conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » IV.- Edad Contemporanea: Cambio y Perspectivas » §125.- La Iglesia en Nuestro Tiempo

II.- El Principio de Una Nueva Epoca

Ambos acontecimientos (el Codex Iuris Canonici y los Pactos de Letrán) pusieron, por tanto, de manifiesto que, junto a la conclusión de un período de la historia de la Iglesia, se estaba produciendo también una revolución intraeclesial. El nuevo Concilio Vaticano II, convocado en 1962, indica que esta revolución ha penetrado muy profundamente en la Iglesia, es decir, en el pontificado, en el episcopado, en la teología y en la piedad[2]. Pero todo esto exige precisiones más detalladas.

1. El robustecimiento de la idea de Iglesia, a que hemos aludido, se manifiesta con claridad meridiana en la situación político-eclesiástica. El poder moral del pontificado jamás ha sido tan grande como lo es ahora. Este poder moral es consecuencia de las personalidades de los papas más recientes: León XIII, el papa social; Benedicto XV, el papa de la paz y de la caridad; Pío XI, el papa historiador; Pío XII, el papa orante y diplomático; Juan XXIII, el papa de la sencillez y de la sonrisa; Pablo VI, el papa de la fidelidad al Vaticano II y al aggiornamento de la Iglesia, y, por último, Juan Pablo II, el papa de las masas y del contacto directo con los pueblos. Pero también ha influido en ese prestigio moral de los papas el hecho de que en una época en la que de manera generalizada, o al menos descaradamente, se predica el odio nacional, en una época de brutales aniquilaciones mutuas, ha habido un poder que se ha mantenido por encima del caos, se ha esforzado por traerle la paz y que, finalmente, en la confusión política y social de las posguerras, ha sido el único poder totalmente sólido y unitario que ha existido y existe en el mundo. Expresión de este prestigio es la multiplicación de representaciones diplomáticas ante la Santa Sede, el trato preferente que en todas partes se otorga a los nuncios del papa, los concordatos concluidos (con Alemania en 1933; con Austria en 1934; con Portugal en 1950; con España en 1953), y también la actitud dialogante de un país como Francia, en el cual la separación de la Iglesia y el Estado ha ido perdiendo más y más su carácter anticlerical. Este hecho tiene especial significación en dicho país, pues, junto con la renovación intraeclesial de los sectores católicos, la fuerte aportación de las fuerzas católicas democráticas a la resistencia contra la ocupación nacionalsocialista (1940-1945), al igual que en Bélgica, Holanda y Luxemburgo, trajo consigo un considerable aumento de la influencia política del catolicismo. El hecho de que ahora haya disminuido tan considerablemente esta influencia, que en 1950 era palpable, anuncia una de las ocasiones perdidas de que hemos hablado y, al mismo tiempo, es una demostración histórica de la mala memoria colectiva que tiene la humanidad.

a) Se han ido suprimiendo en toda Europa las limitaciones a que estaba sometida la Iglesia católica en países de mayoría protestante. La prohibición de residencia de los jesuitas, que seguía vigente desde el Kulturkampf, fue levantada en Alemania en 1917. Recientemente ha sido suprimida la prohibición en Suiza, único país en el que, por diversas causas, aún existía. En los países escandinavos han sido derogadas en los últimos años una serie de leyes que perjudicaban discriminatoriamente a todos los que no pertenecieran a la iglesia estatal luterana.

b) En los Estados Unidos la importancia de la Iglesia católica ha crecido y está a punto de vencer los fuertes prejuicios en contra que arrancan de la época de los «pioneros» puritanos. En 1960 fue elegido por primera vez un católico, John F. Kennedy, para el cargo de presidente. En el robustecimiento de la vida católica y de su influencia ha contribuido de manera esencial el excelente sistema educativo de las escuelas católicas, que abarca desde el preescolar hasta la universidad, pasando por todas las modalidades de enseñanza. No es fácil determinar si, de todas formas, se advierte con suficiente claridad la diferencia entre realidad de fe cristiana y una moral de carácter religioso.

2. Estos positivos elementos constituyen, ciertamente, excepciones en relación con el proceso de disgregación que hemos indicado, y su representación es minoritaria, aunque de notable valor cualitativo y hasta con incidencia en la época. Destacaremos algunos aspectos:

a) En el campo de la filosofía mencionaremos el abandono del escepticismo, del criticismo, del historicismo y el subjetivismo por el objetivismo, partiendo de la fenomenología y de la experiencia profunda de la infecundidad, y aun del efecto destructor de la postura anterior. Pero que se trata de excepciones lo manifiesta el hecho de que en este momento es el existencialismo[3] la filosofía que domina la vida intelectual. Es verdad que el existencialismo exige legítimamente no ser arrojado al mismo saco que el antiguo pensamiento liberal. Pero, con su rechazo general de la seguridad científica de la realidad objetiva, conduce necesariamente a una disolución subjetiva del pensamiento, aun dentro del campo teológico.

b) En el terreno de la ética se ha pasado de la libertad incontrolada por la autoridad y, en el campo político, a una forma de dirigismo controlado esencialmente por el Parlamento. La idea de la responsabilidad vinculante se ha desarrollado. En este punto se han visto justificados los principios de Gregorio XVI y Pío IX, que en el momento de su publicación[4] habían sido estigmatizados con el veredicto irónico de retrógrados.

c) En el terreno de la religión se advierte una creciente comprensión tanto hacia el derecho a una organización religiosa (el derecho a lo «eclesiástico») cuanto hacia la especificidad y autonomía de lo religioso en general.

3. El fortalecimiento de la idea de la Iglesia y de lo religioso se manifiesta también en la gran literatura. El número de literatos y filósofos de categoría que han vuelto a la Iglesia o que han creado obras partiendo del espíritu religioso (Brunnetière, Coppé, Huysmanns, Bourget, Psichari, Claudel, Bernanos, Maritain, Du Bos, Edith Stein [† 1944], Hedwig Conrad-Martius, Bergson) y también excelentes obras literarias de contenido religioso, entre ellas un nuevo estilo de hagiografía, que son, sin duda, sobre todo en Francia a partir de 1900 (renouveau catholique), una señal de recuperación de sectores intelectuales por la Iglesia[5]. En Alemania podemos fijar el comienzo de cierta revolución espiritual y religiosa en el sector intelectual con la aparición del «Rembrandt alemán» (Julius Langbehn), figura poco clara, que posteriormente se convirtió. En el mundo de la poesía la expresión más valiosa de la fuerza atractiva y creadora de la Iglesia son las obras de Heinrich Federer, Reinhardt Johannes Sorge, Konrad Weiss, Gertrud von Le Fort, Elisabeth Langässer, Reinhold Schneider, Werner Bergengruen, Edzard Schaper.

La historia de personas eminentes que se han convertido en la última época constituye un valioso testimonio del vigor de la fe cristiana En Italia mencionaremos a Giovanni Papini y, sobre todo, al franciscano Agostino Gemelli, fundador de la Universidad Católica de Milán que en la actualidad constituye también una formidable obra social. En España tenemos el caso de García Morente; en Inglaterra, Chesterton; en Dinamarca, Johannes Jörgensen; en Francia, Gabriel Marcel, Péguy y Madaule. Figuras como la de Simone Weil y Franz Werfel, que, a pesar de su convicción de fe católica no rebasaron los umbrales de la Iglesia (para no disfrutar de privilegios frente a sus hermanos judíos), constituyen expresiones conmovedoras de una nueva theologia crucis y de una doctrina misteriosamente profunda del Logos spermatikós.

4. En la vida puramente intraeclesial hemos de recordar una serie de esfuerzos de gran importancia: el movimiento litúrgico iniciado por el papa Pío X, que pasa de la subjetividad de la devoción individual a la liturgia comunitaria, cimentada en el sacrificio de la misa. Con el florecimiento litúrgico coincide la nueva idea comunitaria, que arrastra a la juventud de todos los países.

a) El movimiento litúrgico no estaba libre de riesgos. Se corría el peligro de que fuera entendido de manera errónea, como si se tratara de una objetivación del acontecimiento y la oración litúrgica con la consiguiente pérdida de la participación o de la dimensión personal. Se corría también el peligro de que, en determinadas circunstancias, el movimiento litúrgico provocara una nueva división en las comunidades: por una parte estarían las personas cultas, capaces de comprender y seguir el lenguaje y la maravillosa estructura artística de la liturgia y del año eclesiástico; por otra tenemos al pueblo, que no lo consigue fácilmente. En este punto del proceso aparece un elemento sumamente prometedor: el esfuerzo por crear nuevas formas litúrgicas o por transmitir de una manera nueva el viejo patrimonio. Las primeras iniciativas en este sentido se encuentran tanto en América (cf., por ejemplo, la atención pastoral a los soldados católicos durante la Segunda Guerra Mundial) como en Bélgica, Alemania, Inglaterra y Francia. Su punto de partida podíamos fijarlo en Austria con Pius Parsch. La adopción final de enérgicas medidas tendentes a autorizar el empleo de la lengua vernácula en la administración de los sacramentos y también (aunque en medida más modesta) en la liturgia de la Palabra dentro de la misa, constituye un hecho de enorme importancia, lo mismo dentro de la Iglesia católica que en la perspectiva ecuménica. Este hecho puede tener importantes consecuencias y además evitar los peligros indicados. Entre estas medidas se incluye la nueva ordenación de la Semana Santa, que en su estructura y hasta en su disposición cronológica pretende asegurar una fuerte participación del pueblo. El nuevo rito de la Semana Santa llega incluso a prescribir dentro de la liturgia en sentido estricto la utilización de la lengua del pueblo y la participación activa de los fieles en la renovación de las promesas de bautismo y la adoración de la cruz.

Como resultado de todos estos esfuerzos, que vinieron precedidos de un incremento de la ciencia litúrgica, existen diversas ediciones populares del misal y sus traducciones a las diferentes lenguas culturales modernas, y además en todas las diócesis alemanas se ha hecho una nueva edición del Gebet- und Gesangbuch (libro de oraciones y cánticos), cuyo nivel y contenido ha subido mucho en comparación con la edición anterior, lo cual suscita grandes esperanzas[6].

b) Ha tenido gran importancia y ha sido un auténtico acontecimiento en la historia de la Iglesia la publicación de un nuevo Catecismo alemán[7] que de la ortodoxia abstracta pasa a la fecundidad religiosa. Este catecismo ha aparecido hasta ahora en diferentes traducciones y se utiliza en Dinamarca, Suecia, Japón y en las misiones. Intentos similares de editar un nuevo catecismo existen en Francia, Holanda, Luxemburgo, Bélgica e Inglaterra.

El elemento más notable en todos estos esfuerzos es el surgimiento de una nueva vida religiosa y eclesiástica. No hay que sorprenderse de que no en todos los sitios se consigan las soluciones plenas al primer intento, como se pudo advertir en los fuertes enfrentamientos habidos en Francia con ocasión del catecismo.

c) Una poderosa manifestación de la piedad católica es el culto mariano, que ha seguido creciendo desde el siglo XIX. El culto mariano, con destacados centros de oración penitencial, como Lourdes y Fátima[8], visitados año tras año por millones de peregrinos y los múltiples ejercicios piadosos en honor de la Madre del Señor que se celebran regularmente a lo largo del año por todo el orbe tienen una inestimable significación en orden a una profundización del aspecto religioso y cristiano. A través de las definiciones dogmáticas de la Inmaculada Concepción de María (1854) y de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma (1950), el culto mariano arraiga profundamente en la vida de fe y hasta en el campo de la teología. Pero la práctica de esta piedad es también motivo de preocupaciones, debido a un desmesurado celo.

d) En el sector de la piedad popular podemos registrar la continuación oficial de las ideas medievales de los santos protectores para determinados casos y ámbitos de la vida humana; esta continuación es un intento de hacer frente a la secularización del pensamiento (por ejemplo, la fiesta de san José Obrero, patrón de los trabajadores; san José de Cupertino, patrón de los viajes espaciales). Por lo demás, en época reciente se advierten enérgicas tendencias a centrar nuevamente la piedad (fiesta de Cristo Rey).

5. Después de la Primera Guerra Mundial la vida religiosa experimentó cierta primavera monástica. La quiebra de la cultura exteriorizada, la manifestación de su carencia de sentido, la experiencia del vacío interior de la vida mecanizada, provocaron una fuerte reacción en favor de la vida religiosa en la Iglesia. Esta reacción coincidió y se nutrió del surgimiento de una nueva comprensión de la auténtica cultura espiritual (en Alemania, Francia e Inglaterra). Buen número de monasterios que habían sido abandonados y derruidos fueron restaurados nuevamente. En Alemania, Maria Laach llegó a ser un centro cultural y espiritual, realizando de alguna manera lo que había sido la anterior significación de estos centros: lugares de intensa vida espiritual e intelectual, que por ellos irradiaba también esa vida a otros sitios lejanos. Como paralelo de Maria Laach, en el campo de la liturgia y de la ciencia litúrgica tenemos en Alemania la abadía benedictina de Beuron[9] en Francia la de Solesmes y, por último, el convento de Le Saulchoir, de los dominicos franceses en el campo de la teología.

En este contexto adquirió una importancia notable la «Asociación de Universitarios Católicos» de Alemania (Katholischer Akademikerverband) y el valioso trabajo de Karl Muth, hombre de amplias perspectivas, con la revista «Hochland», por él publicada. En Francia ha habido desde hace algunas décadas un conjunto de fenómenos similares en el campo católico y espiritual, en los que se advierte un nuevo florecimiento. Especial importancia ha tenido el intento de potenciar plenamente la actividad de los seglares en la Iglesia, de acuerdo con las directrices de Pío XI.

6. A partir del cambio de siglo la teología científica católica fue entrando cada vez más en una crisis de la que hemos de alegrarnos[10]. El elemento más importante de esta crisis es, con mucho, el reencuentro con la palabra de la Biblia y el consiguiente replanteamiento de todas las materias de la revelación cimentándose en ellas. Pudiera ser que la importante investigación histórica de la Escolástica y este nuevo encuentro con la Sagrada Escritura fueran preparando desde ahora una especie de coronación de una teología católica de envergadura, en la que participaran creativamente un número creciente de seglares. Esta teología se ha librado de la pobreza científica y religiosa de la llamada neoescolástica (teología expresamente escolar)[11]. Junto a ella se produce una literatura espiritual, valiosa y exigente desde el punto de vista teológico y religioso, en la que colaboran con mucho éxito los seglares. Ambos hechos resultan francamente estimulantes.

Francia se ha colocado en la vanguardia de la teología[12]. Después de haber iniciado y continuado la investigación de la teología medieval, historiadores católicos han emprendido la investigación de la Reforma y la Contrarreforma, y también en este campo han roto el ghetto.

Por parte protestante hay una serie de intentos paralelos que, considerados como obra cultural, son realmente admirables, pero no tanto si nos atenemos a su confusa diversidad, cuando no contradicción, que pueden suponer una rémora para el anuncio de la revelación. Cuando, además, estos intentos niegan a veces de hecho realidades salvíficas esenciales y estas concepciones son expuestas desde las cátedras de las facultades teológicas, nos encontramos nada menos que ante una amenaza contra algo esencial del cristianismo.

7. En el campo católico la renovación espiritual se ha manifestado también de alguna forma en la búsqueda de un nuevo arte sacro. Debido, por una parte, a la Ilustración y, por otra, al impulso secularizador de las Cortes del rococó, el arte sacro era un arte muerto. El siglo XIX no había tenido suficiente fuerza como para crear algo nuevo y duradero. Tras el arte benedictino de Beuron (padre Desiderius Lenz), arte más artificioso que natural, pero no carente de importancia, aparece en nuestros días un arte nuevo, muchas veces todavía desmañado y a menudo exagerado, que en el fondo es arte religioso, que escucha de una manera nueva el mensaje del evangelio y el sentido de la proclamación de la Iglesia, un arte en el que, finalmente, se descubre una nueva comprensión de la plasticidad de las cosas creadas y del valor autónomo de lo material y que, por ello, busca legítimamente un nuevo lenguaje de formas. Los estímulos inmediatos más fuertes proceden de los modelos de la temprana Edad Media y de los primitivos. Este arte ha dado ya pruebas fehacientes de su espíritu en la pintura (Karl Caspar, Ruth Schaumann, Rouault, Chagal, la reciente vidriería), en la arquitectura religiosa (Dominikus Böhm) y en la escultura (Eugen Senge). Exigir que, tras de una sequedad tan prolongada, obtengamos repentinamente la cosecha, denotaría falta de visión. Si ofrecemos a estos numerosos talentos unas grandes tareas y les concedemos libertad de movimientos, podremos esperar obras importantes.

En Francia esta actitud ha quedado ilustrada recientemente con gran valentía: artistas ultramodernos y no cristianos como Matisse y Le Corbusier han recibido el encargo de contruir y decorar capillas, iglesias, como la de Ronchamp, y conventos, como el de los dominicos de Lyon.

Si realmente la vida religiosa crece en profundidad, el arte religioso podría alcanzar el nivel de las obras de valor permanente y dar testimonio de esa vida. Como el entorno ya no condiciona tanto al artista individual, ni le apoya, como en los viejos siglos cristianos, lo decisivo es hoy, con mayor razón, el valor religioso del propio artista.

Como es natural, donde más difícil resulta dar con soluciones acertadas y abrirse a nuevas formas de arte sacro con ciertas pretensiones de validez universal, es en la arquitectura, donde han aparecido ya un gran número de obras estimulantes, con muy diferentes grados de «modernidad», llegando en ocasiones hasta creaciones sumamente atrevidas. En muchas de estas obras se manifiesta un rasgo fundamental o, más aún, una exigencia fundamental de nuestra época, que, ante todo, quiere lo auténtico, lo noble y lo sobrio.

El artista cristiano ha de habérselas también hoy con los elementos formales del arte abstracto, que, en cuanto índice de la pérdida de muchos contenidos, está muy cerca del agnosticismo y del desorden. Sin embargo, no es legítimo pasar por alto la búsqueda honesta y tenaz que llevan a cabo muchos de estos artistas, y que a veces muestran su autenticidad con una ascética nada común.

8. Estos estímulos, esfuerzos y creaciones de la vida católica son muy diferentes en los distintos países, pero nunca faltan del todo y condicionan el cuadro general de la cultura. Además de las obras indicadas hay también débiles signos externos de esta vida, como son las diversas uniones católicas internacionales (Estudiantes católicos, Mujeres católicas, la J.O.C, los católicos amigos de la paz, Pax Romana, etc.).

a) Una manifestación externa especialmente acusada del sentimiento vital que ha ido creciendo en el catolicismo son los congresos eucarísticos internacionales, que tienen la gran ventaja de que se reúnen en torno al más religioso de todos los misterios y dedican todo el impulso de sus oraciones a la reunificación en la fe. Que su rentabilidad religiosa responda a su pomposa presentación, por encima del entusiasmo de la celebración, habrá de mostrarse en sus frutos. El celebrado en Munich en 1960 bajo el lema «Pan para la vida del mundo» muestra la profundidad con que se ha visto la nueva conciencia a que aquí nos referimos. Este congreso supuso un esfuerzo formidable por superar mediante una piedad litúrgica todo lo meramente «representativo». En la celebración de los sagrados misterios (todo «en y por nuestro Señor Jesucristo»), así como en el acto de la Una Sancta y en la homilía en alemán del legado pontificio, de fuerte inspiración bíblica, este esfuerzo llegó palpablemente a la inteligencia y al sentimiento de los hermanos cristianos separados.

b) El impulso más íntimo que alienta en el fondo de todo este trabajo es el gran programa de León XIII: reconquistar la «cultura» para la Iglesia y a través de la Iglesia. Pero ahora, como corresponde a los cambios habidos en la coyuntura espiritual, la tarea tiene un nuevo aspecto: la fe, el pensamiento y la acción de los católicos han de volver a ser capaces de infundir vida desde sí mismos en todo el entorno de la realidad. El estudiante, el juez, el parlamentario, el economista, el médico, no solamente han de ser católicos, sino que en cuanto médico, parlamentario o juez deben ser, pensar y actuar como católicos. Al igual que al comienzo de la Edad Media la Iglesia contribuyó a la configuración de toda la vida social, ahora, tras el prolongado enfrentamiento de la religión y la cultura, hemos de hacer un nuevo intento para conseguir que lo católico y cristiano, es decir, lo católico y eclesial, fecunden todo el entorno de la vida. No se trata de crear un sector aparte con el lema «religión», sino de que la religión sea el sustrato y núcleo central: vita religiosa. Se advierte entonces con relativa claridad que para conseguir esto es imprescindible entrar en contacto creador con la totalidad de la vida cultural. Es un hecho sumamente valioso y esperanzador el que lo mismo los católicos que los protestantes tengan una concepción muy semejante de este problema, como también lo es el que los católicos, al fijarse estos objetivos, apenas estén ya marcados por el «antiprotestantismo» del que tantas veces hemos tenido que hablar.

9. Es evidente que todo este pensamiento incluye por anticipado a los seglares, y no como un objeto meramente pasivo.

a) También en este inventario una observación sobria exige reservas y limitaciones que, en parte, ya han sido mencionadas. Prescindiendo de las terribles pérdidas causadas por el bolchevismo, tampoco en Occidente ha sido reconquistado decisivamente el mundo de la cultura y de la ciencia. El mundo de los trabajadores, el de las fábricas y las minas, aun considerado en su conjunto, es un mundo perdido para la Iglesia; la mayor parte de los obreros de todos los países de Europa siguen siendo todavía hoy hostiles o completamente extraños a ella. Lo que con énfasis se autodenomina «mundo moderno» tiene a gala considerarse separado de una Iglesia «cautiva de sus dogmas». Ya hemos subrayado suficientemente que en el campo de la cultura y de las ciencias del espíritu las ideologías dominantes son el relativismo y el liberalismo.

El gran signo de interrogación hay que colocarlo ante la vida de fe de los propios católicos. El papa Pío XI ya había indicado la receta para conseguir un auténtico renacimiento en la vida católica: educar la conciencia cristiana para su desarrollo autónomo. Realización del sacerdocio universal.

Es verdad que las dificultades son obvias. Desde el punto de vista teórico no hay más remedio que reconocer la autonomía de la vida económica y de la cultura en general. En la práctica hay que conseguir una gran seriedad religiosa, absolutamente necesaria para que tenga lugar un verdadero renacimiento del cristianismo. Estamos completamente al principio. Los comienzos, a veces avasalladores, que aparecieron inmediatamente después de terminadas las dos guerras mundiales y también durante la lucha que sostuvo la Iglesia contra el nazismo por los años treinta, comienzos que prometían un renacimiento general del cristianismo y, para nosotros, una revitalización de lo católico, decayeron rápidamente en una buena parte. La aceptación de la autoridad y de la Iglesia, también y, sobre todo, en el sentido de comunidad óntico-espiritual, ha vuelto a dejar mucho mayor espacio a la arbitrariedad subjetivista.

b) Las terribles devastaciones morales y religiosas ocasionadas por el fraude criminal de Hitler, equivalentes a la destrucción a escala mundial del mismo principio de orden, las irreparables ruinas materiales causadas por la Segunda Guerra Mundial y el incalculable sufrimiento provocado por ella en los escenarios bélicos de toda Europa, del norte de África y en el mar, en Alemania y en todos los países ocupados o sojuzgados por Hitler, en los numerosos campos de concentración creados a lo largo y después de la Segunda Guerra Mundial, en las carreteras de la Prusia oriental y occidental, de Silesia y de Rusia, en las que millones de refugiados eran expulsados de su patria con hambre, frío, miseria y muerte, o bien eran deportados a los campos de trabajo de Siberia: todo este sufrimiento y la desesperación agobiante que de él surge, han destruido de raíz las energías y los ordenamientos. Por otra parte, la labor de reconstrucción de muchas ciudades europeas, del tráfico, de las escuelas y universidades y, sobre todo, de las fábricas -reconstrucción necesaria con tantas devastaciones- , ha concentrado durante largos años todas las energías de los pueblos preferentemente en los problemas de la existencia material y después en la consecución del nivel de vida más alto posible. Todo ello ha llevado a amplios sectores a restar importancia a las cuestiones religiosas y, en cierto modo, a las cuestiones espirituales en general. Lo dicho vale especialmente para Alemania, que, con ayuda de América, ha pasado de una situación de indigencia desesperada a un desarrollo económico casi increíble. Aun cuando importantes fuerzas dirigentes a nivel mundial se confiesan católicas (Adenauer, De Gaulle, Kennedy) y aunque hay un buen número de hombres activos y evangélicos que prestan su servicio en la vida pública como una exigencia de su fe, el hecho fundamental sigue siendo que la mayoría de los representantes de la civilización occidental han de ser calificados en la vida pública, si atendemos al sentido del credo cristiano y a toda auténtica revelación, como no-creyentes. Dado que el cuadro de la vida pública responde a esta situación, queda en pie la pregunta de si la energía religiosa que acabamos de describir será lo bastante creativa como para realizar plenamente el «cambio». «Plenamente» no quiere decir, como es natural, la reconquista de toda la cultura por el cristianismo y por la Iglesia; esperar semejante reconquista sería utópico. Lo que planteamos a la Iglesia como objetivo y posibilidad es lo siguiente: que las fuerzas cristianas existentes se desplieguen y luego se multipliquen de tal manera que la vida del mundo y, en primer lugar, del mundo occidental se vea moldeada y fermentada por el cristianismo.

10. Pero esta tarea exige precisamente un renacimiento previo de las propias fuerzas católicas, es decir, llevar a cumplimiento los principios descritos. En primer lugar -y nunca lo repetiremos bastante-, no perder de vista las corrientes generales de la cultura moderna, entendidas en sus aspectos espirituales, morales y religiosos, en las que sigue habiendo un vacío religioso y moral.

La más grave tara de la existencia cristiana es, según la palabra de la Biblia, la «tibieza» (Ap 3,16). En el catolicismo actual es lo que se denomina «eclesialidad marginal», que, de acuerdo con los datos estadísticos, va pasando de manera cada vez extensa de la periferia al centro.

Así, pues, el remedio sólo puede venir de la profundización, de la vuelta del «pequeño rebaño» a lo esencial y al centro. Todavía hay una buena parte del mundo católico culto que está dominada por el subjetivismo. En muchos católicos domina de manera preocupante la interpretación autónoma (autodispensa) de los mandamientos de la Iglesia en la vida privada, sobre todo en la vida matrimonial. Por otra parte, la destrucción religiosa, moral y social que antaño se dio entre las personas cultas repercute ahora en las capas inferiores. La desaparición de lo religioso, de la vida «cristiana» en el campo y entre el «pueblo» ha alcanzado un grado amenazador. Esta situación es tanto más peligrosa si tenemos en cuenta que una buena parte del clero ni ha tomado suficientemente en serio la desaparición sustancial ni tampoco se preocupa bastante de fomentar un renacimiento mediante la renovación fundamental del hecho religioso y litúrgico, que ha quedado anticuado en muchos aspectos y que discurre de un modo rutinario. La huida de las ciudades amenazadas por las bombas durante la guerra hitleriana, y el progreso técnico, inimaginable todavía no hace muchos años, han difundido estos fenómenos destructores. La liberalización de la vida que hace años presenciamos en la ciudad se da hoy en el campo, desapareciendo en gran medida la diferencia entre la ciudad y la aldea. La inmoralidad de la literatura, de la prensa, del cine y de todos los medios de comunicación impregna también profundamente la vida aldeana.

11. Las exigencias y energías religiosas aún vivas se han orientado en una medida preocupante hacia formas pseudo-religiosas. Tanto en los sectores cultos como en los incultos se han ido formando una serie de sustitutivos de la religiosidad cristiana y eclesiástica, como las sectas o grupos sectarios de todo género, las múltiples formas de ocultismo, teosofía y antroposofía. En todos estos casos la Iglesia se ve obligada a afrontar el peligro de la competencia del subjetivismo radical. El celo misionero y creyente con el que a menudo actúan estos grupos es impresionante, llegando a la pesadez, como ocurre con los Testigos de Jehová.

La experiencia del absurdo de la vida moderna a que antes nos hemos referido ha ido adoptando una fuerte tendencia negativa, que ha culminado en un paralizante pesimismo en el terreno de los principios y en el de la práctica[13]. El pesimismo ha puesto a la humanidad en una crisis vital. El dominio de los poderes satánicos en el nacionalsocialismo y en el bolchevismo[14] ante los cuales la humanidad parecía desamparada y parece estarlo todavía; el desarrollo de los medios técnicos de destrucción, mediante los cuales la humanidad parece poder autodestruirse físicamente, han calado hasta la médula de esta generación desarraigada. Las consecuencias se han ido desvelando de mes en mes durante los años cincuenta en el enfrentamiento, débil y vacilante, con las brutales maquinaciones y las criminales deslealtades del bolchevismo. La proclamación de la dignidad del hombre por la Iglesia, y especialmente por los papas, constituye más que nunca una de las fuerzas indispensables con que cuenta el mundo. Desde este punto de vista se podría valorar más profundamente el dogma de la Asunción corporal de María al cielo - definido en 1950-, objeto de apasionados ataques de los protestantes.

12. Un factor, que apareció cuando los pueblos se emanciparon de la Iglesia, ha dominado la vida entera: el nacionalismo. Durante las dos guerras mundiales y el período intermedio, el nacionalismo ha ido degradando más que nunca la religión del amor, aun entre las filas de los católicos, hasta convertirla en servidora del odio. La severa condena pontificia de la «Action française», dirigida por el ateo Maurras, y la amenaza de excomunión de los católicos que no la abandonaran, fue una exhortación con gran sentido previsor (el grupo mencionado había nacido en 1914, pero no se manifestó públicamente hasta 1926). La experiencia de la crueldad del régimen hitleriano alemán, con su extremado nacionalismo, acrecentado por un monstruoso racismo (1933-1945), así como la experiencia de otros fenómenos anteriores y paralelos de la omnipotencia demoníaca del Estado, muestran la enorme difusión de este peligro. Con razón se ha dicho que, cuando este nacionalismo llega a la divinización del Estado y con ello al naturalismo, se convierte en la más grande de las modernas «herejías».

a) Por otra parte, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo se desfogó también entre los católicos en el odio más abominable a raíz de la expulsión de los sacerdotes, religiosos y religiosas alemanas de Prusia oriental, Silesia, los Sudetes y Transilvania. La división que entonces se produjo en el clero secular y regular de las zonas orientales fue un verdadero escarnio del amor cristiano. Preservar de semejante perversión el sentimiento nacional es la tarea de un patriotismo sinceramente cristiano y occidental. De hecho, en el último período, la actitud de comprensión mutua entre las dos partes de la cristiandad occidental se ha desarrollado con mucha mayor rapidez que después de la Primera Guerra Mundial. Los primeros sectores que tendieron nuevamente su mano a los pueblos de Alemania, aniquilados por completo, fueron los sectores eclesiásticos del extranjero[15]. La caridad cristiana de todas las confesiones se hizo patente de manera admirable y esperanzadora en la ayuda gigantesca, casi incalculable, prestada por América a los alemanes que pasaban hambre, frío, que carecían de vivienda, que estaban enfermos o desarraigados.

b) Hemos de mencionar como un caso especial la situación religiosa y eclesiástica dentro de la vida nacional de Italia, España, Portugal e Irlanda, países todos ellos de predominio católico, pero con tremendas convulsiones liberalizadoras como consecuencia del Vaticano II. En alguno de ellos, como España, ha dejado de ser el catolicismo religión del Estado (Constitución promulgada en 1978), implantándose automáticamente en el país la más radical libertad religiosa. Todas las restantes confesiones han podido legalizarse y actuar sin riesgo ni traba de ninguna clase. Eso mismo podemos decir de Italia, donde todo ha cambiado después del concilio, autorizándose, al igual que en España, el divorcio y hasta el aborto. Un nuevo clima social y religioso, inconcebible hace veinte años, reina ya en todos estos países de tradición católica.

c) Quiere esto decir que en todos estos países se ha conseguido plena tolerancia. Hoy más que nunca es indispensable «decir la verdad en el amor» (Ef 4,15). La tolerancia, afirmada honradamente y orientada positivamente (consiste en el respeto al patrimonio religioso del hermano), constituye una necesidad fundamental en un mundo en el que los pueblos, las religiones y las confesiones discurren tan unidas y tan entremezcladas. La forma democrática de existencia, en la que todo ciudadano, independientemente de su fe, tiene los mismos derechos, debe sustentar la realidad social, y es el único ámbito en el que la Iglesia puede hoy llevar a cabo su labor.

13. Un rasgo característico del cristianismo católico de las últimas décadas ha sido la celebración de los grandes jubileos del Dante, de Tomás de Aquino, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, Agustín de Hipona, Ignacio de Loyola... héroes de la humanidad y elevadas personificaciones e incluso «creadores» del catolicismo. Los jubileos han sido un factor poderoso de la situación del catolicismo en el mundo, un anuncio masivo de su riqueza religiosa y cultural y una proclamación objetiva y pedagógicamente justa, que difícilmente puede dejar de ser escuchada. Pero en ningún sitio se ha visto que la figura de estos gigantes del catolicismo haya encendido en la cristiandad jubilosa una vida religiosa nueva que haya ido más allá del entusiasmo de la conmemoración. Claro que, por otra parte, tampoco conocemos los caminos misteriosos por los que de manera lenta e imposible de controlar va creciendo la vida religiosa.

En toda esta cuestión hay que evitar el malentendido según el cual habría de limitarse casi exclusivamente a educar al católico como herencia de un pasado incomparable y como su continuación. El católico más bien, debe tener conciencia de que, al igual que los representantes de la Iglesia durante los siglos IV, VI, XI, XIII y XVI, deben afrontar la tarea de la construcción creadora del reino de Dios. Pero todo ello en estrecho contacto con las energías y obstáculos de nuestra época. «Nuestra fuerza tiene sus raíces en nuestro sufrimiento» (Konrad Weiss) y, podríamos añadir, en la libertad interior. En el reino de Dios no se da la calidad sin la libertad.

14. El cambio de las épocas no puede medirse como se mide el devenir y las transformaciones que acaecen en la corta vida de los individuos. Aun siendo conscientes de que es imposible resumir válidamente en una sola afirmación el proceso evolutivo de siglos, podríamos afirmar que, a partir del siglo XIII o, mejor dicho, a partir de mediados del XII, ha tenido lugar una evolución que, en conjunto, ha ido alejando progresivamente a la humanidad europea de la Iglesia. Pese a múltiples renovaciones eclesiásticas y pese a la reserva de energías que siglos de vitalidad han ido depositando en el seno de la Iglesia, sigue siendo cierto este hecho: no es posible que este reino terrestre de los pueblos occidentales, tan atormentado y fatigado, alumbre en pocas décadas una fuerza capaz de provocar y realizar una plena transformación interna eclesiástica y cristiana. En pleno cambio de los tiempos no olvidamos la palabra decisiva del «pequeño rebaño» ni la idea de que la Iglesia del Señor no puede ser otra que la Iglesia de la cruz. Sólo una cosa podría provocar la tempestad de Pentecostés: el milagro de una nueva Pentecostés, que podrá ser el Vaticano II si se consiguen alcanzar sus últimas posibilidades y consecuencias.

Notas

[2] En general hay que tener en cuenta que los nuevos gérmenes positivos en la Iglesia se remontan en parte al cambio de siglo, se advierten con mayor claridad desde el final de la Primera Guerra Mundial y bajo diversas formas alcanzan hasta nuestra actualidad inmediata. No puede darse una interpretación histórica del presente partiendo de la conciencia de quienes han vivido los acontecimientos sólo a partir de los años treinta y aun de los años cuarenta. Es necesario llegar siempre hasta las raíces. Algunas raíces del hoy son ya «antiguas», y tal vez sólo mañana o pasado mañana desplegarán toda su fuerza. Lo mismo ocurre, naturalmente, con los factores negativos para la religión y la Iglesia: el nacimiento de nuevos estratos sociales con la gran ciudad y la clase obrera y su clima desfavorable para la religión; el surgimiento del ateísmo militante, en ascenso desde el siglo XIX, pero que sólo se revela con toda su terrible amenaza en el bolchevismo ruso, los países satélites, en China y en el nacionalsocialismo, fenómenos todos de nuestros días.

[3] En un sentido muy amplio la palabra significa centrarse en el interés del individuo y de su situación o circunstancia.

[4] De todas formas, como hemos visto (cf. § 117, II, 4), se habían expresado en una forma de condenas demasiado generales.

[5] En el caso de Inglaterra habría que mencionar, por ejemplo, a Ronald Knox.

[6] El movimiento litúrgico encontró su plena expresión y reconocimiento en la constitución dogmática sobre la liturgia del Vaticano II y en la consiguiente reforma litúrgica admitiendo la lengua vulgar en la misa.

[7] En 1955 habían salido ya varias ediciones. En los cinco primeros años se habían hecho veintidós traducciones.

[8] Merecen también consideración la peculiaridad y la problemática del culto mariano de Schönstatt (iniciado en 1919 por el padre Josef Kentenich en Vallendar), con importantes éxitos religiosos.

[9] Beuron es también centro de investigación bíblica. En la abadía se publica la edición crítica de la Vetus Latina.

[10] Este tipo de nueva teología católica no cae ya tan ligeramente en el malentendido, con el que tantas veces nos hemos encontrado, de pensar que la tarea de la teología es describir los misterios de Dios mediante formulaciones abstractas del espíritu humano, sino que tiene, más bien, como uno de sus principales cometidos darse cuenta de sus límites.

[11] La lucha en torno al modernismo ha tenido también una influencia positiva en este punto.

[12] No nos referimos aquí a la llamada nouvelle théologie, censurada por Pío XII en 1950.

[13] Es cierto que el existencialismo no es sólo un paralizante pesimismo, pero es difícil ver cómo la doctrina según la cual el hombre está dividido en sí mismo, de que es ser entregado a la «nada» del «vacío», no tiene, en definitiva, efectos paralizantes o disolventes. Esta afirmación no niega la existencia de un optimismo lleno de esperanza y en absoluto escéptico, pero esta última realidad no elimina la primera.

[14] Aun cuando la disposición a la coexistencia, proclamada verbalmente en Rusia en nuestros días, estuviera garantizada, no tendríamos derecho a excluir del análisis los terribles y sangrientos capítulos de la revolución, las deportaciones de campesinos y las crueldades cometidas en China.

[15] También influyó en este sentido la elevación al cardenalato por Pío XII, inmediatamente después de la guerra, de los obispos alemanes «de la resistencia», los obispos Von Galen y Von Preysing (diciembre de 1945).

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