conoZe.com » Historia de la Iglesia » Concilios Ecuménicos » Concilio Ecuménico de Trento » Documentos del Concilio de Trento » Sesión XIII.- El Santísimo Sacramento de la Eucaristía

Decreto sobre el Santísimo Sacramento de la Eucaristía

Aunque el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido por los mismos Legado y Nuncios de la santa Sede Apostólica, se ha juntado no sin particular dirección y gobierno del Espíritu Santo, con el fin de exponer la verdadera doctrina sobre la fe y Sacramentos, y con el de poner remedio a todas las herejías, y a otros gravísimos daños, que al presente afligen lastimosamente la Iglesia de Dios, y la dividen en muchos y varios partidos; ha tenido principalmente desde los principios por objeto de sus deseos, arrancar de raíz la zizaña de los execrables errores y cismas, que el demonio ha sembrado en estos nuestros calamitosos tiempos sobre la doctrina de fe, uso y culto de la sacrosanta Eucristía, la misma que por otra parte dejó nuestro Salvador en su Iglesia, como símbolo de su unidad y caridad, queriendo que con ella estuviesen todos los cristianos juntos y reunidos entre sí. En consecuencia pues, el mismo sacrosanto Concilio enseñando la misma sana y sincera doctrina sobre este venerable y divino sacramento de la Eucaristía, que siempre ha retenido, y conservará hasta el fin de los siglos la Iglesia católica, instruida por Jesucristo nuestro Señor y sus Apóstoles, y enseñada por el Espíritu Santo, que incesantemente le sugiere toda verdad; prohibe a todos los fieles cristianos, que en adelante se atrevan a creer, enseñar o predicar respecto de la santísima Eucaristía de otro modo que el que se explica y define en el presente decreto.

Cap. I.- De la presencia real de Jesucristo nuestro Señor en el santísimo sacramento de la Eucaristía.

En primer lugar enseña el santo Concilio, y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles; pues no hay en efecto repugnancia en que el mismo Cristo nuestro Salvador este siempre sentado en el cielo a la diestra del Padre según el modo natural de existir, y que al mismo tiempo nos asista sacramentalmente con su presencia, y en su propia substancia en otros muchos lugares con tal modo de existir, que aunque apenas lo podemos declarar con palabras, podemos no obstante alcanzar con nuestro pensamiento ilustrado por la fe, que es posible a Dios, y debemos firmísimamente creerlo. Así pues han profesado clarísimamente todos nuestros antepasados, cuantos han vivido en la verdadera Iglesia de Cristo, y han tratado de este santísimo y admirable Sacramento; es a saber, que nuestro Redentor lo instituyó en la última cena, cuando después de haber bendecido el pan y el vino; testificó a sus Apóstoles con claras y enérgicas palabras, que les daba su propio cuerpo y su propia sangre. Y siendo constante que dichas palabras, mencionadas por los santos Evangelistas, y repetidas después por el Apóstol san Pablo, incluyen en sí mismas aquella propia y patentísima significación, según las han entendido los santos Padres; es sin duda execrable maldad, que ciertos hombres contenciosos y corrompidos las tuerzan, violenten y expliquen en sentido figurado, ficticio o imaginario; por el que niegan la realidad de la carne y sangre de Jesucristo, contra la inteligencia unánime de la Iglesia, que siendo columna y apoyo de verdad, ha detestado siempre como diabólicas estas ficciones excogitadas por hombres impíos, y conservado indeleble la memoria y gratitud de este tan sobresaliente beneficio que Jesucristo nos hizo.

Cap. II.- Del modo con que se instituyó este santísimo Sacramento.

Estando, pues, nuestro Salvador para partirse de este mundo a su Padre, instituyó este Sacramento, en el cual como que echó el resto de las riquezas de su divino amor para con los hombres dejándonos un monumento de sus maravillas, y mandándonos que al recibirle recordásemos con veneración su memoria, y anunciásemos su muerte hasta tanto que el mismo vuelva a juzgar al mundo. Quiso además que se recibiese este Sacramento como un manjar espiritual de las almas, con el que se alimenten y conforten los que viven por la vida del mismo Jesucristo, que dijo: Quien me come, vivirá por mí; y como un antídoto con que nos libremos de las culpas veniales, y nos preservemos de las mortales. Quiso también que fuese este Sacramento una prenda de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y consiguientemente un símbolo, o significación de aquel único cuerpo, cuya cabeza es él mismo, y al que quiso estuviésemos unidos estrechamente como miembros, por meido de la segurísima unión de la fe, la esperanza y la caridad, para que todos confesásemos una misma cosa, y no hubiese cismas entre nosotros.

Cap. III.- De la excelencia del santísimo sacramento de la Eucaristía, respecto de los demás Sacramentos.

Es común por cierto a la santísima Eucaristía con los demás Sacramentos, ser símbolo o significación de una cosa sagrada, y forma o señal visible de la gracia invisible; no obstante se halla en él la excelencia y singularidad de que los demás Sacramentos entoncs comienzan a tener la eficacia de santificar cuando alguno usa de ellos; mas en la Eucaristía existe el mismo autor de la santidad antes de comunicarse: pues aun no habían recibido los Apóstoles la Eucaristía de mano del Señor, cuando él mismo afirmó con toda verdad, que lo que les daba era su cuerpo. Y siempre ha subsistido en la Iglesia de Dios esta fe, de que inmediatamente después de la consagración, existe bajo las especies de pan y vino el verdadero cuerpo de nuestro Señor, y su verdadera sangre, juntamente con su alma y divinidad: el cuerpo por cierto bajo la especie de pan, y la sangre bajo la especie de vino, en virtud de las palabras; mas el mismo cuerpo bajo la especie de vino, y la sangre bajo la de pan, y el alma bajo las dos, en fuerza de aquella natural conexión y concomitancia, por la que están unidas entre sí las partes de nuestro Señor Jesucristo, que ya resucitó de entre los muertos para no volver a morir; y la divinidad por aquella su admirable unión hipostática con el cuerpo y con el alma. Por esta causa es certísimo que se contiene tanto bajo cada una de las dos especies, como bajo de ambas juntas; pues existe Cristo todo, y entero bajo las especies de pan, y bajo cualquiera parte de esta especie: y todo también existe bajo la especie de vino y de sus partes.

Cap. IV.- De la Transubstanciación.

Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa Iglesia católica.

Cap. V.- Del culto y veneración que se debe dar a este santísimo Sacramento.

No queda, pues, motivo alguno de duda en que todos los fieles cristianos hayan de venerar a este santísimo Sacramento, y prestarle, según la costumbre siempre recibida en la Iglesia católica, el culto de latría que se debe al mismo Dios. Ni se le debe tributar menos adoración con el pretexto de que fue instituido por Cristo nuestro Señor para recibirlo; pues creemos que está presente en él aquel mismo Dios de quien el Padre Eterno, introduciéndole en el mundo, dice: Adórenle todos los Angeles de Dios; el mismo a quien los Magos postrados adoraron; y quien finalmente, según el testimonio de la Escritura, fue adorado por los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio, que la costumbre de celebrar con singular veneración y solemnidad todos los años, en cierto día señalado y festivo, este sublime y venerable Sacramento, y la de conducirlo en procesiones honorífica y reverentemente por las calles y lugares públicos, se introdujo en la Iglesia de Dios con mucha piedad y religión. Es sin duda muy justo que haya señalados algunos días de fiesta en que todos los cristianos testifiquen con singulares y exquisitas demostraciones la gratitud y memoria de sus ánimos respecto del dueño y Redentor de todos, por tan inefable, y claramente divino beneficio, en que se representan sus triunfos, y la victoria que alcanzó de la muerte. Ha sido por cierto debido, que la verdad victoriosa triunfe de tal modo de la mentira y herejía, que sus enemigos a vista de tanto esplendor, y testigos del grande regocijo de la Iglesia universal, o debilitados y quebrantados se consuman de envidia, o avergonzados y confundidos vuelvan alguna vez sobre sí.

Cap. VI.- Que se debe reservar el sacramento de la sagrada Eucaristía, y llevar a los enfermos.

Es tan antigua la costumbre de guardar en el sagrario la santa Eucaristía, que ya se conocía en el siglo en que se celebró el concilio Niceno. Es constante, que a más de ser muy conforme a la equidad y razón, se halla mandado en muchos concilios, y observado por costumbre antiquísima de la Iglesia católica, que se conduzca la misma sagrada Eucaristía para administrarla a los enfermos, y que con este fin se conserve cuidadosamente en las iglesias. Por este motivo establece el santo Concilio, que absolutamente debe mantenerse tan saludable y necesaria costumbre.

Cap. VII.- De la preparación que debe preceder para recibir dignamente la sagrada Eucaristía.

Si no es decoroso que nadie se presente a ninguna de las demás funciones sagradas, sino con pureza y santidad; cuanto más notoria es a las personas cristianas la santidad y divinidad de este celeste Sacramento, con tanta mayor diligencia por cierto deben procurar presentarse a recibirle con grande respeto y santidad; principalmente constándonos aquellas tan terribles palabras del Apóstol san Pablo: Quien come y bebe indignamente, come y bebe su condenación; pues no hace diferencia entre el cuerpo del Señor y otros manjares. Por esta causa se ha de traer a la memoria del que quiera comulgar el precepto del mismo Apóstol: Reconózcase el hombre a sí mismo. La costumbre de la Iglesia declara que es necesario este examen, para que ninguno sabedor de que está en pecado mortal, se pueda acercar, por muy contrito que le parezca hallarse, a recibir la sagrada Eucaristía, sin disponerse antes con la confesión sacramental; y esto mismo ha decretado este santo Concilio observen perpetuamente todos los cristianos, y también los sacerdotes, a quienes correspondiere celebrar por obligación, a no ser que les falte confesor. Y si el sacerdote por alguna urgente necesidad celebrare sin haberse confesado, confiese sin dilación luego que pueda.

Cap. VIII.- Del uso de este admirable Sacramento.

Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste pan, perciben con la viveza de su fe, que obra por amor, su fruto y utilidades; los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales. Mas al recibirlo sacramentalmente siempre ha sido costumbre de la Iglesia de Dios, que los legos tomen la comunión de mano de los sacerdotes, y que los sacerdotes cuando celebran, se comulguen a sí mismos: costumbre que con mucha razón se debe mantener, por provenir de tradición apostólica. Finalmente el santo Concilio amonesta con paternal amor, exhorta, ruega y suplica por las entrañas de misericordia de Dios nuestro Señor a todos, y a cada uno de cuantos se hallan alistados bajo el nombre de cristianos, que lleguen finalmente a convenirse y conformarse en esta señal de unidad, en este vínculo de caridad, y en este símbolo de concordia; y acordándose de tan suprema majestad, y del amor tan extremado de Jesucristo nuestro Señor, que dio su amada vida en precio de nuestra salvación, y su carne para que nos sirviese de alimento; crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y sangre, con fe tan constante y firme, con tal devoción de ánimo, y con tal piedad y reverencia, que puedan recibir con frecuencia aquel pan sobresubstancial, de manera que sea verdaderamente vida de sus almas, y salud perpetua de sus entendimientos, para que confortados con el vigor que de él reciban, puedan llegar del camino de esta miserable peregrinación a la patria celestial, para comer en ella sin ningún disfraz ni velo el mismo pan de Angeles, que ahora comen bajo las sagradas especies. Y por cuanto no basta exponer las verdades, si no se descubren y refutan los errores; ha tenido a bien este santo Concilio añadir los cánones siguientes, para que conocida ya la doctrina católica, entiendan también todos cuáles son las herejías de que deben guardarse, y deben evitar.

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