conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » IV.- Edad Contemporanea: Cambio y Perspectivas » §126.- Perspectivas

III.- Juan XXIII y el Concilio

1. En esta situación, llena de graves incertidumbres y amenazas, fue elegido papa Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, el 28 de octubre de 1958, y fue proclamado con el nombre de Juan XXIII.

Tras la figura extraordinaria de su predecesor, que había suscitado la admiración del mundo con su gran número de discursos orales y escritos, en los que había tomado postura con elevado espíritu sobre los problemas que conmovían a la humanidad, el nuevo papa despertó muy pronto en la Iglesia, aunque de distinta manera, la conciencia de su tarea en el mundo actual.

La forma de expresarse Juan XXIII era en extremo sencilla y atractiva. Las teorías abstractas pasaban a un plano muy secundario. Lo que predominaba era lo que inmediatamente surgía del corazón creyente, expresado con una profunda humanidad. El tono sorprendentemente optimista y amable da a las frases directas una enorme emoción. Sin haber hecho hasta ahora una formulación teorética, las categorías de lo carismático y lo profético adquieren un nuevo significado.

2. Todo ello se refleja en una medida adoptada por el papa Roncalli, que es con mucho la más importante y que, en todo caso, engloba todas las demás: el anuncio en 1959 de un concilio ecuménico (el Vaticano II), que se reunió el 11 de octubre de 1962. Este anuncio constituyó una sorpresa y, sin embargo, interpretaba ya en gran medida el momento y la situación en que se encontraba la Iglesia.

El mero anuncio de un concilio ecuménico en la situación actual de la Iglesia tiene ya una importancia revolucionaria. Es verdad que en el Código de Derecho Canónico vigente desde 1918 hay una frase lapidaría que afirma que «el concilio ecuménico posee la suprema potestad en la Iglesia». Pero, tras las definiciones del Vaticano I, y en medio del centralismo eclesiástico-curial que se desarrolló a partir de ellas y que creció de modo extraordinario precisamente bajo el pontificado de Pío XII, el contenido de dicha frase podía muy bien quedarse en pura teoría. La opinión de muchos teólogos, tanto protestantes como católicos, parecía tener muchos elementos a su favor: los concilios ecuménicos se habían convertido en algo superfluo; el centro y el vértice bastaban; la periferia era un órgano que se limitaba a cumplir órdenes. La convocatoria del Vaticano II y la movilización del episcopado mundial para la colaboración intensiva en la preparación y en lo que hasta ahora se ha realizado demuestran, por el contrario, que también hoy un concilio constituye una de las funciones vitales de la Iglesia.

En las tareas de este concilio entra también, como siempre en la historia de la Iglesia, la de presentar de una manera más precisa la doctrina inmutable de la tradición. Al principio no se presentaron a examen los problemas de mayor actualidad, en el terreno de las corrientes culturales del tiempo, sino la liturgia y, en unión con ella, la eucaristía. La mirada quedó centrada en el núcleo vital. En un primer momento quedaron también relegadas entre otras cuestiones de primer orden los aspectos teológicos abstractos. Así, por ejemplo, en el primer período de sesiones el papa tomó la decisión de excluir de la discusión pública del concilio cuestiones no maduradas todavía (el problema de las fuentes de la revelación, la Escritura y la tradición), que habían sido presentadas con un planteamiento teológico demasiado superficial, encomendando su reelaboración a una comisión instituida sobre una base más extensa por su número de componentes y, naturalmente, por la variedad de posturas.

3. Por otra parte, el papa puso de relieve en diversas ocasiones algunos puntos concernientes a estos problemas, cuya importancia nos es familiar por la historia de los dogmas y de la teología:

1) hay que distinguir entre la sustancia de una proposición dogmática y su formulación lingüística, condicionada necesariamente por la época en que se redactó;

2) el contenido doctrinal de la revelación ha de anunciarse hoy al hombre en el lenguaje que entiende y, consiguientemente, a nivel de sus conocimientos científicos;

3) el anuncio debe hacerse teniendo en cuenta la pastoral; sin perjuicio del mandato divino y de su carácter imperativo, el anuncio no puede hacerse como expresión de un dominio preceptivo, sino como un servicio pastoral. El ministerio es servicio.

4. Dentro de los amplios preparativos del concilio, el papa había instituido un «secretariado para la unión de los cristianos», bajo la dirección de un cardenal de la curia (el jesuita alemán P. Agustín Bea), que en el transcurso de las sesiones se mostró como un importantísimo punto de confluencia de numerosos esfuerzos en la línea renovadora. Numerosas iniciativas e impulsos que propugnaban un renacimiento de la Iglesia fueron recogidos y transmitidos por este secretariado. El papa señaló con un lenguaje especialmente penetrante que este renacimiento de la Iglesia era el objetivo de la asamblea.

El secretariado para la unión de los cristianos constituye, dentro de la historia de la Iglesia, un auténtico jalón, algo nuevo desde el punto de vista formal y por su especial cometido.

a) Desde el punto de vista formal, este secretariado ha de permanecer y proseguir sus trabajos después del concilio. Pero, si atendemos a su composición, dicho secretariado ya existía en parte antes de que Juan XXIII lo instituyera como un órgano asesor suyo y órgano del concilio. No es, por tanto, un producto de la curia, sino que justamente ha sido instituido a partir de la periferia de la Iglesia y a base de especialistas. Se trata de un nuevo tipo de órgano consultivo del papa[22].

A este contexto pertenece otra aspiración expresada de diversas maneras con emotivo acento por este papa desde el comienzo de su pontificado, por ejemplo, cuando, dirigiéndose al episcopado, empleó la expresión «nosotros, los obispos». De una manera mucho más fuerte, y aun sorprendentemente fuerte, de lo que era normal desde 1870, Juan XXIII acentuaba nuevamente la autonomía del ministerio de los obispos, puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios. Comenzó en esta ocasión a cumplirse aquella sabia frase de Newman que citamos en su momento (cf. § 118, III, 8d). No es improbable que el concilio emita una declaración en el sentido de que complemente y mitigue cierta acentuación unilateral del primado por parte del Vaticano I.

Dentro de este robustecimiento de cada una de las iglesias episcopales en la unidad del ministerio de Pedro habrían de introducirse esos nuevos órganos consultivos de que hablamos.

Este tipo de «federalización» de la Iglesia habría de irse imponiendo con un sentido muy diferente del pasado, en el que se intentó de manera centrífuga, bien en la diversa forma de iglesias territoriales del Medievo, bien en la de iglesias nacionales, iniciadas antes de la Reforma y agudizadas después en los países reformados, de forma más o menos antirromana en España, Francia y Alemania.

Es verdad que, como ha mostrado el Vaticano II, existe una notable diferencia de concepciones entre cada uno de los miembros de la Iglesia católica de Europa, África, América y la curia romana; pero estas diferencias coexisten con un reconocimiento completamente indiscutido del papa en el sentido de las definiciones del Vaticano I. Por eso un nuevo «episcopalismo» no tendría hoy nada que ver con el episcopalismo de tipo más o menos antirromano de los siglos anteriores. Sería un valioso trasunto del colegio apostólico: hay uno que es el primero: Pedro; pero, junto a él, en calidad de conseniores (cf. 1 Pe 5,1), está el colegio de los obispos.

Juan XXIII, como ya hemos dicho, ha venido indicando claramente esta línea desde comienzos de su pontificado. El desarrollo del concilio ha puesto de manifiesto hasta qué punto la realidad de la Iglesia responde a esa línea: el episcopado, disperso por el mundo, ha sido reunido en concilio, como auténtico órgano existente en la Iglesia y consciente de sí mismo en su diversidad y a la vez en su unión con el papa. «La Iglesia ha tomado conciencia de sí misma».

b) En segundo lugar, el secretariado para la unión de los cristianos es un jalón significativo en la evolución de la historia de la Iglesia por el cometido específico que se le ha asignado: promover la reconquista de la unidad de los cristianos separados y de las diferentes Iglesias con nuevo espíritu y nueva audacia que posibilite dicha unidad o, al menos, su preparación.

El Vaticano II no es un concilio unionista en el sentido técnico, como lo fue, por ejemplo, el de Ferrara-Florencia (cf. vol. I, § 66, 4b). El concilio ha sido anunciado como un asunto interno de la Iglesia católica. Y, sin embargo, es ecuménico en un sentido trascendente.

El término «ecuménico» se ha desgastado algo en los últimos años. Es un término que en diferentes contextos adquiere diversas significaciones. Pero se puede decir que expresa y tiene un valor fundamental de la Iglesia en la situación actual del mundo y que responde a dicho valor. Eso sí, conviene distinguir cuidadosamente entre el carácter y la orientación ecuménica de una parte y las negociaciones ecuménicas de otra.

Así, pues, si es verdad que el Vaticano II no es un concilio unionista, no es menos cierto que, a pesar de ello, está fuertemente orientado hacia las Iglesias no católicas. Los motivos son profundos: el esfuerzo por la unión de los cristianos y, en particular, la preparación fructífera para dicha unión no presupone necesariamente, ni siquiera al principio, que se entablen negociaciones entre las Iglesias separadas. Más aún, se puede decir que dichas negociaciones sólo podrán ser auténtica y cristianamente fecundas si anteriormente ambos interlocutores han profundizado en el talante del ecumenismo.

c) Ahora bien, el talante ecuménico significa primordial y fundamentalmente que la reflexión de cada una de las Iglesias -de la Iglesia católica, por ejemplo- sobre sí misma tiende a conseguir que su manera de concebir y formular su idea de sí misma sea capaz de interpelar al interlocutor no católico por su espíritu de servicio, su obsequiosidad y su pureza de miras. En los grupos católicos internacionales de trabajo ecuménico esta idea se ha venido expresando desde hace unos años con la siguiente formulación paradójica: el interlocutor primordial del diálogo ecuménico no es «el otro», sino nosotros mismos.

El mismo papa y numerosos esquemas del concilio han explicitado de múltiples maneras que la tarea ecuménica constituye un servicio esencialmente pastoral dirigido a toda la cristiandad y, por encima de ella, a todo el género humano. La Iglesia ha de purificarse para que su imagen aparezca ante los cristianos separados como la Iglesia de Cristo y para que éstos puedan entablar con ella un diálogo fraternal, unidos en el único Señor.

En este sentido, indirecto ciertamente, pero esencial, el Vaticano II, como concilio interno de la Iglesia católica es un concilio eminentemente unionista. Lo es efectivamente en el único sentido que puede conducir a un resultado auténtico. Solamente en la medida en que los presuntos interlocutores de un diálogo religioso, en un concilio o fuera de él, tienen ya en común elementos cristianos y católicos comunes, podrán estos elementos expresarse en fórmulas que resulten aceptables para unos y otros. En el terreno espiritual, y aún más en el religioso, pero especialmente en el ámbito de la única Iglesia de Jesucristo, las fórmulas comunes que no respondan a una fe común son semilla que no da fruto.

5. Con el Vaticano II y con la participación de observadores oficiales de Iglesias no católicas se ha ampliado extraordinariamente la discusión en torno a la unidad de los cristianos del mundo y, por ejemplo, la labor de Una Sancta.

Un punto decisivo es la aclaración del concepto de «unidad». Desde el punto de vista puramente histórico, filosófico-filológico (y en este sentido más conceptualista, teológico), parece casi imposible llevar a cabo un esfuerzo por dar una definición más o menos exacta de esta unidad. Las múltiples y contradictorias opiniones sobre el contenido de la verdad cristiana, tal como son expuestas por los dirigentes protestantes de una u otra iglesia y por sus teólogos, y, frente a ellas, la concepción de la Iglesia católica, no parecen hacer posible una solución en este punto.

A pesar de todo, siendo la unicidad y la unidad de la Iglesia de Jesucristo exigencias absolutas del evangelio, estas dificultades no son motivo para dejar de afrontar el problema. Como ya hemos indicado, nos encontramos ante la exigencia de que se realice un hecho revelado sin estar en situación de proponer una formulación teórica de esta realización. En todo caso debemos aguardar la hora de Dios, cuando el tiempo esté maduro.

Pero no se trata de esperar pasivamente. Ya hemos dicho que el patrimonio común de la verdad de los cristianos separados es más importante de lo que antes pensábamos todos. Lo que aquí se necesita es proseguir pacientemente el camino preciso en profundidad, no sólo en extensión.

Lo más importante es, evidentemente, que la verdad cristiana, la fe, sea puesta en práctica por los miembros de las diferentes Iglesias. La verdad del cristianismo no es una doctrina abstracta, sino espíritu y fuerza, realidad y vida. Por eso podría muy bien ocurrir que esta verdad se manifieste con tanta mayor claridad (bien de manera consciente y formulada, bien sobre todo en los hechos) cuanto mejor la vivamos. Ahora bien, el núcleo de la verdad cristiana es el amor. Por eso, según una frase de san Juan Damasceno, que recientemente ha adquirido gran peso en la teología ortodoxa, el concepto de unidad cristiana debería concebirse en el sentido de una unidad que abarque al otro en el amor (perijoresis), no en el sentido de causarle un perjuicio o de dominarlo. Por ello parece decisivo caer en la cuenta de que los elementos fundamentales del cristianismo, la «verdad y el amor», están en íntima relación.

Junto a esta afirmación tenemos la exigencia fundamental del evangelio, la metanoia, el examen de conciencia y el hecho de que justamente lo que quería Juan XXIII con el concilio era esto: una Iglesia con una pastoral de servicio, no con una pastoral basada en ninguna forma de imposición o dominio.

Conocemos ahora los resultados del concilio y sus conclusiones definitivas. Pocas veces a lo largo de su historia han tenido la propia Iglesia y todos los observadores de buena voluntad una sensación más fuerte de encontrarse movidos por una gran esperanza. Hemos dicho ya de muchas maneras que con el papa Juan XXIII[23] y el episcopado universal con experiencia y conciencia de formar un todo unitario, la Iglesia se halla en un momento de feliz transformación y aspira a un conocimiento y una realización más profunda de su ser y misión. La Iglesia, con una profundidad mucho mayor que en toda su larga tradición, que con tanto celo y respeto ha custodiado, experimenta y manifiesta que ninguna de sus formas históricas, condicionadas por el tiempo, constituyen lo esencial, sino que pueden dejar sitio a otras formas mejores o más adecuadas al momento.

En nuestro análisis de la Edad Contemporánea partíamos de un desorden amenazador, capaz de llegar a la destrucción de los cimientos del espíritu, de la religión y de la Iglesia. El jesuita Alfred Delp, mártir y testigo de su Señor y de su Iglesia en el Tercer Reich, reflexionó profundamente sobre todas estas cosas en el período que transcurrió entre su condena y su ejecución, el 2 de febrero de 1945. Decía así: «¿Encontrará la Iglesia un camino para llegar a la generación actual y a las de épocas futuras? El camino de la Iglesia que exige e impone en nombre de un Dios que exige e impone es una vía muerta. Con nuestra existencia hemos privado al hombre de la confianza. También en las iglesias hay hombres que se han cansado. Una futura historia de la cultura y del espíritu, planteada con un mínimo de honestidad, escribirá capítulos muy duros sobre la aportación prestada por las Iglesias al nacimiento de la masificación humana, del colectivismo, de las dictaduras, etc.».

En medio de esta situación -que sigue siendo fundamentalmente idéntica a los treinta años de la muerte del P. Delp-, en esta situación en la que ya sólo parecen auténticos el conocimiento más radical de uno mismo, y a partir de ahí el reconocimiento de la propia culpa y el paso valiente hacia nuevas riberas y métodos nuevos, decía Juan XXIII: el concilio ha de renovar a la Iglesia de tal manera que «en su rostro resplandezcan la plena sencillez y pureza de los orígenes, que aparezcan los rasgos de su juventud entusiasta, y que con ello surja una imagen cuya fuerza conquistadora sea capaz de dirigirse también al espíritu moderno en toda la extensión del encuentro: la imagen de la Iglesia joven es el objetivo preferente del concilio ecuménico».

Notas

[22] Este libro lo publicó Lortz al iniciarse la tercera sesión del concilio. En este punto sigue el párrafo siguiente, en extremo perspicaz: «La forma de trabajo del concilio, que parece fijar sus objetivos y métodos más allá de la duración del mismo, hacen previsible el surgimiento de órganos consultivos similares. En caso de que esto se lleve a efecto, podría determinar un cambio estructural de la curia, cuyas consecuencias habrían de ser muy amplias» (Nota del Editor).

[23] La significación singular alcanzada por la carismática figura de Juan XXIII fue ampliamente reconocida por su sucesor Pablo VI al abrir la segunda sesión del concilio (29 de agosto de 1963) con una conmovedora alocución dirigida al difunto: «O carum et venerandum Johannem Pontificem! Te alabamos y damos gracias por haber convocado, bajo inspiración divina, este concilio para abrir nuevos caminos a la Iglesia. Sin que te moviera ningún interés terreno, sin que nadie te estimulara, sino adivinando los planes divinos y comprendiendo a la vez las oscuras y torturantes necesidades de los tiempos modernos, has vuelto a tomar el hilo roto del Concilio Vaticano I».

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