» Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Las Iglesias Orientales » §124.- Caracteres y Valores Peculiares de la Ortodoxia » III.- La Piedad
B) El Culto a los Santos
1. Para la Iglesia oriental, el culto a los santos es consecuencia inmediata de su comprensión de la Iglesia, cuerpo místico del Señor en la tierra y en los cielos. Por ello la Iglesia aquí y allá se encuentra ontológicamente unida en la divinización operada por el Señor resucitado. El culto de los santos es expresión del artículo de la fe: «Creo en la comunión de los santos». Su culto no es el centro de la piedad de la Iglesia oriental, pero tampoco un mero apéndice de ella, por ser precisamente una derivación de su concepto de Iglesia como cuerpo místico del Señor, que une el más acá y el más allá. Los santos están vinculados a nosotros por el amor y oran por nosotros. Nosotros pedimos su intercesión. Esta unión con los santos es una vinculación real; se basa efectivamente en la divinización operada por el Espíritu. Es la comunión en Cristo. La Iglesia oriental habla de los combates de los santos por Cristo y con Cristo, pero apenas menciona sus méritos. Los santos son «testigos y vasos de la gracia» (Seraphim).
2. En el culto a la Virgen María, Madre de Dios (§ 27, I), la unión con el Señor como centro y con la encarnación como núcleo de nuestra redención adquiere una poderosa intensidad. Al tomar carne el Logos en las entrañas de María, divinizó el ser del hombre. María vino a ser y es la puerta de nuestra salvación. María es la que ha colaborado en nuestra ¡redención. Es evidente que se le debe una veneración especialísima.
En la evolución real el culto a la Virgen María fue anterior a los dogmas marianos. El culto, profundamente arraigado en el pueblo cristiano, fue lo que provocó la mariología, y no al revés, como ocurrió en Occidente en época muy próxima. El culto encontró pronto el camino que va de la liturgia a la devoción privada. Tanto en ésta como en aquélla, la «bendita entre las mujeres» es objeto de frecuentísimas alabanzas.
María es representante de la humanidad, con la que forma un todo, ante el Dios eterno, el Dios que tomó de ella su carne, la carne de la humanidad. De ahí la plegaria de alabanza que se repite constantemente: «Santísima Madre de Dios, ayúdanos». En los himnos se encuentran todas las alabanzas que conocemos por el culto mariano católico. En todas ellas destaca el entusiasmo ante el nacimiento de Jesús de la Virgen, en el parto y después del parto.
3. La especial veneración de la Madre de Dios se ha reflejado en los numerosos iconos marianos, sobre todo en Rusia y en el Monte Athos. Refiere la leyenda que con frecuencia, tras las apariciones de la Madre de Dios, quedaba el icono de María, una imagen «no hecha por mano alguna» (en griego, aquiropitos), es decir, una imagen milagrosa.
Al término de la consagración de los iconos se implora personalmente a María con una plegaria que también ha adoptado el culto mariano de Occidente: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas en las necesidades».
La diferencia entre María, criatura agraciada sobre todas las demás y el Dios infinito, Creador y Redentor, en modo alguno se olvida o se lesiona. A veces la plegaría se dirige incluso directamente a Dios, para que acoja las súplicas de su madre. Pero insistiendo siempre: «Tú, Redentor nuestro, redime al pueblo desesperado».
Mediante el culto a los santos y a la Virgen expresa la Iglesia oriental de manera vigorosa la idea neotestamentaria de los grados diferentes de la mediación salvífica.
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