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Globalización y cultura
La globalización es un grandioso fenómeno que nos une, que nos aproxima, que-por la facilidad de los medios de transporte y las nuevas tecnologías de la comunicación- nos acerca unos a otros de un modo impensable hace tan sólo dos décadas. Pero este proceso, del que tanto se espera, está presentando además notorias dificultades. Los problemas que la facilidad y la rapidez de los intercambios a escala planetaria han traído consigo están clamando por una renovación de las bases sobre las que se asientan las relaciones internacionales, no sólo en el aspecto económico, sino también en el terreno cultural y educativo.
Afortunadamente, ya han pasado los días del entusiasmo indiscriminado y poco reflexivo por la mundialización. Una de las paradojas más notorias de la globalización consiste en que es escasamente global. Podríamos afirmar que lo primero que se ha globalizado es la pobreza. Y un personaje tan poco sospechoso de socialdemocracia como es Michel de Camdessus ha afirmado que "la pobreza puede hacer saltar todo el sistema". El proceso de mundialización está plagado de efectos perversos, que parecen multiplicarse cuando las soluciones que se buscan a los problemas se apartan de la cultura natal de las personas y sus relaciones insustituibles.
Sin disculpar en modo alguno el terrorismo, que es siempre perverso, los terribles sucesos del 11-S y del 11-M muestran algunas posibles consecuencias de la mezcla entre una globalización televisiva -junto a un desequilibrio económico creciente- y una marginación política y cultural prolongada, que estos últimos días se está manifestando con toda crudeza en el conflicto que Israel continúa magnificando en el Líbano. No se sabe aún quiénes fueron los autores de tan tremendos atentados, pero ya se sabe que eran personas envenenadas por ideologías occidentales y con un deseo mimético -dirá René Girard- que les llevó a intentar vencer al enemigo en su propio terreno: el de las tecnologías avanzadas.
Yo no puedo estar de acuerdo con la violencia ejercida en muchas ciudades por movimientos antiglobalización. Pero no puedo dejar de reconocer que en muchas de sus reivindicaciones tienen sencillamente razón. Las cúpulas del G-8 y de la Organización Mundial del Comercio tendrían que explicar por qué se sigue penalizando a los productos agrícolas de los países menos desarrollados, mientras se les fuerza de hecho a aceptar las exportaciones provenientes de las zonas más ricas.
Aunque haya aumentado la riqueza de algunas regiones pobres en términos absolutos, la irrupción de los procesos mundializadores ha conducido a que la distancia de bienestar entre los países haya crecido exponencialmente en los últimos lustros. Y habrá que recordar que la justicia distributiva -que es de lo que aquí se trata- tiene siempre que ver con relaciones. No es humanamente digno que, con el sobreabundante potencial de producción de alimentos que la ciencia y la técnica contemporáneas han permitido lograr, permanezca estancado, e incluso aumente, el número de personas -medido en cientos de millones- que padecen hambre y llegan a morir de inanición; o que en los países menos desarrollados sean incontables los niños y adultos que mueren víctimas de las nuevas epidemias -sida especialmente- por falta de medicamentos que podrían curarles y cuyo precio (impuesto por barreras comerciales desmesuradas y asimétricas) está muy por encima de sus posibilidades de adquisición.
Las condiciones de posibilidad para que se produzca en los países en vías de desarrollo un dinamismo endógeno que les saque del estancamiento y les inserte en la dinámica mundial, estriban en la elevación del nivel educativo y cultural, a contrapelo de la tendencia desculturizadora que lleva consigo el falso cosmopolitismo. Es aquí, y no en otro aspecto, donde reside la clave del problema de la globalización. Y, sin embargo, los esfuerzos realizados por los poderosos en este terreno educativo y cultural son prácticamente nulos.
La gran oportunidad que la globalización abre es la posibilidad de intercambiar y difundir conocimientos en una sociedad en la que el saber -y ya no las mercancías o los territorios- es la clave de la riqueza de las naciones. El conocimiento no es propiedad de nadie, es difusivo de suyo, no se agota nunca, se acrecienta al compartirlo. Su intercambio presenta, por tanto, caracteres antitéticos a los del mercado. La economía ya no es sólo el mercado, sino que ella misma está penetrada de punta a cabo por la cultura, como se patentiza en el predominio económico de factores que tienen que ver con la percepción del público, con el diseño, con el lenguaje, con la moda o, en general, con lo que alguna vez he llamado nueva sensibilidad. La vertiente más humana de la globalización es el ágora o el areópago; un espacio libre y abierto para un saber que se hace accesible a todos.
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