» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Las Iglesias Orientales » §124.- Caracteres y Valores Peculiares de la Ortodoxia
I.- Aspectos Fundamentales
1. Entre el catolicismo romano y el cristianismo ortodoxo existe no sólo múltiple afinidad, sino una comunión esencial. Ambas Iglesias mantienen el credo común cristiano de Nicea y Constantinopla y, en sus puntos fundamentales, lo interpretan de la misma manera: las Iglesias orientales sostienen que las fuentes de la revelación son la Sagrada Escritura y la tradición viva. La Iglesia es también para ellos la gran realidad salvífica: es la mediadora, la continuadora de la redención en la santificación de la humanidad. Las Iglesias orientales poseen la jerarquía estructurada en el sacerdocio sacramental y basada en la sucesión apostólica. Celebran la liturgia de la misa como sacrificio y viven de ella. Creen también en los siete sacramentos católicos. El culto de la Virgen María y de los santos constituye una parte esencial de su piedad. El monacato es para ellos una expresión muy importante de la vida cristiana en la Iglesia.
2. No obstante, las diferencias son muy considerables. Mencionemos las de mayor entidad: a) rechazo del filioque (cf. vol. I, §§ 26 y 45) y del primado del papa; b) la llamada «controversia de los ácimos» (utilización en la eucaristía de pan sin levadura por la Iglesia occidental desde el siglo VIII), que carece hoy de importancia.
a) En el Concilio unionista de Ferrara-Florencia mostró Roma que por parte latina el filioque no tenía tanta importancia como para constituir un factor de separación. Roma estaba dispuesta a reconocer la comunión eclesial con los griegos sin que éstos se vieran obligados a incluir en el Credo esa fórmula. Por otra parte, estaba esto en consonancia con el credo grabado en letras de plata por el papa León III en la antigua basílica de San Pedro en griego y latín, en el cual no figura el filioque[1]. La sabiduría de la Iglesia latina también procede de la plenitud del Espíritu Santo, al que se invoca en los momentos más importantes de la celebración eucarística y en la fórmula conclusiva de la mayor parte de las plegarias. Pero en la Iglesia oriental su eficacia salvífica destaca, por así decirlo, con un valor peculiar. Las Iglesias orientales acentúan el papel del Espíritu Santo, que es el principio vital de la Iglesia.
Por ello el problema de determinar si el Espíritu Santo procede también del Hijo tiene para la Iglesia oriental una carga significativa completamente distinta de la que cristianos occidentales estamos inclinados a admitir en un primer momento. Confesar que el Espíritu procede exclusivamente del Padre ha sido hasta ahora en las oraciones de la Iglesia oriental la expresión de un culto particularmente arraigado y completo hacia la tercera persona de la Santísima Trinidad.
Este aspecto se manifiesta claramente en la «epiclesis» de la misa y en la confirmación, entendida como complemento del bautismo. Las palabras de la institución eucarística de la Cena forman en la misa una unidad con la epiclesis que sigue y que las completa. Esta epiclesis invoca al Espíritu Santo sobre las santas ofrendas: «Envía tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre los dones presentes..., haz que este pan se convierta en el precioso cuerpo de tu Cristo». El renacimiento que se opera en el bautismo sólo se consuma mediante la consagración con el óleo santo[2], consagrado a su vez por el obispo. Esta consagración del bautizado con el óleo sigue inmediatamente al bautismo. Mediante ella el Espíritu Santo desciende sobre el bautizado, como descendió en el bautismo de Jesús. En esto radica la confirmación.
b) Los siete sacramentos[3] son concebidos, por su parte, como actos concretos en que se transmite la gracia, pero toda la acción sacramental se sitúa en una atmósfera global saturada del misterio de la redención.
Este mundo sacral del misterio redentor impregna también, aparte de la esfera sacramental en sentido estricto, la vida entera del creyente, como el culto a los santos y a los iconos y hasta a los ayunos bendecidos por la Iglesia. La realidad de la redención es precisamente un proceso completo a través del cual el creyente va penetrando constante y progresivamente en la divinización, que constituye el único objetivo de la redención. Este proceso se desarrolla a través del Espíritu Santo. De la celebración eucarística, como centro, irradia este contacto con lo divino a toda la vida cotidiana. La gracia fluye constantemente en el redimido al ser éste miembro del cuerpo de la Iglesia, del cuerpo del Señor; el cuerpo de la Iglesia es la continuación del proceso redentor en su obra santificadora[4].
c) Por lo que se refiere a la confesión, la Iglesia oriental subraya, es verdad, la intercesión y el aspecto declarativo con más énfasis que su autoridad judicial. Sin embargo, la concepción fundamental sigue siendo católica y común. El confesor pronuncia la siguiente frase: «... confiesa, para que recibas la absolución y quedes libre de las ataduras del pecado, puro y santo... por la gracia de Dios». «Escucha a través de la palabra del perdón que te ha sido dada por mí, hombre pecador[5]: ... Por eso, al quedar limpio no peques más».
d) La doctrina sobre los novísimos admite un estado intermedio anterior al último juicio universal; pero no menciona un lugar de sufrimiento. La Iglesia oriental rechaza, por ello, la doctrina sobre el purgatorio. Creen los orientales que quienes se han despedido de este mundo como creyentes quedan guardados en la cercanía de Dios, el cual puede ensalzarlos y elevar su vida. En este sentido, la Iglesia oriental reza por los difuntos y celebra la misa por los santos.
La bienaventuranza completa en el reino de Dios que ha de venir sólo se concederá a todos después del último día, celebrado el juicio universal. Por eso no tiene una doctrina sobre las indulgencias. No interviene con su poder de atar y desatar ni tampoco con su poder de intercesión en el estado que cada uno ha alcanzado en el más allá. Hay también diferencias por lo que respecta al sacramento del matrimonio. Se permite el divorcio por adulterio (Mt 5,32).
3. Peculiaridad formal. Lo que acabamos de decir nos indica que la diferencia entre las Iglesias orientales y las de Occidente radica más en una actitud básica formal que en artículos concretos del dogma. La diversidad verdadera y específica radica en el distinto carácter que tiene la Iglesia.
a) Reservándonos una posterior matización de los asertos, podemos formular ahora lo peculiar de las concepciones orientales en materia de redención, Iglesia, jerarquía y piedad de la siguiente manera: lo estrictamente jurídico les interesa poco y hasta les resulta extraño[6] demostrando menos interés por la definición conceptual de la teología y por su articulación precisa en un sistema. La realidad y la acción sacramentales no son objeto de un análisis minucioso y se conciben, como ya hemos indicado, dentro de un organismo de santificación y vinculados al correspondiente proceso salvífico. Su piedad y su concepción teológica tienen una dimensión orgánica, algo que los entrelaza y que expresa la unidad en la pluralidad: el sobórnost, la realidad colectiva de la redención (cf. § 124, II, 2).
En la conciencia de la Iglesia oriental no aparece tanto el individuo, pecador o santo, cuanto la humanidad redimida como un todo.
Puede decirse además que en la Iglesia oriental falta la afirmación abstracta. Al igual que su liturgia, también su confesión de fe tiene esa concreción religiosa, que constituye una de las peculiaridades de la palabra bíblica, que es religioso-profética, pneumático-carismática. Es todo un mundo de simbolismo, pero de tal forma que este simbolismo[7] no queda difuminado en el pensamiento, sino que, como ocurre con lo «sacramental», alcanza a la esfera de la realidad, es decir, al misterio mismo. Es, como dice Pabel, un realismo espiritual.
b) Supuesto previo de este tipo de pensamiento religioso es la falta del elemento jurídico como forma fundamental. Falta en la relación fundamental entre Dios y el hombre, en la doctrina de la redención y la reconciliación y, por lo mismo, también en la concepción de la autoridad de la Iglesia. El motivo general no es, como en Occidente, el problema de la justificación[8]. La relación Dios-hombre se funda en que éste ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y por la gracia es elevado a la santidad, a una divinización. El pecado original ha disminuido esta santidad, pero no la ha destruido. La purificación del pecado no es, pues, tanto una equiparación justificativa cuanto la restauración de la santidad. Dios es amor que regala más que justicia que exige[9].
Este pensamiento es central y prevalece sobre cualquier otra idea. El efecto del amor de Dios es la redención.
El señor del amor se expresa también bellamente en el perdón entre los hombres (el «domingo de la reconciliación», que se celebra antes de comenzar la Cuaresma). Este perdón se convierte en una realidad bendecida por la fe de la Iglesia y tiene una importancia superior a cualquier otra cosa parecida de la Iglesia occidental. La recíproca intercesión que borra los pecados y con ella el sufrimiento expiatorio de unos hombres por otros adquieren toda su eficacia con la fuerza de la comunidad de todos los que creen en Cristo y están dentro de la Iglesia mediante la liturgia, es decir, mediante el Señor resucitado qué viene a los suyos.
La autoridad del obispo sobre su grey o del patriarca sobre su Iglesia o sobre cualquier otra comunidad que le pertenezca muestra este mismo tinte de lo no jurídico. Naturalmente, el obispo tiene el poder y el deber de dirigir. Pero también este poder tiene sus raíces únicamente en el amor y ha de quedar limitado por el amor.
c) Bajo la impresión de estos aspectos se ha calificado al cristianismo oriental como «Iglesia joanea». Si esta designación queda aislada, encierra el peligro de una simplificación parcial o, más bien, oculta un aspecto esencial, ya que también en la Iglesia oriental hay elementos jurídicos. El confesor absuelve de los pecados en nombre de la Iglesia; la Iglesia habla con autoridad y separa de su cuerpo a los herejes. Y, sin embargo, este calificativo de «joanea», si lo entendemos como un distintivo de la Iglesia oriental, da en un núcleo justo. Realmente, esa Iglesia vive del amor, del esplendor y de la luz que emanan de ese amor, y de la realidad sacramental completa que enseña Juan en su evangelio y en sus cartas. La Iglesia oriental alaba esta realidad sacramental y confiesa que supone la divinización del hombre, de la humanidad y del cosmos, en el que penetra la Iglesia con Cristo.
d) La atmósfera de la Iglesia oriental se caracteriza también por el reflejo del esplendor divino, traído al mundo por la revelación y la redención. Su atmósfera es festiva. Su punto central no es la pasión del Señor (y por ello tampoco la tristeza), sino su resurrección y su confianza victoriosa en la alegría del banquete eucarístico, que se celebra constantemente y que festeja la comunidad terrena unida al Resucitado y a su Iglesia ya transfigurada. Vive una fuerte sensación de verse redimida graciosamente, y esta sensación le hace consciente de la victoria total de la humanidad aun en medio de las amenazas de Satán.
Por ello la oración es, sobre todo, adoración. Pero quien rinde adoración es el hombre, imagen y semejanza de Dios. Es una oración que, obediente al mandato del Señor, eleva también peticiones (¡y con qué perseverancia y fuerza conmovedora!); pero es mucho más aún oración de alabanza.
e) Cuanto acabamos de decir muestra que la espiritualidad y la teología de las Iglesias orientales y la concepción de la Iglesia que en ellas va implicada se caracterizan fundamentalmente por una idea de totalidad. En la liturgia, en la celebración de la eucaristía, el Señor se encuentra corporalmente entre los suyos; sobre todo, es él quien viene a los suyos. Por ello la liturgia está esencialmente ligada a la concelebración de la comunidad. No en el sentido de que sea toda la comunidad la que efectúe la consagración. Los únicos liturgos imprescindibles son el obispo consagrado o un sacerdote ordenado en quien el obispo delega. Pero el sentido de la celebración exige por sí mismo la concelebración. Por ello la eucaristía no es objeto de culto fuera de la liturgia[10].
Así, pues, la diferencia entre los fieles consagrados y los no consagrados no supone una separación constitutiva. Son muchos los seglares que han participado y participan en la elaboración o, más bien, en la exposición de la teología[11]. Bajo la forma del monacato ha tenido el laicado una participación de primera fila en la vida espiritual de la Iglesia, sobre todo mediante personalidades carismáticas y dotadas de especiales cualidades para la dirección de almas, los «padres espirituales», a cuya dirección uno se puede confiar.
La actividad eclesial del pueblo en unión con la jerarquía no se realiza únicamente en la liturgia, sino también en la elección del obispo o en el concilio, «cuyas definiciones sólo adquieren carácter obligatorio cuando han sido refrendadas por el consensus del pueblo fiel»[12].
Concebida, pues, la Palabra de un modo tan fuertemente sacramental, no se da separación alguna entre sacramento y palabra, ni tampoco entre piedad, teología y liturgia.
Esta universalidad comprehensiva de la unidad explica también por qué, a pesar de la multitud de iglesias nacionales y de diferentes lenguas litúrgicas, la disgregación de las iglesias, de que tantas veces hemos hablado, no haya llegado a convertirse en una ruina total.
La universalidad se manifiesta también en la unidad de la Iglesia terrestre con la celeste y con la de los difuntos, los que «se durmieron».
La fidelidad a la antigua tradición, que tiene un carácter rigurosamente vinculante, va unida a una gran libertad y elasticidad de pensamiento teológico; la certeza de que existe en la vida de la Iglesia una «economía» dirigida por Dios hace que, por ejemplo, se mantenga de una manera estricta el canon de las Escrituras y que, no obstante, se maneje con una cierta libertad.
4. Para toda Iglesia cristiana son elementos constitutivos de su fe la encarnación, la muerte y la resurrección del Señor. Dentro de estos elementos comunes es característico de la Iglesia oriental su concepción de que la plena realidad del Señor resucitado domina todo el cuadro de la fe y se convierte en su punto central. Se puede decir que vive de la resurrección y enseña a sus fieles a nutrirse de ella. Ahora bien, la gloria y el poder del Resucitado no son propiamente más que la manifestación visible de la realidad que da a la encarnación su capacidad de acción. La redención es el contacto con el Logos divino. Si el creyente puede ser redimido, se debe eso a que en la encarnación la humanidad ha quedado santificada por la divinidad. La encarnación es «el fermento de la transfiguración del mundo» (Arseniev). El clima espiritual de la Iglesia oriental aparece con frecuencia a los ojos occidentales como teñido de colorido «monofisita»[13]. Es evidente que los ortodoxos rechazan esta característica y que, por su parte, tienden a calificar de «nestoriano» el clima de la Iglesia de Occidente. La divinidad del Redentor se impone de una manera tan victoriosa que lo humano queda superado: nosotros somos redimidos.
a) Todo ello está en lógica relación con la idea de la creación: el mundo, en cuanto creado por Dios, es una realidad «divina» por razón de su origen. En un sentido más particular, el hombre, que proviene «de Dios», es imagen, semejanza, trasunto de Dios. Esa imagen fue oscurecida por el pecado, pero, como ya hemos dicho, no quedó destruida por él. La liturgia alaba incansablemente el carácter divino del hombre y del mundo, carácter que ha sido restaurado por la encarnación. A cada hombre se le aplica la transfiguración a través del Espíritu Santo, enviado por el Resucitado; pero se le aplica en la Iglesia, que es el cuerpo místico del Señor resucitado y obra del Espíritu Santo. «La obra está consumada; ahora es el Espíritu Santo quien debe proseguirla» (Lossky).
Por ello la piedad pascual es el núcleo de toda la piedad cristiana. Al mismo tiempo, el nuevo nacimiento divinizador borra los pecados. En los creyentes existe una santidad sacramental objetiva a través de la presencia del único Señor santo, que viene a nosotros y nos santifica. Esta transmisión de la divinización es la gracia, es decir, la «energía» divina que se revela inmediatamente en el hombre; es, por tanto, una divinización[14] (Seraphim).
De ahí procede esa actitud fundamental de alegría victoriosa, típica del cristianismo primitivo, alegría que se desborda en multitud de himnos litúrgicos. Ya nos hemos referido a ella[15]. Dentro de esta actitud fundamental entra también un sentimiento muy acusado de culpabilidad[16]. Es verdad que la Iglesia de Occidente también ruega y ora constantemente con alegría, y que también entona el Alleluia. Pero en Oriente esta alegría posee una intensidad extraordinaria[17].
b) La fe en el Resucitado empapa de tal manera la Iglesia ortodoxa, que la cruz del Señor y su sagrada pasión no tienen por sí solas la importancia poderosa y eficaz que poseen en la espiritualidad occidental.
La cruz sólo aparece formando una unidad con la resurrección. Lo mismo en la teología que en la liturgia, rara vez se habla de la ira de Dios y del juicio final aisladamente. Sólo algunos iconos muestran al Juez universal con su mirada de juicio y condena (Seraphim).
En las Iglesias orientales es muy fuerte la conciencia de la pecaminosidad del hombre y de la humanidad. Cabe, no obstante, preguntarse si se le da toda su importancia a la realidad del pecado, tal como la descubre la Escritura (en la última cena, en la cruz, en la misión de perdonar los pecados, confiada a los apóstoles). ¿No es verdad que la idea de la divinización del pecador por su participación en la eucaristía relega a un segundo plano la necesidad de la absolución? El abandono en la Iglesia oriental del sacramento de la penitencia durante la Edad Moderna (Heiler) podría estar relacionado con esta idea[18].
Sin embargo, de acuerdo con los pasajes escriturísticos que hablan de la reprobación y del fuego eterno (Mt 25,41.46; Mc 9,43s; 2 Tes 1,9; Ap 14,11), la Iglesia confiesa paladinamente la diferencia entre justos y condenados. La condena de la apocatástasis, teoría según la cual al final de los tiempos todas las cosas retornarán a Dios, forma parte de su doctrina (V Concilio de Constantinopla del año 553).
c) Indudablemente la doctrina de la Iglesia oriental sobre la redención como divinización lleva consigo un rasgo de cierta pasividad. Pero sería una interpretación errónea pensar que excluye la cooperación del hombre.
La cooperación en sentido estricto y la justicia de las obras no son lo mismo. La inmensa aportación ascética, la autocrucifixión y la abnegación exigida por la Biblia que muestran las Iglesias ortodoxas ponen ya de manifiesto la violencia que en ellas se ejerce para arrebatar el reino de Dios (Mt 11,12). El penitente combate en lucha ascética con el demonio en su morada, es decir, en la soledad del desierto; pero no es él quien combate en primer lugar, sino que el Señor en persona es quien dirige el combate, haciendo que el vencedor sea el hombre (Juan Damasceno).
La Iglesia oriental reza: «Mi fe ha de bastarme para todo» y confiesa que «de mis obras no viene la justificación», sino que viene del amor de Dios, al cual responde el amor del creyente. Pero esto excluye ciertamente, al igual que tantas plegarias oficiales de la liturgia latina, la autojustificación y la justificación por las obras, aunque no las obras, que evidentemente sólo pueden contribuir a la salvación en la gracia y mediante ella. La ascesis es cooperación, pero no puede hacer alarde de nada. La ascética se concibe como un ejercicio indispensable del amor (al prójimo y como participación en la pasión del Señor), como preparación alegre para la venida de este Señor en la liturgia, especialmente en la Vigilia pascual, en la constante reconciliación divinizadora, en esa reconciliación que anhela mostrarse digna de la gracia. Este «hacerse digno» ha de entenderse -por supuesto- en el antiguo sentido que tiene también en la liturgia latina, es decir, como una petición de recibir esa dignidad: «dígnate transformarme para que puedas venir». 5. De lo que acabamos de decir se desprende el escaso parentesco que existe entre la autocomprensión de la Iglesia oriental y el centro neurálgico de la Reforma con la doctrina del pecado y la justificación.
a) Este hecho explica el que hasta bien entrada la época más reciente la Iglesia oriental haya rechazado tan radicalmente la Reforma, a pesar de los tempranos esfuerzos de Melanchton y los teólogos de Tubinga por entablar contacto y a pesar de que la Reforma intentó utilizar el antagonismo existente entre Constantinopla y Roma. Se puede incluso aprobar el juicio según el cual en Oriente jamás se entendió correctamente el núcleo peculiar de la Reforma (Benz). La penetración de las concepciones reformadoras en la teología ortodoxa siguió siendo hasta época reciente muy superficial, o bien se llevó a cabo con clara pérdida de contenido ortodoxo. Este es, por ejemplo, el caso del patriarca Cirilo Lukaris († 1638), que, además, está lleno de contradicciones inexplicables hasta ahora[19]. En el fondo, la doctrina de la reconciliación del pecador en virtud de la divinización no se diferencia totalmente de la doctrina luterana de la justificación como restablecimiento completo del hombre pecador por Cristo; pero en Oriente la caída se interpreta de manera distinta a como la concebía Lutero.
Muchos ortodoxos transfirieron su rechazo y a veces su odio entre los latinos a la Reforma, que presentaba rasgos tan acusadamente occidentales. Tal es del caso del patriarca Dositeo II (1669-1717), quien se distanció de las opiniones calvinistas del patriarca Lukaris, pero a la vez combatió a los franciscanos del Santo Sepulcro de Jerusalén. Pero la actitud no fue uniforme. En la época terrible de la opresión otomana, en la que los patriarcas ecuménicos eran sustituidos tan rápidamente (a veces en pocos meses), al cambiar las personas cambiaban también las actitudes, unas veces frente a Roma y otras frente a las Iglesias de la Reforma[20].
b) Una penetración aislada, pero muy considerable, de la doctrina reformadora en territorios ortodoxos es la que se produce en la historia de Polonia y Lituania. En la Lituania del siglo XVI fue sobre todo la nobleza la portadora de las novedades protestantes, a las que salió al paso la Contrarreforma.
Durante el siglo XVII las ideas reformadoras ejercieron alguna influencia mediante su infiltración múltiple en la vida espiritual de la ortodoxia. Especial consideración merece la notable corriente de teólogos ortodoxos, entre ellos algunos seglares, que cursaron estudios en universidades protestantes de Alemania, Suiza e Inglaterra. En Rusia la penetración de influencias protestantes, especialmente pietistas, fue importante en algunas regiones[21].
A partir de Pedro el Grande y Catalina II penetraron en Rusia no sólo las ideas de la Reforma, sino también las de la Ilustración y del racionalismo. El hecho de que, a pesar de estas influencias, haya permanecido intacta la Iglesia ortodoxa es una prueba de su considerable solidez dogmática[22].
Notas
[1] El filioque no aparece en el Credo niceno-constantinopolitano. En los concilios de los años 381 y 431 la Iglesia anatematizó a los que se atrevieron a cambiar una sola palabra del Símbolo. El Concilio de Braga (675) ordenó la incorporación del filioque, después de haber sido introducida ya por un sínodo toledano celebrado en el 589 (cf. vol. I, § 26, 6). Carlomagno hizo que se cantara la añadidura. En Roma fue introducido probablemente bajo el pontificado de Nicolás I (§ 41, II). Diversas Iglesias orientales unidas a Roma no tienen en su Símbolo el filioque.
[2] Con las palabras: «Sello del don del Espíritu Santo».
[3] El número septenario fue adoptado por la Iglesia griega de manera definitiva en el Concilio unionista de Lyon en 1274.
[4] Todo cuanto describe por otros caminos como ascensión humana «mística» la moderna filosofía religiosa rusa, tan estimable, es de carácter protestante-liberal y panteísta, y no es legítimamente ortodoxo.
[5] Esta insistencia en la pecaminosidad del representante de la Iglesia es también característica de la liturgia oriental; aparece constantemente.
[6] Aun cuando la formulación general: «Cristo se ofrece al Padre por nosotros como sacrificio y rescate» también aparece, sin embargo, la idea dominante es que el diablo queda vencido y apresado, el hombre es redimido y liberado de su cautiverio (teología característica de la redención en los Padres orientales).
[7] El simbolismo llega hasta la interpretación de cada uno de los colores de los iconos, de la serie y ordenamiento de las imágenes, de la arquitectura de la iglesia, de la colocación y disposición de las diversas celdas del monasterio.
[8] Es verdad que Pablo juega un relevante papel también en Oriente, pero su doctrina de la justificación no ha quedado allí tan aislada como en Occidente y, por ello, no ha tenido unas consecuencias tan fecundas ni una interpretación tan peligrosamente parcial como en la Reforma.
[9] Consiguientemente, la redención rara vez se concibe según la teoría de la reparación de Anselmo de Canterbury. Sobre la confesión, cf. § 124, I, 2.
[10] Los ejercicios de piedad privada que se hacen en la iglesia parte de la celebración litúrgica no se dirigen a las sagradas especies que allí se guardan, sino a los iconos.
[11] Entre ellos tiene un papel preferente, por ejemplo, una serie de emperadores bizantinos.
[12] Pero en este punto no se ha alcanzado todavía una concepción teológica unitaria.
[13] Cf. a este respecto § 124, V.
[14] Esta concepción podría facilitar a la teología evangélica -y también a la ortodoxa- el acceso a una comprensión objetiva de la doctrina católica de la «gracia infusa creada». Cf. § 124, V, 8 (Gregorio Palamás).
[15] El complemento negativo de esta actitud estriba en que no se ha elaborado una doctrina del pecado original. Pero con ello pierde su significado para la Iglesia oriental la cuestión de la Concepción Inmaculada de María, sin que quiera decir eso que tenga nada en contra de esa altísima dignidad de María (cf. sobre el culto mariano § 124, III, B2).
[16] «Yo soy la imagen de tu gloria inefable, aunque llevo la herida del pecado». «Que nadie tema la muerte, pues la muerte del Redentor nos ha liberado» (Juan Crisóstomo, Homilía en la fiesta de Pascua).
[17] Precisamente por esta razón Oriente echa en cara a Occidente la falta del Alleluia durante la Cuaresma y en la liturgia funeraria.
[18] En todo este gran conjunto se advierte también hasta qué punto son ajenas a la Iglesia oriental las ideas jurídicas.
[19] Según sus propias palabras, quería él vivir bajo la autoridad del papa Pablo V, pero al mismo tiempo que confesaba su fe ortodoxa, publicaba un Credo de carácter completamente calvinista (cf. el § 122, 5).
[20] La política de «rusificación» llevada a cabo por los zares rusos tras la Revolución francesa hizo que los ortodoxos rusos causaran graves sufrimientos lo mismo a los luteranos de los países bálticos que a los católicos de Polonia.
[21] Así tenemos, por ejemplo, las negociaciones de Zinzendorf con el patriarca Neófito, su viaje a Rusia, su aceptación de himnos y plegarias de la Iglesia oriental. Mencionemos también al zar Alejandro I (cf. §§ 121, I, 3, y 122, II, 8).
[22] Detalles de la influencia ejercida por la Reforma sobre la ortodoxia a través de la teología científica protestante o a través de las misiones ya nos han salido al paso al hacer nuestro recorrido histórico por Egipto, Irak (influencia inglesa), Persia y Grecia. En Letonia fue creada una sección ortodoxa en la facultad teológica evangélica de Riga por los años treinta.
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