» Historia de la Iglesia » Concilios Ecuménicos » Concilio Ecuménico de Trento » Documentos del Concilio de Trento » Sesión VI.- La Justificación
Proemio
Habiéndose difundido en estos tiempos, no sin pérdida de muchas almas, y grave detrimento de la unidad de la Iglesia, ciertas doctrinas erróneas sobre la Justificación; el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido a nombre de nuestro santísimo Padre y señor en Cristo, Paulo por la divina providencia Papa III de este nombre, por los reverendísimos señores Juan María de Monte, Obispo de Palestina, y Marcelo, Presbítero del título de santa Cruz en Jerusalén, Cardenales de la santa Iglesia Romana, y Legados Apostólicos a latere, se propone declarar a todos los fieles cristianos, a honra y gloria de Dios omnipotente, tranquilidad de la Iglesia, y salvación de las almas, la verdadera y sana doctrina de la Justificación, que el sol de justicia Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe enseñó, comunicaron sus Apóstoles, y perpetuamente ha retenido la Iglesia católica inspirada por el Espíritu Santo; prohibiendo con el mayor rigor, que ninguno en adelante se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que el que se establece y declara en el presente decreto.
Cap. I.- Que la naturaleza y la ley no pueden justificar a los hombres.
Ante todas estas cosas declara el santo Concilio, que para entender bien y sinceramente la doctrina de la Justificación, es necesario conozcan todos y confiesen, que habiendo perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos inmundos, y como el Apóstol dice, hijos de ira por naturaleza, según se expuso en el decreto del pecado original; en tanto grado eran esclavos del pecado, y estaban bajo el imperio del demonio, y de la muerte, que no sólo los gentiles por las fuerzas de la naturaleza, pero ni aun los Judíos por la misma letra de la ley de Moisés, podrían levantarse, o lograr su libertad; no obstante que el libre albedrío no estaba extinguido en ellos, aunque sí debilitadas sus fuerzas, e inclinado al mal.
Cap. II.- De la misión y misterio de la venida de Cristo.
Con este motivo el Padre celestial, Padre de misericordias, y Dios de todo consuelo, envió a los hombres, cuando llegó aquella dichosa plenitud de tiempo, a Jesucristo, su hijo, manifestado, y prometido a muchos santos Padres antes de la ley, y en el tiempo de ella, para que redimiese los Judíos que vivían en la ley, y los gentiles que no aspiraban a la santidad, la lograsen, y todos recibiesen la adopción de hijos. A este mismo propuso Dios por reconciliador de nuestros pecados, mediante la fe en su pasión, y no sólo de nuestros pecados, sino de los de todo el mundo.
Cap. III.- Quiénes se justifican por Jesucristo.
No obstante, aunque Jesucristo murió por todos, no todos participan del beneficio de su muerte, sino sólo aquellos a quienes se comunican los méritos de su pasión. Porque así como no nacerían los hombres efectivamente injustos, si no naciesen propagados de Adan; pues siendo concebidos por él mismo, contraen por esta propagación su propia injusticia; del mismo modo, si no renaciesen en Jesucristo, jamás serían justificados; pues en esta regeneración se les confiere por el mérito de la pasión de Cristo, la gracia con que se hacen justos. Por este beneficio nos exhorta el Apóstol a dar siempre gracias al Padre Eterno, que nos hizo dignos de entrar a la parte de la suerte de los santos en la gloria, nos sacó del poder de las tinieblas, y nos transfirió al reino de su hijo muy amado, en el que logramos la redención, y el perdón de los pecados.
Cap. IV.- Se da idea de la justificación del pecador, y del modo con que se hace en la ley de gracia.
En las palabras mencionadas se insinúa la descripción de la justificación del pecador: de suerte que es tránsito del estado en que nace el hombre hijo del primer Adan, al estado de gracia y de adopción de los hijos de Dios por el segundo Adan Jesucristo nuestro Salvador. Esta traslación, o tránsito no se puede lograr, después de promulgado el Evangelio, sin el bautismo, o sin el deseo de él; según está escrito: No puede entrar en el reino de los cielos sino el que haya renacido del agua, y del Espíritu Santo.
Cap. V.- De la necesidad que tienen los adultos de prepararse a la justificación, y de dónde provenga.
Declara además, que el principio de la misma justificación de los adultos se debe tomar de la gracia divina, que se les anticipa por Jesucristo: esto es, de su llamamiento, por el que son llamados sin mérito ninguno suyo; de suerte que los que eran enemigos de Dios por sus pecados, se dispongan por su gracia, que los excita y ayuda para convertirse a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la misma gracia; de modo que tocando Dios el corazón del hombre por la iluminación del Espíritu Santo, ni el mismo hombre deje de obrar alguna cosa, admitiendo aquella inspiración, pues puede desecharla; ni sin embargo pueda moverse sin la gracia divina a la justificación en la presencia de Dios por sola su libre voluntad. De aquí es, que cuando se dice en las sagradas letras: Convertíos a mí, y me convertiré a vosotros; se nos avisa de nuestra libertad; y cuando respondemos: Conviértenos a ti, Señor, y seremos convertidos; confesamos que somos prevenidos por la divina gracia.
Cap. VI.- Modo de esta preparación.
Dispónense, pues, para la justificación, cuando movidos y ayudados por la gracia divina, y concibiendo la fe por el oído, se inclinan libremente a Dios, creyendo ser verdad lo que sobrenaturalmente ha revelado y prometido; y en primer lugar, que Dios justifica al pecador por su gracia adquirida en la redención por Jesucristo; y en cuanto reconociéndose por pecadores, y pasando del temor de la divina justicia, que últimamente los contrista, a considerar la misericordia de Dios, conciben esperanzas, de que Dios los mirará con misericordia por la gracia de Jesucristo, y comienzan a amarle como fuente de toda justicia; y por lo mismo se mueven contra sus pecados con cierto odio y detestación; esto es, con aquel arrepentimiento que deben tener antes del bautismo; y en fin, cuando proponen recibir este sacramento, empezar una vida nueva, y observar los mandamientos de Dios. De esta disposición es de la que habla la Escritura, cuando dice: El que se acerca a Dios debe creer que le hay, y que es remunerador de los que le buscan. Confía, hijo, tus pecados te son perdonados. Y, el temor de Dios ahuyenta al pecado. Y también: Haced penitencia, y reciba cada uno de vosotros el bautismo en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y lograréis el don del Espíritu Santo. Igualmente: Id pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar cuanto os he encomendado. En fin: Preparad vuestros corazones para el Señor.
Cap. VII.- Que sea la justificación del pecador, y cuáles sus causas.
A esta disposición o preparación se sigue la justificación en sí misma: que no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior por la admisión voluntaria de la gracia y dones que la siguen; de donde resulta que el hombre de injusto pasa a ser justo, y de enemigo a amigo, para ser heredero en esperanza de la vida eterna. Las causas de esta justificación son: la final, la gloria de Dios, y de Jesucristo, y la vida eterna. La eficiente, es Dios misericordioso, que gratuitamente nos limpia y santifica, sellados y ungidos con el Espíritu Santo, que nos está prometido, y que es prenda de la herencia que hemos de recibir. La causa meritoria, es su muy amado unigénito Jesucristo, nuestro Señor, quien por la excesiva caridad con que nos amó, siendo nosotros enemigos, nos mereció con su santísima pasión en el árbol de la cruz la justificación, y satisfizo por nosotros a Dios Padre. La instrumental, además de estas, es el sacramento del bautismo, que es sacramento de fe, sin la cual ninguno jamás ha logrado la justificación. Ultimamente la única causa formal es la santidad de Dios, no aquella con que él mismo es santo, sino con la que nos hace santos; es a saber, con la que dotados por él, somos renovados en lo interior de nuestras almas, y no sólo quedamos reputados justos, sino que con verdad se nos llama así, y lo somos, participando cada uno de nosotros la santidad según la medida que le reparte el Espíritu Santo, como quiere, y según la propia disposición y cooperación de cada uno. Pues aunque nadie se puede justificar, sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión de nuestro Señor Jesucristo; esto, no obstante, se logra en la justificación del pecador, cuando por el mérito de la misma santísima pasión se difunde el amor de Dios por medio del Espíritu Santo en los corazones de los que se justifican, y queda inherente en ellos. Resulta de aquí que en la misma justificación, además de la remisión de los pecados, se difunden al mismo tiempo en el hombre por Jesucristo, con quien se une, la fe, la esperanza y la caridad; pues la fe, a no agregársele la esperanza y caridad, ni lo une perfectamente con Cristo, ni lo hace miembro vivo de su cuerpo. Por esta razón se dice con suma verdad: que la fe sin obras es muerta y ociosa; y también: que para con Jesucristo nada vale la circuncisión, ni la falta de ella, sino la fe que obra por la caridad. Esta es aquella fe que por tradición de los Apóstoles, piden los Catecúmenos a la Iglesia antes de recibir el sacramento del bautismo, cuando piden la fe que da vida eterna; la cual no puede provenir de la fe sola, sin la esperanza ni la caridad. De aquí es, que inmediatamente se les dan por respuesta las palabras de Jesucristo: Si quieres entrar en el cielo, observa los mandamientos. En consecuencia de esto, cuando reciben los renacidos o bautizados la verdadera y cristiana santidad, se les manda inmediatamente que la conserven en toda su pureza y candor como la primera estola, que en lugar de la que perdió Adan por su inobediencia, para sí y sus hijos, les ha dado Jesucrito con el fin de que se presenten con ella ante su tribunal, y logren la salvación eterna.
Cap. VIII.- Cómo se entiende que el pecador se justifica por la fe, y gratuitamente.
Cuando dice el Apóstol que el hombre se justifica por la fe, y gratuitamente; se deben entender sus palabras en aquel sentido que adoptó, y ha expresado el perpetuo consentimiento de la Iglesia católicaa; es a saber, que en tanto se dice que somos justificados por la fe, en cuanto esta es principio de la salvación del hombre, fundamento y raíz de toda justificación, y sin la cual es imposible hacerse agradables a Dios, ni llegar a participar de la suerte de hijos suyos. En tanto también se dice que somos justificados gratuitamente, en cuanto ninguna de las cosas que preceden a la justificación, sea la fe, o sean las obras, merece la gracia de la justificación: porque si es gracia, ya no proviene de las obras: de otro modo, como dice el Apóstol, la gracia no sería gracia.
Cap. IX.- Contra la vana confianza de los herejes.
Mas aunque sea necesario creer que los pecados ni se perdonan, ni jamás se han perdonado, sino gratuitamente por la misericordia divina, y méritos de Jesucristo; sin embargo no se puede decir que se perdonan, o se han perdonado a ninguno que haga ostentación de su confianza, y de la certidumbre de que sus pecados le están perdonados, y se fíe sólo en esta: pues puede hallarse entre los herejes y cismáticos, o por mejor decir, se halla en nuestros tiempos, y se preconiza con grande empeño contra la Iglesia católica, esta confianza vana, y muy ajena de toda piedad. Ni tampoco se puede afirmar que los verdaderamente justificados deben tener por cierto en su interior, sin el menor género de duda, que están justificados; ni que nadie queda absuelto de sus pecados, y se justifica, sino el que crea con certidumbre que está absuelto y justificado; ni que con sola esta creencia logra toda su perfección el perdón y justificación; como dando a entender, que el que no creyese esto, dudaría de las promesas de Dios, y de la eficacia de la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque así como ninguna persona piadosa debe dudar de la misericordia divina, de los méritos de Jesucristo, ni de la virtud y eficacia de los sacramentos: del mismo modo todos pueden recelarse y temer respecto de su estado en gracia, si vuelven la consideración a sí mismos, y a su propia debilidad e indisposición; pues nadie puede saber con la certidumbre de su fe, en que no cabe engaño, que ha conseguido la gracia de Dios.
Cap. X.- Del aumento de la justificación ya obtenida.
Justificados pues así, hechos amigos y domésticos de Dios, y caminando de virtud en virtud, se renuevan, como dice el Apóstol, de día en día; esto es, que mortificando su carne, y sirviéndose de ella como de instrumento para justificarse y santificarse, mediante la observancia de los mandamientos de Dios, y de la Iglesia, crecen en la misma santidad que por la gracia de Cristo han recibido, y cooperando la fe con las buenas obras, se justifican más; según está escrito: El que es justo, continúe justificándose. Y en otra parte: No te receles de justificarte hasta la muerte. Y además: Bien veis que el hombre se justifica por sus obras, y no solo por la fe. Este es el aumento de santidad que pide la Iglesia cuando ruega: Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y caridad.
Cap. XI.- De la observancia de los mandamientos, y de cómo es necesario y posible observarlos.
Pero nadie, aunque esté justificado, debe persuadirse que está exento de la observancia de los mandamientos, ni valerse tampoco de aquellas voces temerarias, y prohibidas con anatema por los Padres, es a saber: que la observancia de los preceptos divinos es imposible al hombre justificado. Porque Dios no manda imposibles; sino mandando, amonesta a que hagas lo que puedas, y a que pidas lo que no puedas; ayudando al mismo tiempo con sus auxilios para que puedas; pues no son pesados los mandamientos de aquel, cuyo yugo es suave, y su carga ligera. Los que son hijos de Dios, aman a Cristo; y los que le aman, como él mismo testifica, observan sus mandamientos. Esto por cierto, lo pueden ejecutar con la divina gracia; porque aunque en esta vida mortal caigan tal vez los hombres, por santos y justos que sean, a lo menos en pecados leves y cotidianos, que también se llaman veniales; no por esto dejan de ser justos; porque de los justos es aquella voz tan humilde como verdadera: Perdónanos nuestras deudas. Por lo que tanto más deben tenerse los mismos justos por obligados a andar en el camino de la santidad, cuanto ya libres del pecado, pero alistados entre los siervos de Dios, pueden, viviendo sobria, justa y piadosamente, adelantar en su aprovechamiento con la gracia de Jesucristo, qu fue quien les abrió la puerta para entrar en esta gracia. Dios por cierto, no abandona a los que una vez llegaron a justificarse con su gracia, como estos no le abandonen primero. En consecuencia, ninguno debe engreírse porque posea sola la fe, persuadiéndose de que sólo por ella está destinado a ser heredero, y que ha de conseguir la herencia, aunque no sea partícipe con Cristo de su pasión, para serlo también de su gloria; pues aun el mismo Cristo, como dice el Apóstol: Siendo hijo de Dios aprendió a ser obediente en las mismas cosas que padeció, y consumada su pasión, pasó a ser la causa de la salvación eterna de todos los que le obedecen. Por esta razón amonesta el mismo Apóstol a los justificados, diciendo: ¿Ignoráis que los que corren en el circo, aunque todos corren, uno solo es el que recibe el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis. Yo en efecto corro, no como a objeto incierto; y peleo, no como quien descarga golpes en el aire; sino mortifico mi cuerpo, y lo sujeto; no sea que predicando a otros, yo me condene. Además de esto, el Príncipe de los Apóstoles san Pedro dice: Anhelad siempre por asegurar con vuestras buenas obras vuestra vocación y elección; pues procediendo así, nunca pecaréis. De aquí consta que se oponen a la doctrina de la religión católica los que dicen que el justo peca en toda obra buena, a lo menos venialmente, o lo que es más intolerable, que merece las penas del infierno; así como los que afirman que los justos pecan en todas sus obras, si alentando en la ejecución de ellas su flojedad, y exhortándose a correr en la palestra de esta vida, se proponen por premio la bienaventuranza, con el objeto de que principalmente Dios sea glorificado; pues la Escritura dice: Por la recompensa incliné mi corazón a cumplir tus mandamientos que justifican. Y de Moisés dice el Apóstol, que tenía presente, o aspiraba a la remuneración.
Cap. XII.- Debe evitarse la presunción de creer temerariamente su propia predestinación.
Ninguno tampoco, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto es seguramente del número de los predestinados; como si fuese constante que el justificado, o no puede ya pecar, o deba prometerse, si pecare, el arrepentimiento seguro; pues sin especial revelación, no se puede sabe quiénes son los que Dios tiene escogidos para sí.
Cap. XIII.- Del don de la perseverancia.
Lo mismo se ha de creer acerca del don de la perseverancia, del que dice la Escritura: El que perseverare hasta el fin, se salvará: lo cual no se puede obtener de otra mano que de la de aquel que tiene virtud de asegurar al que está en pie para que continúe así hasta el fin, y de levantar al que cae. Ninguno se prometa cosa alguna cierta con seguridad absoluta; no obstante que todos deben poner, y asegurar en los auxilios divinos la más firme esperanza de su salvación. Dios por cierto, a no ser que los hombres dejen de corresponder a su gracia, así como principió la obra buena, la llevará a su perfección, pues es el que causa en el hombre la voluntad de hacerla, y la ejecución y perfección de ella. No obstante, los que se persuaden estar seguros, miren no caigan; y procuren su salvación con temor y temblor, por medio de trabajos, vigilias, limosnas, oraciones, oblaciones, ayunos y castidad: pues deben estar poseídos de temor, sabiendo que han renacido a la esperanza de la gloria, mas todavía no han llegado a su posesión saliendo de los combates que les restan contra la carne, contra el mundo y contra el demonio; en los que no pueden quedar vencedores sino obedeciendo con la gracia de Dios al Apóstol san Pablo, que dice: Somos deudores, no a la carne para que vivamos según ella: pues si viviéreis según la carne, moriréis; mas si mortificareis con el espíritu las acciones de la carne, viviréis.
Cap. XIV.- De los justos que caen en pecado, y de su reparación.
Los que habiendo recibido la gracia de la justificación, la perdieron por el pecado, podrán otra vez justificarse por los méritos de Jesucristo, procurando, excitados con el auxilio divino, recobrar la gracia perdida, mediante el sacramento de la Penitencia. Este modo pues de justificación, es la reparación o restablecimiento del que ha caído en pecado; la misma que con mucha propiedad han llamado los santos Padres segunda tabla después del naufragio de la gracia que perdió. En efecto, por los que después del bautismo caen en el pecado, es por los que estableció Jesucristo el sacramento de la Penitencia, cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonáreis los pecados, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que dejeis sin perdonar. Por esta causa se debe enseñar, que es mucha la diferencia que hay entre la penitencia del hombre cristiano después de su caída, y la del bautismo; pues aquella no sólo incluye la separación del pecado, y su detestación, o el corazón contrito y humillado; sino también la confesión sacramental de ellos, a lo menos en deseo para hacerla a su tiempo, y la absolución del sacerdote; y además de estas, la satisfacción por medio de ayunos, limosnas, oraciones y otros piadosos ejercicios de la vida espiritual: no de la pena eterna, pues esta se perdona juntamente con la culpa o por el sacramento, o por el deseo de él; sino de la pena temporal, que según enseña la sagrada Escritura, no siempre, como sucede en el bautismo, se perdona toda a los que ingratos a la divina gracia que recibieron, contristaron al Espíritu Santo, y no se avergonzaron de profanar el templo de Dios. De esta penitencia es de la que dice la Escritura: Ten presente de qué estado has caído: haz penitencia, y ejecuta las obras que antes. Y en otra parte: La tristeza que es según Dios, produce una penitencia permanente para conseguir la salvación. Y además: Haced penitencia, y haced frutos dignos de penitencia.
Cap. XV.- Con cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la fe.
Se ha de tener también por cierto, contra los astutos ingenios de algunos que seducen con dulces palabras y bendiciones los corazones inocentes, que la gracia que se ha recibido en la justificación, se pierde no solamente con la infidelidad, por la que perece aún la misma fe, sino también con cualquiera otro pecado mortal, aunque la fe se conserve: defendiendo en esto la doctrina de la divina ley, que excluye del reino de Dios, no sólo los infieles, sino también los fieles que caen en la fornicación, los adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, vinosos, maldicientes, arrebatadores, y todos los demás que caen en pecados mortales; pues pueden abstenerse de ellos con el auxilio de la divina gracia, y quedan por ellos separados de la gracia de Cristo.
Cap. XVI.- Del fruto de la justificación; esto es, del mérito de las buenas obras, y de la esencia de este mismo mérito.
A las personas que se hayan justificado de este modo, ya conserven perpetuamente la gracia que recibieron, ya recobren la que perdieron, se deben hacer presentes las palabras del Apóstol san Pablo: Abundad en toda especie de obras buenas; bien entendidos de que vuestro trabajo no es en vano para con Dios; pues no es Dios injusto de suerte que se olvide de vuestras obras, ni del amor que manifestásteis en su nombre. Y: No perdáis vuestra confianza, que tiene un gran galardón. Y esta es la causa porque a los que obran bien hasta la muerte, y esperan en Dios, se les debe proponer la vida eterna, ya como gracia prometida misericordiosamente por Jesucristo a los hijos de Dios, ya como premio con que se han de recompensar fielmente, según la promesa de Dios, los méritos y buenas obras. Esta es, pues, aquella corona de justicia que decía el Apóstol le estaba reservada para obtenerla después de su contienda y carrera, la misma que le había de adjudicar el justo Juez, no solo a él, sino también a todos los que desean su santo advenimiento. Pues como el mismo Jesucristo difunda perennemente su virtud en los justificados, como la cabeza en los miembros, y la cepa en los sarmientos; y constante que su virtud siempre antecede, acompaña y sigue a las buenas obras, y sin ella no podrían ser de modo alguno aceptas ni meritorias ante Dios; se debe tener por cierto, que ninguna otra cosa falta a los mismos justificados para creer que han satisfecho plenamente a la ley de Dios con aquellas mismas obras que han ejecutado, según Dios, con proporción al estado de la vida presente; ni para que verdaderamente hayan merecido la vida eterna (que conseguirán a su tiempo, si murieren en gracia): pues Cristo nuestro Salvador dice: Si alguno bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed por toda la eternidad, sino logrará en sí mismo una fuente de agua que corra por toda la vida eterna. En consecuencia de esto, ni se establece nuestra justificación como tomada de nosotros mismos, ni se desconoce, ni desecha la santidad que viene de Dios; pues la santidad que llamamos nuestra, porque estando inherente en nosotros nos justifica, esa misma es de Dios: porque Dios nos la infunde por los méritos de Cristo. Ni tampoco debe omitirse, que aunque en la sagrada Escritura se de a las buenas obras tanta estimación, que promete Jesucristo no carecerá de su premio el que de a uno de sus pequeñuelos de beber agua fría; y testifique el Apóstol, que el peso de la tribulación que en este mundo es momentáneo y ligero, nos da en el cielo un excesivo y eterno peso de gloria; sin embargo no permita Dios que el cristiano confíe, o se gloríe en sí mismo, y no en el Señor; cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere sean méritos de estos los que son dones suyos. Y por cuanto todos caemos en muchas ofensas, debe cada uno tener a la vista así como la misericordia y bondad, la severidad y el juicio: sin que nadie sea capaz de calificarse a sí mismo, aunque en nada le remuerda la conciencia; pues no se ha de examinar ni juzgar toda la vida de los hombres en tribunal humano, sino en el de Dios, quien iluminará los secretos de las tinieblas, y manifestará los designios del corazón y entonces logrará cada uno la alabanza y recompensa de Dios, quien, como está escrito, les retribuirá según sus obras.
Después de explicada esta católica doctrina de la justificación, tan necesaria, que si alguno no la admitiere fiel y firmemente, no se podrá justificar, ha decretado el santo Concilio agregar los siguientes cánones, para que todos sepan no sólo lo que deben adoptar y seguir, sino también lo que han de evitar y huir.
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