad», en constante crecimiento demográfico, favorece de hecho la superficialidad; el hombre masificado no es capaz de juzgar racionalmente el torrente avasallador de las ofertas ni de asimilarlas psicológicamente. El deseo de saber resulta cada vez menos profundo; el esfuerzo que exige es cada vez menos auténtico; el resultado, cada vez más efímero. La cantidad constituye, con raras excepciones, una amenaza contra la vida cultural y espiritual.
Conjurar este peligro, eliminarlo, es, por consiguiente, una tarea fundamental de todas las fuerzas del espíritu, y entre ellas, de la Iglesia.
La Iglesia tiene que llegar a las masas. Esto es evidente. Para ello necesita utilizar los medios de masas. Pero, por otra parte, ha de evitar el contribuir a una nueva masificación. Hay que interpelar al alma inmortal de cada hombre y, por tanto, hay que llegar al centro de la persona humana, creada a imagen de Dios, no a su estrato del «ello» (empleando el término usual), como intenta llegar la propaganda moderna. ¿Cómo se puede conseguir este objetivo? La pregunta comprende el problema decisivo que ahora se plantea: la posibilidad de acción sobre el hombre moderno por parte de la Iglesia
3. Característica fundamental de todo este desarrollo (al igual que el de la Edad Moderna en general, § 73) es la tendencia hacia la realidad empírica y hasta su descubrimiento: la observación exacta, la investigación y utilización del mundo, de la tierra que nos rodea y que está por encima, en y antes del hombre (prehistoria, historia primitiva). Fruto de este dominio del mundo es la ciencia y la técnica y, como praxis natural, la medicina. Desde finales del siglo XVIII empezamos a encontrar los nombres célebres de los inventores y descubridores de la física, la química, la astronomía, la zoología y la fisiología. El profundo cambio que hoy advertimos en el campo psíquico-intelectual es consecuencia de la aparición, por los años en que finaliza el Romanticismo, de las grandes figuras de las ciencias históricas[1]. Hacia 1830 podemos advertir ya la obra destructora, desde el punto de vista cristiano, de D. Fr. Strauss, Feuerbach y otros (§ 117).
4. La ciencia histórica en su modalidad moderna liberó al pasado de una existencia que juzgábamos estática y de una unidad preconcebida y cerrada, juzgándola de una riqueza insospechada de soluciones en todos los campos, y todo esto en proceso de continuo desarrollo. Se afianza y desarrolla con una aguda crítica y hasta con un criticismo exagerado, con una actitud en muchos aspectos escéptica ante el cuadro tradicional de la historia. Se vincula luego al historicismo filosófico, que viene en apoyo del escepticismo («todo está condicionado históricamente») y juega un papel de enorme importancia revolucionaria, especialmente en la investigación de la historia de la revelación. Con semejantes bases, el historicismo no deja títere con cabeza.
La consecuencia práctica de la ciencia natural es la técnica: la máquina, el vapor, la electricidad, el ferrocarril, la navegación marítima, el teléfono, el telégrafo, el gramófono, el cine, la radio, la televisión, el aeroplano, y a la vez el hecho tremendo de la desintegración del átomo (Otto Hahn), con sus incalculables posibilidades. Su repercusión amenazadora para el espíritu y el alma radica en definitiva en que el nuevo conocimiento científico-natural del mundo y el dominio que sobre él se ejerce llevan a muchos a una nueva mentalidad que una vez más considera como algo superado las actitudes religiosas fundamentales del pasado. La naturaleza ha llevado y lleva de hecho a muchos al naturalismo; el realismo les lleva al materialismo. La idea de que la cultura moderna es naturalista y materialista ha calado profundamente en amplios sectores.
5. La técnica,-es decir, la máquina- se ha apoderado completamente de la vida a través de la gran ciudad, que es en buena medida una de sus creaciones; en la gran ciudad el hombre vive constantemente en estrecho contacto con la técnica. Por eso mismo su pensamiento se llena preponderantemente de ideas vinculadas a la máquina, a la materia, a lo inventado y hecho por el hombre, a las cosas que él tiene a su disposición, al más acá. El hacinamiento, por sí mismo antinatural, de grandes masas humanas en un espacio pequeño, tanto en la vivienda como en el trabajo, desarraiga cada vez más al hombre, física y espiritualmente, de los fundamentos naturales de la existencia. Al desligar al hombre del suelo, de su suelo nativo, la fábrica y la gran ciudad reducen el bienestar natural y sencillo de la vida humana a un mínimo y, en cambio, aumentan forzosamente el ansia de sucedáneos, el ansia de placer, que, a su vez, incita al urbanismo y huida del campo. Muchas veces el espacio habitual de que dispone cada familia queda reducido a un mínimo insuficiente. Y su consecuencia es, una vez más, el peligro de contagio corporal y espiritual, la atrofia de la vida familiar, y, con ella, la destrucción de la tradición, es decir, del presupuesto para el crecimiento de una vida llena de valores y de anchos horizontes, cuya espera se basa en la esperanza.
En estos hacinamientos de masas humanas sometidas a condiciones artificiales de existencia, la vida está mucho más amenazada que antes. Se hace absolutamente necesaria la adopción de unas medidas de ayuda social por parte de la comunidad. Con estas prestaciones sociales del Estado, con los diferentes tipos de socorros mutuos creados por los mismos trabajadores en sus organizaciones y con el rendimiento creciente de la economía, el llamado nivel o standard de vida ha aumentado felizmente desde el siglo XIX. El proletariado de tiempos pasados ha desaparecido casi por completo en la mayor parte de países de Europa y en Norteamérica. Se manifiesta claramente un movimiento de ascenso social de la clase obrera.
6. Es evidente que esta transformación social, económica, intelectual y espiritual exige una renovación esencial, en todo el rigor de la expresión, de la tarea educativa de la catequesis cristiana. Es obvio que, si se pretendía obtener un resultado satisfactorio, se necesitaba una buena dosis de valor para romper las formas tradicionales y acomodarse al tiempo si se anhelaban resultados satisfactorios. Hay que admitir que los católicos no dedicaron energías suficientes para otorgar a la época un fondo cristiano. Una de las causas es ciertamente el retroceso, ya indicado a menudo, de las fuerzas económicas y culturales católicas. Pero también existió falta de responsabilidad y, en todo caso, falta de iniciativa.
a) Lo más importante en este punto es la secularización casi total del ambiente, que va adquiriendo dimensiones peligrosísimas. La fuerza de la fe, el sentido cristiano y eclesial van siendo cada vez más un rasgo propio de la minoría; se las concibe cada vez más acusadamente como elementos anacrónicos. La «opinión pública» está empapada de incredulidad. Las posibilidades pastorales de la Iglesia a finales del siglo XIX son muy precarias.
b) La dirección espiritual de los fieles, que siguen siendo católicos en el fondo, se ha ido haciendo cada vez más difícil. Además de la influencia persistente y negativa de ese ambiente mayoritariamente descreído, hay una serie de hechos que constituyen nuevos obstáculos. En las ciudades, que crecen de forma demasiado rápida, faltan iglesias. Las parroquias se hacen excesivamente grandes y el contacto personal entre párroco y comunidad es insuficiente. Esta situación es debida también al hecho de que los responsables de la pastoral descubren siempre con retraso la evolución y siguen viviendo con un celo excesivamente apegado a los hábitos rutinarios de los buenos y viejos tiempos de fe. Esto encierra en germen el problema ingente de la desvinculación de la Iglesia de amplios sectores de la población cristiana, consumada ya plenamente en muchos lugares.
Desde que se instituyó la Iglesia y comenzó a difundirse, las casas de Dios habían sido las células principales del crecimiento. También hoy lo siguen siendo, pues la vida de la Iglesia católica está esencialmente vinculada al mysterium de los sacramentos, especialmente a la misa y a la eucaristía. En los tiempos heroicos de la lucha contra la opresión estatal adquirió la predicación un magnífico impulso, del que todavía tendría mucho que aprender la generación actual; pero, en conjunto, la convicción de poseer la verdad impidió a no pocos predicadores penetrar con auténtica valentía en la nueva situación espiritual e intelectual del hombre moderno. Durante mucho tiempo se siguieron arrastrando las formas recargadas de la piedad del barroco y se echó en olvido la tarea de presentar de manera nueva las verdades antiguas al pueblo católico, menos influible que antes y más rodeado de dudas. Para ello era imprescindible inyectar nuevo entusiasmo, sobrio, sereno y crítico, y penetrar profundamente en el patrimonio de la revelación. La predicación, su mismo tono y lenguaje, se fue haciendo extraña y aburrida para el hombre, cuyo pensamiento está totalmente referido al mundo de lo tangible, de la máquina y que, además, se encuentra dominado por la amarga experiencia de la dura lucha por la existencia. El frecuente cambio de domicilio de grandes masas apiñadas reduce a menudo las posibilidades de ejercer con ellas una pastoral sistemática; con frecuencia toda la pastoral queda reducida a mínimos que sirven para muy poco.
7. Nos encontramos, por tanto, con tres factores concomitantes: a) auge económico y una efectiva mecanización y masificación de la vida; b) insuficiente labor pastoral; c) acción destructora del ambiente liberal, materialista e incrédulo (prensa y literatura). El resultado de todo esto es el descontento político, social y contra la Iglesia a la vez entre las capas más bajas del pueblo. El último de ellos va más allá del indiferentismo y llega al odio total hacia la religión y hacia la Iglesia. El terreno estaba preparado para que estallase la profunda revolución programada por la democracia socialista.
8. Este socialismo, falsificación unilateral de la realidad social, no llegó, pues, por sorpresa. Era la consecuencia de una previa evolución en el terreno económico, espiritual y religioso. El cuarto estado, indignamente oprimido, sacó las consecuencias de las doctrinas liberales y aplicó la fórmula liberal de la libertad ilimitada a las necesidades del proletariado. Con la libre competencia y la explotación brutal de la fuerza humana de trabajo, el liberalismo político y económico había pecado gravemente contra los derechos humanos fundamentales de la libertad, la justicia y la dignidad de la persona. La exigencia de la democracia socialista gritando mejores condiciones para los trabajadores estaba plenamente justificada; más aún, era una exigencia necesaria, en plena coincidencia con las ideas cristianas. Pero, en el socialismo «rojo», estas exigencias económicas iban unidas a una determinada concepción del mundo, es decir, al materialismo de una cultura meramente terrena (Carlos Marx, 1818-1883; Manifiesto Comunista, 1848; Federico Engels, 1820-1895). El comunismo de los primeros cristianos, centrado en el amor, se había convertido aquí en un comunismo ateo que implicaba exigencias y muchas veces odio. La base teórica del sistema era la concepción materialista de la historia, es decir, la creencia de que todos los movimientos de la humanidad, incluso los espirituales y religiosos, surgen de raíces económicas. El proceso económico, en el sentido de lo económico material, es la raíz última de todo acontecimiento. En este proceso es un elemento decisivo el trabajo manual (homo faber). «El trabajador» se convierte así en el protagonista de todo el desarrollo. Unidos, pueden los trabajadores derrocar el orden social existente. En lugar de Estados nacionales burgueses, con su religión, se ha de instaurar una comunidad internacional sin clases ni propiedad privada. Como reacción contra una explotación injusta del trabajador y de su obra por los dueños de las fábricas y el capital -cuya expresión más crasa era el «manchesterismo» inglés-, los principios socialistas eran comprensibles y estaban justificados. En la formulación extrema hecha por Marx y Engels nos encontramos ante una negación antinatural de las peculiaridades, creadas e impuestas por Dios como deber, de la realidad de las clases sociales, y ante una falsa solución del problema fundamental de la justicia social y la recta estima de los valores espirituales.
Notas
[1] Un ejemplo memorable: la colección Monumenta Germaniae historica, iniciada en 1819, a la que se añaden colecciones similares en todos los países próceres.
Del director
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